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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (22 page)

BOOK: El país de los Kenders
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La túnica es un poco grande para mí; claro que, también los enanos lo son, sobre todo a lo ancho. No me encuentro cómodo con pantalones —dijo, mientras tiraba de la prenda—, pero mis calzas estaban tan sucias que desprendían nubes de polvo cada vez que daba un paso. Las lavé en la palangana y las puse a secar. Lo que me gusta de los pantalones son sus bolsillos, tan espaciosos —añadió, al tiempo que metía dentro las manos para demostrar su aserto.

Las finas cejas del kender se arquearon en un súbito gesto de sorpresa y acto seguido extrajo un candelabro de plata, un jarrón de fino cristal, una pastilla de jabón, y un cepillo para el cabello hecho de cerdas de jabalí.

—El que usó estos pantalones llevaba un montón de cosas en los bolsillos —dijo con absoluta seriedad.

Al examinar los objetos con más detenimiento, su expresión se tornó suspicaz.

—He visto utensilios exactamente iguales a estos en las habitaciones que he visitado... El barón Krakold debería ser más selectivo con la gente que invita a su casa. Alguien podría haberse llevado todo esto si no me hubiese puesto los pantalones. Lo guardaré a buen recaudo hasta que se lo diga al barón.

Y, sin más, metió todo en los bolsillos y se encaminó hacia la puerta.

—Quizá sería mejor que dejaras todas esas cosas aquí, no vaya a ser que el barón imagine que las cogiste tú —sugirió Woodrow—. Después de todo, acaba de conocerte.

Las cejas del kender se arquearon una vez más.

—Sí, supongo que tienes razón.

Casi de mala gana, Tas sacó las cosas de los bolsillos; sus dedos se demoraron unos segundos al tocar el brillante jarrón antes de dejarlo junto a los demás objetos sobre una mesita cercana a la puerta.

Con un profundo suspiro de alivio, Woodrow salió del cuarto y se dirigió a la escalera. También él había encontrado en su dormitorio una túnica blanca y limpia, las mangas un tanto cortas (debían haberla confeccionado para un enano de una estatura excepcional), así como un par de calzas negras, también algo cortas.

Encontraron al barón al pie de la escalera. Se había vestido de etiqueta para la cena con una rígida túnica azul, un fajín rojo, y unas calzas también rojas, todo ello profusamente adornado con ribetes amarillos y galones dorados.

Poco después apareció Gisella en lo alto de la escalera, quien hizo una momentánea y deliberada pausa antes de descender los peldaños entre un remolino vaporoso de faldas. La exuberante melena pelirroja le caía en cascada por la espalda y sus mejillas aparecían algo arreboladas. El corpiño del vestido, color azul zafiro, era en exceso escotado, y ella era muy consciente de tal circunstancia.

Los presentes aún contemplaban embobados su entrada en escena, cuando la enana se arrojó en los brazos del pasmado barón, lo abrazó y apretó la ruborizada y barbuda faz contra sus amplios senos. Luego le hizo levantar la cabeza y le estampó un beso en los labios.

—Jovencita, yo... —bramó el barón.

—¡Gracias! ¡Eres un hombre maravilloso! —dijo con voz arrullante, en tanto él se apartaba farfullando entre dientes y carraspeando—. ¡El baño fue una verdadera delicia! ¿Cómo sabías que es mi mayor debilidad?

Al advertir que su anfitrión se limpiaba el carmín dejado con su beso, se adelantó y con un pañuelo de seda que humedeció con saliva comenzó a frotarle los labios.

—¡Oh, qué traviesa e impulsiva soy! ¡Me detesto, de veras! —exclamó con un mohín de fingido disgusto.

Un sonoro carraspeo procedente de la base de la escalera puso fin de forma abrupta a la representación de Gisella. Todos se dieron media vuelta; el barón soltó un respingo y se le demudó el semblante. Apartó con gesto brusco las manos de Gisella y se acercó presuroso a una rotunda, achaparrada, barbuda y taciturna enana que lucía un austero vestido pardo de cuello alto.

