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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (37 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—Al sur de Zeriak... eso está en el Muro de Hielo —susurró Tas, mientras se golpeaba en la barbilla—. Te ayudaré.

El kender sacó otra vez el rollo de mapas y rebuscó hasta dar con uno que le satisfizo.

—Sí, es éste: un mapa del sur. Acéptalo como regalo de despedida.

Tas enrolló el pergamino y lo colocó en la trompa del mamut, mientras contenía un sollozo. Abrazó al animal y se alejó con los ojos arrasados de lágrimas.

—No tengo nada que ofrecerte de regalo, salvo mi sincera gratitud, amigo. Adiós y buena suerte —dijo Woodrow; alargó la mano y palmeó el lanudo flanco del paquidermo.

—Soy yo quien os da las gracias —lo corrigió el mamut—. Amigos, si no parto ahora mismo, no tendré valor para separarme de vosotros. ¡Gracias, y hasta la vista!

Winnie, el mamut lanudo, se despidió, ondeó la trompa y caminó por el muelle. Poco después, había desaparecido en las bulliciosas calles de la ciudad. Tasslehoff permaneció de pie, diciéndole adiós con la mano, mucho después de que el mamut se perdiera de vista.

—Preguntemos cuándo parte hacia Port Balifor ese hermoso barco anclado al final de muelle —sugirió Woodrow en voz baja.

A la mención de un nuevo viaje por mar, la tristeza del kender se disipó con la misma prontitud con que lo había asaltado. Había una pasarela adosada al costado de la nave. Como no vieron a nadie en cubierta, los dos amigos subieron al barco. Mientras remontaban la pasarela, Woodrow reparó en una falúa que flotaba tras el velero, al que se hallaba amarrada. La barcaza estaba cargada con montones de productos agrícolas que empezaban a descomponerse.

Una vez a bordo, el kender se rezagó para explorar la nave, en tanto Woodrow conversaba con el sobrecargo, un tipo jorobado y gruñón que vestía unos pantalones negros manchados de salitre.

Con los brazos cruzados sobre el pecho —convencido de que así aparentaba más edad—, Woodrow cerró el trato con el sobrecargo, quien en principio se mostró reacio en llevar a un kender a bordo. El joven miraba en derredor en busca de Tasslehoff, cuando sus ojos enfocaron de forma casual el final del muelle. Allí, en medio de un grupo reducido de hombres, se hallaba un corcel poco común, pero muy familiar para el joven, y su fornido dueño. El hombre, que cojeaba un poco al andar, y su enorme montura azabache avanzaban por el muelle en dirección al barco.

¡El asesino de Gisella!

Woodrow se encogió sobre sí mismo y se ocultó tras el mástil, en tanto sus pupilas barrían la cubierta en un desesperado intento de dar con Tasslehoff. Masculló una maldición.

¿Dónde demonios se había metido ese kender?

Un interrogante cruzó la mente del joven de forma fugaz. ¿Cómo habría sobrevivido el asesino de la señorita Hornslager a la herida infligida, en las cercanías de la fortaleza de los gnomos? El cómo carecía de importancia; lo cierto es que lo había logrado porque no cabía error en la identificación del sujeto ni de su horrendo caballo. No obstante, a Woodrow se le planteaba un interrogante más peliagudo: ¿dónde estaba el maldito kender? Más aun: ¿cómo evitar que aquel brutal asesino los descubriera?

Woodrow divisó a Tas cuando emergía de forma inesperada por una escotilla próxima a la popa de la nave, con la boca abierta en una inminente exclamación. El joven se abalanzó sobre él y le tapó la boca; aprovechó el impulso, gateó entre un barril de agua y la batayola, y arrastró consigo al sorprendido kender a pesar de sus forcejeos.

—Lo siento, Tasslehoff, pero la situación es desesperada. El hombre que mató a la señorita Hornslager está a punto de embarcar. No podemos salir del barco sin que nos vea y no se me ocurre un escondrijo donde, tarde o temprano, no nos descubra.

La cólera agolpó la sangre en el rostro del kender y Woodrow apartó la mano con la que le cubría la boca, sorprendido por el mordisco que Tas le propinó.

—¡Dijiste que lo habías matado! —acusó al joven.

—Es lo que creí. No tengo mucha experiencia en esas cosas —replicó con cortedad, mientras se frotaba la palma magullada.

La furia de Tas remitió.

—No me esconderé. ¡Ese engendro de troll pagará por lo que le hizo a Gisella! —anunció con firmeza, mientras se debatía contra Woodrow a fin de ponerse de pie.

La temeridad del kender tan sólo incrementó el pavor del joven humano. Woodrow había visto a este extraño en pleno combate y sabía con certeza que un kender, por mucho arrojo que pusiera en ello, y un aprendiz de escudero como él mismo, no eran adversarios para semejante hombre.

El joven se asomó con cautela. Denzil hablaba con el sobrecargo y le entregaba una bolsa repleta de tintineantes monedas. Era obvio que reservaba pasaje para sí y para su monstruoso caballo.

