Una vez que había meditado sobre las noticias del día, solía pasar un rato paseando por el parque, explorando zonas que no había visitado antes. Me gustaba la paradoja de vivir en un mundo natural hecho por el hombre. Era la naturaleza realzada, por así decirlo, y ofrecía una variedad de lugares y terrenos que la naturaleza rara vez da en un área tan reducida. Había montículos y prados, roquedales y junglas de follaje, suaves pastos y redes de cuevas. Me gustaba deambular entre los diferentes sectores porque me permitía imaginar que recorría grandes distancias, aun permaneciendo dentro de los límites de mi mundo en miniatura. Además estaba el zoo, naturalmente, en la parte más baja del parque, y el estanque donde la gente alquilaba pequeñas barcas de recreo, y la represa, y el terreno de juegos para los niños. Pasaba mucho tiempo sencillamente observando a la gente: estudiando sus gestos y sus andares, inventándome la historia de sus vidas, tratando de abandonarme por completo a lo que veía. A menudo, cuando mi mente se quedaba en blanco, me encontraba cayendo en juegos aburridos y obsesivos. Contar las personas que pasaban por un sitio determinado, por ejemplo, o catalogar las caras según los animales a los que se parecían, cerdos, caballos, roedores, pájaros, caracoles, marsupiales, gatos. De vez en cuando anotaba algunas de estas observaciones en mi cuaderno, pero en general tenía poca inclinación a escribir, ya que no quería apartarme seriamente de mi entorno. Comprendía que ya había pasado demasiado tiempo de mi vida viviendo a través de las palabras, y si quería que esta etapa tuviera algún sentido para mí, tendría que vivirla lo más plenamente posible, rehuyendo todo lo que no fuera el aquí y ahora, lo tangible, el vasto entramado sensorial que pesaba sobre mi piel.
También encontraba peligros allí, pero nada verdaderamente calamitoso, nada de lo que no consiguiera escapar. Una mañana, un viejo se sentó en un banco a mi lado, me alargó la mano y se presentó como Frank.
—Puedes llamarme Bob si quieres —me dijo—, no me molesta. Con tal de que no me llames Bill, nos llevaremos bien.
Luego, casi sin hacer una pausa, se lanzó a contarme una complicada historia relacionada con el juego, hablando largamente de una apuesta de mil dólares que había hecho en 1936 en la que estaban implicados un caballo que se llamaba Cigarrillo, un gángster que se llamaba Duke y un jockey llamado Tex. Perdí el hilo en la tercera frase, pero había algo grato en escuchar aquel cuento disperso y precipitado, y como el hombre parecía totalmente inofensivo, no me molesté en marcharme. A los diez minutos de monólogo, sin embargo, se levantó de un salto y me quitó repentinamente el estuche del clarinete que yo tenía sobre el regazo. Echó a correr por el camino de asfalto como un corredor inválido, arrastrando los pies de un modo patético y agitando brazos y piernas desordenadamente en todas direcciones. No me fue difícil darle alcance. Cuando lo hice, le agarré bruscamente por un brazo desde atrás, le di la vuelta y le arranqué de las manos el estuche del clarinete. Parecía sorprendido de que me hubiese tomado la molestia de ir tras él.
—Esta no es manera de tratar a un viejo —dijo, sin demostrar el menor remordimiento por lo que había hecho.
Sentí un fuerte impulso de darle un puñetazo en la cara, pero vi que temblaba violentamente de miedo y me contuve. Justo cuando estaba a punto de darme la vuelta, me lanzó una atemorizada mirada de desprecio y luego arrojó un gran escupitajo en dirección a mí. La mitad se le escurrió por la barbilla, pero la otra mitad me dio en la camisa a la altura del pecho. Aparté los ojos de él por un momento para examinar el daño y aprovechó esa fracción de segundo para alejarse, mirando por encima del hombro para ver si le seguía. Pensé que ahí se había acabado el incidente, pero cuando hubo puesto una distancia segura entre nosotros, se detuvo, se volvió y se puso a amenazarme con el puño, aporreando el aire con indignación.
—Jodido comunista! —gritó—. Jodido agitador comunista! ¡Vuélvete a Rusia, que es donde deberías estar!
Estaba provocándome para que fuera por él, evidentemente con la esperanza de mantener viva nuestra aventura, pero no caí en la trampa. Sin decir una palabra más, giré sobre mis talones y le dejé allí.
Fue un episodio trivial, naturalmente, pero otros tuvieron un cariz más amenazador. Una noche me persiguió una pandilla de chavales por Sheep’s Meadow y lo único que me salvó fue que uno de ellos se cayó y se torció un tobillo. Otra vez, un borracho belicoso me amenazó con una botella de cerveza rota. En esas dos ocasiones escapé por un pelo, pero el momento más terrorífico se produjo una noche nublada hacia el final, cuando accidentalmente tropecé con un arbusto en el que había tres personas haciendo el amor, dos hombres y una mujer. Era difícil ver bien, pero mi impresión fue que los tres estaban desnudos y, por el tono de sus voces al descubrir que yo estaba allí, deduje que también estaban borrachos. Una rama se quebró bajo mi pie izquierdo y entonces oí una voz de mujer, seguida de un repentino ruido de hojas.