—¡Hortensia, querida mía! —dijo el barón con voz estridente—. ¡Me alegro de que estés aquí!

El hombre trató de asirla por el codo, pero ella lo mantuvo prieto contra el costado y, con el ceño fruncido, miró a Gisella de arriba abajo.

—Sí, ya veo que te alegras —remarcó con intención.

—Te presentaré a nuestros invitados —dijo él con exagerado entusiasmo—. Amigos, ésta es mi esposa, la baronesa Hortensia Krakold.

Iba a presentarle a Woodrow, pero el kender se adelantó un paso y se interpuso entre ellos.

—Tasslehoff Burrfoot, a su servicio —dijo, en tanto le tendía la pequeña mano—. Su casa es muy bonita, aunque mejoraría mucho si le quitaran algunas paredes. ¿Ha pasado alguna vez por Kendermore? Por cierto, alguien ha estado... ¡ay! ¿Qué te ocurre, Woodrow? ¡Vale, vale, te presentaré! —con el ceño fruncido, Tas se volvió hacia la baronesa—. Éste es mi buen amigo, Woodrow... Lo siento, pero no sé tu apellido.

—Ath-Banard —farfulló el joven y alargó con gesto tímido la mano, pero la baronesa no le hizo caso.

Gisella, que estaba tras ellos, carraspeó y los empujó para abrirse paso.

—Oh, sí, ella es... —comenzó Tas.

—Soy Gisella Hornslager —se presentó a sí misma, con la vista clavada en la baronesa.

Sólo había dos cosas que le gustaban más que una pugna de ingenio y voluntad: ganar dinero y un buen revolcón en el heno. Puesto que los negocios caían en picado por la cloaca y el apetecible barón había resultado ser un pusilánime calzonazos, canalizaría toda su energía en mantener una buena pelea de gatas con la baronesa. Era evidente que la matrona fea y vieja, de cara avinagrada, era quien llevaba los pantalones en la casa, se dijo Gisella. Frotándose las manos con regocijo, permaneció rezagada tras el grupo cuando todos siguieron al barón al comedor.

La velada transcurrió en un ambiente bastante tenso que incomodó a todos los comensales, salvo a Gisella. Las dos mujeres no cesaron de lanzarse dardos en la mesa del comedor, en la mesa de juego, y, por último, en la sala de estar. El barón se removía como si tuviera azogue en el cuerpo.

—¿Me dirá en qué tienda compra sus vestidos, baronesa? —dijo efusiva Gisella, mientras se metía en la boca un trozo de tarta de fresas. Luego, agregó con una sonrisa:— ¡Es tan molesto que los hombres te lancen siempre miradas lascivas! De cualquier modo, imagino que con vestidos sosos, de colores pardos y con cuellos altos como los suyos, lo evitaría, aunque estoy segura de que ni aun así pasarían desapercibidos mis notorios atributos.

La baronesa frunció los labios e hizo sonar una campanilla para que acudiera un sirviente.

—Traed más tarta de fresas para nuestros invitados —ordenó al estirado mayordomo. Luego, se volvió hacia Gisella—. Ya que hablamos de fresas, ¿se tiñe el pelo con ese color tan poco corriente para taparse las canas o simplemente para llamar la atención?

Tasslehoff, impaciente y aburrido de escuchar aquel tira y afloja, trató en diferentes ocasiones de variar el rumbo de la conversación sin ningún resultado. No entendía a estas dos mujeres. Se sonreían y se trataban con cortesía, pero tenía la impresión de que en el fondo no sentían mucho aprecio la una por la otra. Cuando por fin el barón sugirió que deberían retirarse a descansar, descubrieron que el kender se había quedado dormido frente a la chimenea.