El terror atenazó su corazón. Tas y él estaban imposibilitados de abandonar el barco sin ser vistos y tampoco podían permanecer en él porque finalmente los descubriría.

Entonces, el joven recordó la barcaza cargada con hortalizas medio podridas. Si la corriente no la había alejado mucho del punto donde la viera con anterioridad, la falúa flotaría a escasos metros de su escondrijo. Un montón de lechugas y zanahorias amortiguarían el aterrizaje.

—Lo siento, Tas, pero lo hago por tu propio bien.

Sin más preámbulos, con un brazo en torno a los hombros del forcejeante kender y con la otra mano sobre la boca, Woodrow saltó por la borda; rogaba no haber errado al suponer que los vegetales resultarían tan mullidos como aparentaban, y no aplastar al kender si caía él encima.

Woodrow aterrizó en la falúa con un chapoteo y soltó a Tas. Rodó de lado, se deslizó por una pila de desechos podridos y limosos, y chocó contra el costado de la barcaza. Quedó asqueado al comprender que el estado de descomposición de los desperdicios era mucho más avanzado de lo que había supuesto. Los rodeaban montones ingentes de lechugas podridas, tomates, zanahorias, carne, trapos y cosas aún peores.

Después de escupir repetidas veces y limpiarse los labios y la cara tan a fondo como le fue posible, el joven humano miró a su alrededor en busca del kender.

—¿Tasslehoff? ¿Estás bien? Contéstame, por favor —susurró con voz contenida, sin tragar saliva.

Por fin escuchó un gemido amortiguado. Hurgó entre la repugnante basura maloliente y dio con el kender que yacía sobre uno de los montones apilados contra el costado de la barcaza. En la frente le sobresalía un buen chichón. Woodrow lamentaba el percance sufrido por el kender, aunque, por otro lado, se alegraba de que su amigo estuviera inconsciente ya que en caso contrario habría organizado un gran escándalo.

El joven se hizo un ovillo entre la porquería y se centró en el plan a seguir. Sabía por la conversación mantenida con el sobrecargo que la nave levaría anclas tan pronto regresara la tripulación, cosa que ocurriría en cualquier momento. Si Tas y él pasaban desapercibidos, el barco partiría y los remolcaría. De ese modo vigilarían al hombre que mató a Gisella sin la preocupación de toparse con él por accidente. Puso manos a la obra y, tan rápido y silencioso como le fue posible, enterró a Tasslehoff y a sí mismo entre la basura.

Al cabo de media hora, la tripulación se había reincorporado a sus puestos; izaron las velas, levaron el ancla, y soltaron amarras.

El sol acababa de pasar el cénit cuando el barco se separó del muelle y enfiló a mar abierto; arrastraba la gabarra. Al primer indicio de movimiento, Woodrow sacó la cabeza de entre los desperdicios y divisó al malvado sujeto de pie en la popa de la nave. El joven se estremeció. La tensión y el miedo lo habían dejado exhausto y no pasó mucho tiempo antes de que se sumiera en un profundo sueño.

Una ola golpeó el costado de la barcaza y rompió encima del cargamento. Woodrow se despertó sobresaltado, medio asfixiado; tosía agua salada. Un sabor pútrido le impregnaba la boca y la nariz. El corazón le palpitó de forma acelerada hasta que recordó dónde se encontraba. La bóveda celeste lucía unas tonalidades naranja y blanco deslumbrantes; el astro rey asomaba por el horizonte en un gigantesco semicírculo. No se divisaba tierra en ninguna dirección.

Al volver la mirada hacia el barco, Woodrow sintió renacer el pánico.

Uno de los marineros se asomaba por la batayola con un hacha pequeña en las manos. Se escuchó un golpe seco y la afilada hoja cercenó el cabo que unía la falúa al barco. La barcaza perdió velocidad poco a poco y se quedó atrás. La silueta del hermoso velero de doble arboladura se deslizó con suavidad rumbo a Port Balifor en tanto que la gabarra se detenía, mecida con suavidad por las olas.

* * *

—¡Por última vez, Woodrow, no estoy enfadado! —bramó Tas.

Los ánimos estaban muy encrespados en la barcaza de desperdicios. El kender había despejado de basura un espacio reducido de la falúa y lo había aclarado lo mejor posible con el agua de mar que recogía con las manos.

—Al menos me hubieras avisado antes de tirarme de cabeza a este basurero. —El kender se tocó con sumo cuidado el prominente chichón que sobresalía justo entre las cejas—. Apuesto a que parece un tercer ojo.

—Apenas es apreciable —lo consoló Woodrow, estupefacto en su fuero interno por el tamaño de la contusión.

—¡Inapreciable! ¡Si hasta yo mismo me lo veo sin necesidad de mirarme a un espejo!

Para demostrar su aserto, el kender bizqueó y miró hacia arriba, lo que le confirió la apariencia de un demente. Los dos amigos rompieron a reír con unas carcajadas histéricas y ridículas que perdieron fuerza entre hipidos y ahogos hasta remitir por completo.

