No sé cuánto tiempo pasé allí. Dos o tres días, creo, pero ahora poco importa. Cuando Zimmer y Kitty me lo preguntaron, les dije que tres, pero sólo porque tres es un número literario, el mismo número de días que Jonás pasó en el vientre de la ballena. La mayor parte del tiempo estaba casi inconsciente, e incluso cuando parecía estar despierto, estaba tan absorto en las tribulaciones de mi cuerpo que perdía el sentido de dónde me encontraba. Recuerdo largos ataques de vómitos, frenéticos ratos en que mi cuerpo no paraba de temblar, períodos en los que el único sonido que ola era el entrechocar de mis dientes. La fiebre debía de ser bastante alta y traía consigo sueños feroces, interminables visiones mutantes que parecían salir directamente de mi ardiente piel. Nada conservaba su forma dentro de mí. Recuerdo que una vez vi delante de mí el letrero del Moon Palace (Palacio de la Luna), más vívido de lo que había sido nunca en la realidad. Las letras de neón azul y rosa eran tan grandes que llenaban todo el cielo con su brillo. Luego, de repente, las letras desaparecieron y sólo quedaron las dos
oes
de la palabra
Moon
. Me vi colgando de una de ellas, luchando por mantenerme agarrado, como un acróbata que ha fallado en un número peligroso. Luego me deslizaba alrededor de ella como un gusano diminuto y después ya no estaba allí. Las dos
oes
se habían convertido en ojos, gigantescos ojos humanos que me miraban con desdén e impaciencia. Siguieron mirándome fijamente, y al cabo de un rato me convencí de que eran los ojos de Dios.
El sol apareció el último día. No recuerdo haberlo hecho, pero en algún momento debí de arrastrarme fuera de la cueva y tumbarme en la hierba. Mi mente estaba tan confusa que imaginé que el calor del sol podía evaporar mi fiebre, literalmente succionar la enfermedad de mis huesos. Recuerdo que pronuncié una y otra vez las palabras
verano indio
, tantas veces que finalmente perdieron su significado. El cielo sobre mí era una inmensa y deslumbradora claridad que no tenía fin. Si continuaba mirándolo, pensé, me disolvería en la luz. Luego, sin tener la sensación de quedarme dormido, de repente empecé a soñar con indios. Era hace trescientos cincuenta años y me veía a mí mismo siguiendo a un grupo de indios semidesnudos por los bosques de Manhattan. Era un sueño extrañamente vibrante, inexorable y exacto, lleno de cuerpos que pasaban veloces entre las hojas y las ramas manchadas de luz. Un suave viento agitaba el follaje, ahogando el ruido de las pisadas de los hombres, y yo les seguía en silencio, moviéndome tan ágilmente como ellos, sintiendo que a cada paso estaba más cerca de comprender el espíritu del bosque. Quizá recuerdo estas imágenes tan bien porque fue precisamente entonces cuando Zimmer y Kitty me encontraron: tirado en la hierba con ese extraño y agradable sueño circulando por mi cabeza. Kitty fue la primera que me vio, pero yo no la reconocí, aunque tuve la sensación de que me resultaba familiar. Llevaba su cinta navajo en la frente y mi primera reacción fue tomarla por una visión, una mujer fantasmal incubada en la oscuridad de mi sueño. Más adelante, ella me dijo que le sonreí, y cuando se agachó para examinarme más de cerca, la llamé Pocahontas. Recuerdo que me resultaba difícil verla a causa de la luz del sol, pero tengo un recuerdo claro de que había lágrimas en sus ojos cuando se inclinó sobre mí, aunque nunca lo reconoció después. Un momento más tarde, Zimmer entró en escena y entonces oí su voz.
—Maldito idiota —dijo.
Hubo una breve pausa y luego, no queriendo confundirme con un discurso demasiado largo, repitió lo mismo:
—Maldito idiota. Pobre maldito idiota.