—Jack —dijo—, hay un cerdo espiándonos por aquí.
En vez de una voz, respondieron dos, ambas gruñendo de hostilidad, cargadas de una violencia que raras veces habla oído. Luego una figura borrosa se levantó y me apuntó con lo que parecía una pistola.
—Una sola palabra, gilipollas —dijo el hombre—, y te la tragas seis veces.
Supuse que se refería al número de balas de la pistola. No sé si el miedo distorsionó lo sucedido, pero creo que en ese momento oí un clic, el sonido del percutor al encajar en su sitio. Antes de que me diera cuenta de lo asustado que estaba, salí corriendo. Di media vuelta y corrí. Si los pulmones no me hubieran fallado finalmente, es probable que hubiera seguido corriendo hasta el amanecer.
Es imposible saber cuánto tiempo habría aguantado. Suponiendo que nadie me hubiera matado, creo que podría haber durado hasta el comienzo del frío. Aparte de unos pocos incidentes inesperados, parecía tener todo bastante bien controlado. Gastaba mi dinero con extremado cuidado, nunca más de un dólar o dólar y medio al día, y eso habría retrasado el momento decisivo durante algún tiempo. Incluso cuando mi capital se acercaba peligrosamente al fondo, siempre surgía algo en el último instante: encontraba dinero en el suelo o aparecía un desconocido que realizaba uno de esos milagros que ya he mencionado. No comía bien, pero creo que nunca pasé un día entero sin echarme al estómago por lo menos un bocado o dos. Es cierto que al final estaba alarmantemente delgado, sólo 53 kilos, pero la mayor pérdida de peso se produjo en los últimos días que pasé en el parque. Fue debido a que cogí una enfermedad —una gripe, un virus, Dios sabe qué— y desde entonces no comí nada en absoluto. Estaba demasiado débil y cada vez que trataba de meterme algo en la boca, lo devolvía inmediatamente. Si mis dos amigos no me hubieran encontrado cuando lo hicieron, creo que no cabe duda de que me habría muerto. Había agotado mis reservas y ya no tenía nada con que defenderme.
El tiempo había estado de mi parte desde el principio, hasta tal punto que había dejado de pensar que pudiera ser un problema. Casi cada día era una repetición del anterior: hermosos cielos de fines de verano, ardientes soles abrasando la tierra y luego el aire transformado en la frescura de las noches llenas de grillos. Durante las dos primeras semanas apenas llovió, y cuando llovía, nunca pasaba de una ligera llovizna. Empecé a forzar mi suerte, durmiendo más o menos al raso, acostumbrado ya a creer que estaría a salvo en cualquier parte. Una noche, cuando estaba soñando sobre el césped, totalmente expuesto a los cielos, acabó pillándome un diluvio. Fue una de esas lluvias cataclísmicas: el cielo se abrió repentinamente en dos y el agua empezó a caer a cántaros, con una prodigiosa furia de sonido. Estaba empapado antes de despertarme, con todo el cuerpo acribillado, y las gotas rebotaban sobre mí como perdigones. Eché a correr en la oscuridad, buscando frenéticamente un sitio donde cobijarme, pero tardé varios minutos en encontrar abrigo bajo un saliente de rocas graníticas y para entonces ya casi daba igual dónde estuviera. Estaba tan mojado como si hubiera cruzado el océano a nado.
La lluvia continuó hasta el alba; a ratos disminuía hasta convertirse en llovizna, otras veces estallaba con monumental estruendo, batallones de perros y gatos en contienda, pura ira cayendo de las nubes. Estas erupciones eran imprevisibles y no quería correr el riesgo de que me cogiera una de ellas. Me quedé clavado en mi diminuto refugio, de pie, como un estúpido, con las botas llenas de agua, los vaqueros pegados al cuerpo, la chaqueta de cuero reluciente. Mi mochila había sufrido la misma mojadura que todo lo demás, lo cual significaba que no tenía nada seco que ponerme. No podía hacer otra cosa que esperar a que pasara, tiritando en la oscuridad como un bobo abandonado. Durante una hora o dos me esforcé por no compadecerme de mí mismo, pero luego renuncié y me entregué a una orgía de gritos y maldiciones, poniendo todas mis energías en los más viles improperios que se me ocurrían: repugnantes ristras de injurias, infames y retorcidos insultos, altisonantes exhortaciones contra Dios y la patria. Al cabo de un rato me había excitado hasta tal punto que sollozaba entre las palabras, vociferando e hipando literalmente al mismo tiempo, a pesar de lo cual lograba frases tan ingeniosas y prolijas que habrían dejado impresionado incluso a un degollador turco. Esto duró una media hora. Luego estaba tan agotado que me quedé dormido allí mismo, de pie. Estuve adormilado varios minutos, hasta que me despertó un nuevo aguacero. Quise reanudar el ataque, pero estaba ya demasiado cansado y ronco para gritar. El resto de la noche lo pasé allí en trance de autocompasión, esperando a que amaneciera.