La barcaza se sumió en un silencio tenso, forzado. Ni tan siquiera el más leve soplo de brisa rozaba el cargamento de basura fermentada, putrefacta y maloliente. El sol de mediodía caía a plomo; la quietud del mar era tal que semejaba una tina de baño.

—Tengo hambre —dijo por último Tas, con la mano sobre el rugiente estómago; recordaba con nostalgia los panecillos dulces que comieron en el muelle.

El rostro juvenil de Woodrow se torció en una mueca de desagrado.

—¿Cómo piensas en comer con este hedor?

—Porque siempre como cuando me aburro, ¿vale? —replicó Tas a la defensiva.

—No hace tanto que estamos aquí.

—¿Cuánto tiempo consideras que es «tanto»? —inquirió Tas interesado de verdad. Un súbito recuerdo lo hizo sonreír con ternura—. En cambio, durante el naufragio del «Préstamo» no me aburrí. Las cosas se zarandeaban de un lado a otro por la cubierta, los gullys se comportaban como... bueno, como gullys, y la carreta se cayó por la borda con Gisella dentro...

La emoción empañó los ojos del kender al rememorar a la compañera caída en la lucha. El recuerdo de su sacrificio se mantenía fresco en la memoria de Tas.

—¿Te acuerdas cuando creímos que se había ahogado? ¡Y luego resultó que se encontraba a salvo y en plena forma! —agregó Woodrow, simulando un tono de voz animado e ingenioso.

—¡Qué pena! —dijo el kender apesadumbrado.

—También la echo de menos, Tasslehoff.

—Juré regresar a Kendermore por Gisella, para completar su cometido, y también para rescatar a tío Saltatrampas. ¡Cumpliré mi palabra! —declaró, firme la mandíbula y con un destello fiero en las pupilas.

—Lo lograremos, sea como sea —prometió el joven, con la mirada fija en el vasto horizonte.

Unas gaviotas se cernieron sobre la barcaza y el aire se llenó de sus característicos chillidos. Tas alzó la nariz y olfateó.

—Aquí hay algo que huele como la cera de muebles que utiliza mi madre. O tal vez al caldo que prepara. —Se encogió de hombros—. Quién sabe. Quizá fueran la misma cosa.

Woodrow alzó el pico mugriento de un trozo de cuero.

—En cualquier caso, ¿qué causaría un hedor tan desagradable?

—Ni idea. Pero si diésemos con ello, lo arrojaríamos por la borda.

Woodrow cogió un pedazo de madera de apariencia sólida, con el que removió los desperdicios. Tras revisar varios montones, una bocanada pestilente los hizo retroceder y llevarse la mano a la nariz.

—Nos acercamos —advirtió Tas.

De mala gana, el joven empujó con el trozo de madera un par de veces más, y dejó al descubierto la carcasa grisácea y picuda de un oso lechuza en avanzado estado de descomposición. Tanto Woodrow como Tasslehoff corrieron al rincón más apartado de la falúa y sacaron las cabezas por encima de la regala.

—Hay que deshacerse de esa cosa repugnante, Tas —dijo el joven humano, mientras respiraba a boqueadas.

—No estoy de acuerdo. Atraería a los tiburones.

—¿Los tiburones se
lo
comerían?

—Sin duda. Devoran cualquier cosa, viva o muerta; sobre todo, viva, como por ejemplo kenders y humanos. Son enormes, capaces de hacer astillas un bote si en él hay algo comestible; que como he dicho, incluye
todo.

—No estamos en mitad del océano, sino en la bahía de Balifor y, por consiguiente, a salvo de esos monstruos insaciables —objetó Woodrow.

El kender se dejó caer en el fondo de la barcaza y respiró hondo.

—La llaman bahía, pero en realidad se une de forma directa con el océano. Las embarcaciones que navegan por él, entran y salen de modo constante de Port Balifor. En definitiva, estamos más seguros con un oso lechuza muerto, que con un tiburón vivo.

Falto de palabras, el joven se sentó a su lado. En el bochorno carente de brisa, el hedor se cernía sobre la falúa como una mortaja. Los dos amigos, sentados codo con codo, inmóviles, sumidos en el silencio, contemplaron la repulsiva carcasa del oso lechuza y desearon para sus adentros hallarse en cualquier otro lugar.

Muy pronto, el tedio dominó una vez más al kender, que recorrió con mirada ausente el entorno; entonces divisó un punto en el horizonte que crecía de manera gradual.

—¿Qué es aquello, tierra? —preguntó por último, en tanto apuntaba con el dedo a fin de que el humano lo localizara.

Woodrow estrechó los ojos y oteó en la dirección señalada por su amigo.

—Imposible. Nuestro bote permanece inmóvil y, sin embargo, esa cosa aumenta de tamaño.

—¡Es un barco! —gritó Tas de pronto.

Sus agudos ojos kenders habían captado un leve movimiento. Remos, dedujo, por la cadencia rítmica y constante. Sin pensarlo dos veces, Tas brincó y agitó los brazos al tiempo que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

Woodrow le sujetó los brazos.

—Tal vez lamentemos descubrir quiénes tripulan esa nave.

El kender lo miró como si el humano hubiese perdido la razón.

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