Estuve en el apartamento de Zimmer más de un mes. La fiebre desapareció al segundo o tercer día, pero durante mucho tiempo estuve totalmente sin fuerzas, apenas podía ponerme de pie sin perder el equilibrio. Al principio Kitty venía a visitarme dos veces por semana, pero nunca hablaba mucho y solía marcharse al cabo de veinte minutos o media hora. Si yo hubiera estado más alerta a lo que pasaba a mi alrededor, tal vez me habría extrañado, especialmente después de que Zimmer me contó la historia de cómo me habían salvado. Era un poco raro, después de todo, que una persona que había estado tres semanas poniendo el mundo patas arriba para encontrarme, actuara de pronto con tanta reserva en cuanto me encontró. Pero así era y yo no le pregunté. Estaba demasiado débil todavía para preguntar nada y aceptaba sus idas y venidas sin más. Eran sucesos naturales y tenían la misma fuerza e inevitabilidad que los cambios atmosféricos, los movimientos de los planetas o la luz que se filtraba por la ventana a las tres de la tarde.
Fue Zimmer quien me cuidó durante mi convalecencia. Su nuevo apartamento estaba en el segundo piso de un viejo edificio del West Village. Era un sitio oscuro, abarrotado de libros y discos: dos habitaciones pequeñas sin puerta entre ambas, una rudimentaria cocina y un cuarto de baño sin ventana. Comprendí el sacrificio que suponía para él tenerme allí, pero cada vez que le daba las gracias por ello, Zimmer me hacía un gesto para que me callara, quitándole importancia. Me alimentaba de su bolsillo, me dejaba dormir en su cama, no me pedía nada a cambio. Al mismo tiempo, estaba furioso conmigo y no se mordía la lengua para decirme lo disgustado que estaba. No sólo me había comportado como un imbécil, sino que había estado a punto de matarme. Era inexcusable que una persona inteligente actuase de esa forma, dijo. Era grotesco, estúpido, desequilibrado. Si tenía problemas, ¿por qué no le había pedido ayuda? ¿Acaso no sabía que él hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa por mí? Yo apenas dije nada en respuesta a estos ataques. Comprendí que Zimmer estaba dolido conmigo y yo me sentía avergonzado por haberle ofendido. A medida que pasaba el tiempo, me resultaba cada vez más difícil entender qué sentido tenía el desastre que yo mismo había causado. Había pensado que actuaba con valentía, pero resultó que solamente había demostrado la más abyecta forma de cobardía: regodearme en mi desprecio por el mundo, negarme a mirar las cosas directamente a la cara. Lo único que sentía era remordimiento, una paralizante sensación de mi propia estupidez. Los días iban pasando en el apartamento de Zimmer y mientras me reponía lentamente me di cuenta de que tendría que empezar mi vida de nuevo. Deseaba expiar mis errores, dar cumplida satisfacción a las personas que aún me querían. Estaba cansado de mí mismo, cansado de mis pensamientos, cansado de preocuparme por mi suerte. Más que ninguna otra cosa, sentía necesidad de purificarme, de arrepentirme de todos mis excesos de egocentrismo. Partiendo del egoísmo total, resolví alcanzar un estado de total desprendimiento. Pensarla en los demás antes que en mí mismo, esforzándome tenazmente por reparar el daño que habla hecho, y tal vez de esa forma empezarla a lograr algo en el mundo. Era un programa imposible, por supuesto, pero me aferré a él con un fanatismo casi religioso. Quería convertirme en un santo, un santo sin dios que fuera por el mundo realizando buenas obras. Por muy absurdo que me suene ahora, creo que era eso exactamente lo que quería. Necesitaba desesperadamente una certidumbre y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por encontrarla.