12

—¡Aug! ¡No hay modo de encontrar una postura cómoda en este maldito animal esmirriado! —protestó Phineas.

El hombre se enderezó sobre los estribos y se frotó la espalda dolorida. Su altura sobrepasaba al menos en ochenta centímetros la del peludo poni. Saltatrampas rió.

—¿Todavía temes que trame alguna jugarreta? Me ofrezco gustoso como mediador en vuestra pugna —se mofó.

Phineas le lanzó una mirada asesina y el kender soltó otra carcajada.

—No estaría de más que te dejaras de bromas —clamó el humano—. Cuando lleguemos a nuestro destino, si es que llegamos, estaré lisiado.

—Perdona si me río, Phineas, pero es inevitable. La cosa tiene gracia. Tendrías que verte. ¡Caray! Eres dos veces más alto que ese poni, al que, lo más probable, le ha de gustar esta cabalgada tanto como a ti. Por otro lado, dijiste que no era la primera vez que montabas.

—Así es. He montado a caballo en infinidad de ocasiones, pero esta bestia debe de ser pariente cercano de una vieja bruja. Además, el que fabricó esta silla de montar no metió del todo los clavos.

Saltatrampas se desternilló de risa al escuchar este último comentario.

—¡Los clavos! ¡Oh, qué divertido! Ojalá te hubiese conocido hace años. No habría renunciado a mis viajes de contar con un compañero de camino con tu sentido del humor.

Phineas se sentó otra vez en la silla con toda clase de precauciones, aunque torció el gesto en una mueca de dolor. Con los pies en los estribos, las rodillas le llegaban a la altura de los codos, pero si los quitaba, los pies le arrastraban por el suelo. «Al menos, si tengo las piernas en alto, me es más fácil frotarme las pantorrillas», se dijo para sí.

—¿Falta mucho? —preguntó quejoso.

—No demasiado. Una hora de camino, más o menos. Llegaremos al anochecer.

—Estupendo. Dirige la marcha y guárdate las risas —gruñó con los dientes apretados.

—El camino se acortará con un relato —propuso Saltatrampas—. Te contaré mi expedición a Hylo y te animarás. Fue por el año 317... ¿o en el 307? Ocurrió en el año en que hubo una plaga de mosquitos en el Bosque Oscuro; había tantos que no podías respirar sin que te entraran por la nariz por lo menos un par de docenas. Nos cubrimos la cabeza con sacos de gasa para cruzar la linde del bosque. Por supuesto, el único sitio donde se podía conseguir una gasa lo bastante buena era en el pueblo elfo y éstos vivían en la floresta. Como ninguno de nosotros sabíamos hablar su lengua, contratamos a un intérprete antes de ponernos en camino. Aquel tipo que contratamos era...

—Perdona, Saltatrampas, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Hylo? —inquirió el humano, a quien la historia, en realidad, le importaba poco.

—Pretendo establecer en qué año ocurrieron los hechos. Una cronología puntual y exacta es muy importante en una historia como la que relataré. Y si no te interesa saber en qué año sucedió, olvidaré el asunto. Después de todo, la sé de memoria y si la cuento, es por ti.

Phineas suspiró resignado. No había modo de soslayar el tema. Estaba ligado a Saltatrampas hasta que encontraran a Damaris y la llevaran de regreso a Kendermore. ¿Acaso escuchar las trolas del kender, todas con el mismo argumento e idéntica moraleja, era un precio demasiado alto a cambio de las riquezas que obtendría como recompensa? Seguro que no.

—Por favor, prosigue —pidió al kender mientras esbozaba una sonrisa desganada y advertía que las palabras se resistían a salir de su boca.

Mientras Saltatrampas retomaba el hilo de su historia, la mente del humano volaba hacia las Ruinas y lo que encontrarían en ellas. Enseguida, la voz del kender quedó relegada, junto con otras molestias y dolores que lo afligían, en un rincón apartado de su cerebro.