A las seis de la mañana me fui a una casa de comidas y pedí un cuenco de sopa. Creo que era una sopa de verduras, con grasientos pedazos de apio y zanahorias nadando en un caldo amarillento. Me calentó hasta cierto punto, pero con la ropa mojada aún adherida a mi piel, la humedad me calaba demasiado profundamente para que la sopa tuviera un efecto duradero. Bajé a los lavabos y me sequé la cabeza bajo el chorro de aire del secador eléctrico. Descubrí con horror que las ráfagas de aire caliente me habían dejado el pelo convertido en una ridícula e hinchada maraña que me hacía parecer una gárgola, una disparatada figura del campanario de una catedral gótica. En mi desesperación por arreglar ese desaguisado, puse impulsivamente en la maquinilla de afeitar una hoja nueva, la última que había en mi mochila, y empecé a dar tajos a mis rizos serpentinos. Cuando terminé tenía el pelo tan corto que apenas me reconocía. Esto acentuaba mi delgadez hasta un extremo casi aterrador. Las orejas prominentes, la nuez abultada, la cabeza no mayor que la de un niño. Estoy empezando a encogerme, pensé, y de pronto me oí hablándole en voz alta a la cara del espejo.
—No te asustes —dijo mi voz—. A nadie se le permite morir más de una vez. La comedia acabará pronto y no tendrás que volver a representarla nunca.
Esa mañana pasé un par de horas en la sala de lectura de la biblioteca pública, confiando en que el calor que hacía allí dentro contribuyera a secarme la ropa. Desgraciadamente, cuando empezó a secarse de verdad también empezó a oler. Era como si todos los pliegues y arrugas de las prendas hubiesen decidido de repente contarle sus secretos al mundo. Esto nunca me había sucedido antes y me horrorizó descubrir que un olor tan nocivo pudiera venir de mi persona. La mezcla de sudor rancio y agua de lluvia debía de haber producido alguna extraña reacción química, y a medida que la ropa se iba secando, el olor se volvía más desagradable y más intenso. Llegó un momento en que me noté hasta el olor de los pies, un hedor espantoso que traspasaba el cuero de las botas, invadiendo mi nariz como una nube de gas venenoso. No me parecía posible que aquello me estuviera ocurriendo a mi. Seguí hojeando las páginas de la
Encyclopaedia Britannica
, con la esperanza de que nadie lo notara, pero estos ruegos no fueron escuchados. Un anciano sentado frente a mí alzó la cabeza de su periódico y comenzó a olfatear el aire, luego me miró, con cara de asco. Por un momento estuve tentado de levantarme de un salto y reprenderle por su grosería, pero comprendí que me faltaba la energía necesaria. Antes de darle la oportunidad de decir nada, me puse en pie y me fui. Fuera hacía un tiempo triste: un día desapacible y plomizo, todo neblina y desesperanza. Noté que me iba quedando gradualmente sin ideas. Una extraña debilidad había invadido mis huesos y lo más que conseguía hacer era no dar traspiés. Me compré un bocadillo en una tienda cerca del Colisseum, pero luego me costó mantener el interés por él. Después de varios bocados, lo envolví otra vez y me lo guardé en la mochila para más tarde. Me dolía la garganta y había empezado a sudar. Crucé la calle en Columbus Circle, entré de nuevo en el parque y me puse a buscar un sitio donde tumbarme. Nunca había dormido durante el día y todos mis habituales escondites me parecieron de pronto precarios, expuestos, inútiles sin la protección de la noche. Seguí andando en dirección norte, confiando en encontrar algo antes de desmayarme. La fiebre continuaba subiendo y el agotamiento parecía estar comiéndoseme porciones del cerebro. No había casi nadie en el parque. Justo cuando me preguntaba por qué, comenzó a chispear. Si no me hubiese dolido tanto la garganta, probablemente me habría reído. Entonces, brusca, violentamente, empecé a vomitar. Un chorro de pedacitos de sopa de verduras y bocadillo salió disparado de mi boca, salpicando en el suelo delante de mí. Me agarré las rodillas y me quedé mirando fijamente la hierba, esperando que pasara el espasmo. Esto es la soledad humana, me dije. Esto es lo que significa no tener a nadie. Sin embargo, ya no estaba iracundo y pensé esas palabras con una especie de franqueza brutal, de absoluta objetividad. Al cabo de dos o tres minutos todo el episodio me parecía algo que había ocurrido hacia meses. Seguí adelante, ya que no quería abandonar la búsqueda. Si hubiese aparecido alguien en aquel momento, probablemente le habría pedido que me llevara a un hospital. Pero no apareció nadie. No sé cuánto tiempo tardé en llegar, pero al final encontré un grupo de rocas grandes rodeadas de árboles y de follaje muy crecido. Las rocas formaban una cueva natural y, sin pararme a pensar más en el asunto, me metí a gatas en este hueco poco profundo, atraje hacia mi algunas ramas sueltas para tapar la entrada y me dormí enseguida.