El sol se había escondido tras las copas de los árboles cuando los dos viajeros alcanzaron por fin las inmediaciones de las Ruinas. Los árboles proyectaban sombras alargadas sobre las columnas derrumbadas y las paredes que aún se mantenían en pie. Los bloques de piedra blanquecina se extendían en la distancia hasta perderse de vista en la mortecina luz del crepúsculo.

—No esperaba que fuera tan... extenso —murmuró Phineas.

El humano había imaginado un lugar de tamaño acorde con las cosas kenders: pequeño, caótico, y destrozado con esmero. En cambio, las Ruinas era un asentamiento de una amplitud y una simetría sorprendentes.

Saltatrampas desmontó del poni justo en la linde del área.

—Acamparemos aquí esta noche. Mañana buscaremos a Damaris.

—¿Por qué no hacemos algunas pesquisas ahora?

—Apenas se ve. Esta zona es bastante segura a la luz del día, pero no vagaría por ella en la oscuridad. Nunca se sabe dónde puede uno caer o lo que te puede caer encima. Y, lo que es peor, qué puedes encontrar merodeando por ahí.

Eso suena muy «tranquilizador», pensó Phineas, aunque procuró no hacer patente su inquietud.

—¿Qué era este lugar antes de convertirse en unas ruinas?

—Esa sí que es una historia interesante —comentó el kender, en tanto recogía palos para la hoguera—. Ocho historias interesantes, para ser exactos. El pasado de este asentamiento difiere según con quién hables. Algunos dicen que lo construyeron los elfos como lugar de descanso para sus muertos. Otros afirman que surgió de la tierra como consecuencia del Cataclismo. También he hablado con gente que asegura...

—Para abreviar lo que tiene visos de ser una larga historia —interrumpió el humano—, nadie sabe con certeza qué fueron en su día estas ruinas.

—Sí, eso lo resume, más o menos. No obstante, deducción más acertada es que en su momento fue una ciudad de cierta importancia.

Con esto, el kender dejó caer con descuido la carga de leña que portaba en los brazos.

—Encenderé el fuego —ofreció Phineas, que se sentía incómodo y fuera de lugar.

Saltatrampas le tendió el yesquero y el humano lo acercó a un montón de encendaja seca apropiada para que prendiera la chispa.

El kender tomó unos paquetes envueltos en papel de la mochila cargada en su poni. Se arrodilló y abrió con todo cuidado el más grande. Con aire orgulloso, exhibió dos conejos asados. Luego los deshuesó y echó la tierna carne en un cazo de hierro; de otro paquete sacó zanahorias y patatas que añadió a la olla, echó agua del odre, y lo puso a cocer sobre el fuego preparado por Phineas.

Cosa excepcional, Saltatrampas no se lanzó a contar una historia. Por el contrario, los dos viajeros dieron cuenta del guisado en completo silencio y se echaron a dormir junto a la hoguera.

Phineas pasó toda la noche inquieto; se revolvía y daba vueltas, asaltado en sus sueños por los aleteos de unas criaturas peludas.

13

Tasslehoff despertó en casa del barón arrullado por las melódicas notas de una tuba que subían de la calle y se colaban por la ventana abierta. ¡Las Fiestas de Octubre! Se incorporó de un salto y abandonó la cama de plumas, un poco blanda para su gusto. Cogió sus calzas azules y las tocó para comprobar si se habían secado. Quedaban algunas zonas húmedas, pero el kender resolvió que no tardarían mucho en secarse con el calor de la piel; por consiguiente, se las puso en tanto exhalaba un suspiro de satisfacción. A decir verdad, no se sentía cómodo sin ellas. El resto de sus ropas, que había colgado para que se airearan durante la noche, lucían mejor, y se vistió regocijado. Por último, se ajustó el cinto, se colgó la mochila, tomó la jupak, y se encaminó hacia la puerta del cuarto.

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