Pero había un obstáculo más en mi camino. Al final la suerte me ayudó a sortearlo, pero sólo por un pelo. Uno o dos días después de que mi temperatura volviera a ser normal, me levanté de la cama para ir al cuarto de baño. Era por la tarde, creo, y Zimmer estaba trabajando en su mesa en la otra habitación. Al volver hacia la cama arrastrando los pies, me fijé en que el estuche del clarinete de tío Victor estaba en el suelo. No había vuelto a pensar en él desde mi rescate y de pronto me horrorizó ver que se encontraba en muy mal estado. La mitad de la cubierta de cuero negro había desaparecido y buena parte del que quedaba estaba levantado y rajado. La tormenta de Central Park había acabado con el estuche y me pregunté si el agua habría calado dentro y dañado el instrumento. Lo recogí y me lo llevé a la cama, totalmente preparado para lo peor. Levanté los cierres y lo abrí, pero antes de que tuviera tiempo de examinar el clarinete, un sobre blanco cayó al suelo y comprendí que mis problemas no habían hecho más que empezar. Era la carta de la oficina de reclutamiento. No sólo había olvidado la fecha de mi examen médico, sino que se me había olvidado que había recibido la carta. En ese instante, todo se me vino encima otra vez. Probablemente era un fugitivo de la justicia, pensé. Si no me había presentado al examen médico, el gobierno ya habría dado orden de arresto, y eso significaba que tendría que pagar caro por ello, consecuencias que no podía ni imaginar. Rasgué el sobre y miré la fecha mecanografiada en el espacio en blanco del impreso: 16 de septiembre. Eso no me decía nada, puesto que ya no sabía en qué día vivía. Había perdido la costumbre de mirar los calendarios y los relojes y ni siquiera podía calcularlo por aproximación.
—Una pregunta —le dije a Zimmer, que seguía inclinado sobre su trabajo—. ¿Sabes por casualidad qué día es hoy?
—Lunes —contestó sin levantar la cabeza.
—Quiero decir la fecha. El mes y el número. No hace falta que me digas el año. De eso estoy bastante seguro.
—Quince de septiembre —dijo, aún sin molestarse en mirarme.
—¿Quince de septiembre? —pregunté—. ¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. Sin sombra de duda.
Dejé caer la cabeza en la almohada y cerré los ojos.
—Es extraordinario —murmuré—. Absolutamente extraordinario.
Zimmer se volvió al fin y me lanzó una mirada de desconcierto.
—¿Qué diablos tiene de extraordinario?
—Porque significa que no soy un delincuente.
—¿Qué?
—Significa que no soy un delincuente.
—Te he oído la primera vez. Que lo repitas no me aclara nada.
Levanté la carta y la agité en el aire.
—Cuando leas esto comprenderás lo que quiero decir.
Tenía que presentarme en la calle Whitehall a la mañana siguiente. Zimmer ya había pasado su examen médico en julio (le habían dado una prórroga porque padecía asma) y durante las siguientes dos o tres horas estuvimos hablando de lo que me esperaba. Era básicamente la misma conversación que tuvieron millones de jóvenes en Estados Unidos en aquellos años. Al contrario que la inmensa mayoría de ellos, sin embargo, yo no había hecho nada para prepararme para la hora de la verdad. No tenía ningún certificado médico, no me había atracado de drogas para distorsionar mis respuestas motrices, ni habla escenificado una serie de crisis nerviosas para establecer un historial de trastornos psicológicos. Siempre había imaginado que nunca me incorporaría a filas, pero, una vez llegado a esa conclusión, no había vuelto a pensar en el asunto. Como con tantas otras cosas, la inercia me había vencido y había expulsado el problema de mi mente. Zimmer estaba horrorizado, pero tuvo que reconocer que ya era demasiado tarde para hacer nada. Me declararían útil o inútil, y si me declaraban útil, sólo tenía dos opciones: podía marcharme del país o ir a la cárcel. Zimmer me contó varias historias de gente que se había marchado al extranjero, a Canadá, a Francia, a Suecia, pero no me interesaron mucho. No tenía dinero, le dije, ni tampoco ganas de viajar.
—O sea que te convertirás en un delincuente de todas formas —me dijo.
—Un objetor —le corregí—. Un objetor de conciencia. Es muy diferente.
Todavía estaba en las primeras etapas de mi recuperación y cuando me levanté a la mañana siguiente para vestirme —con ropas de Zimmer, varias tallas más pequeñas que la mía—, me di cuenta de que no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Estaba absolutamente agotado y simplemente tratar de cruzar la habitación exigía toda mi energía y concentración. Hasta entonces no había estado fuera de la cama más de un minuto o dos seguidos para ir al cuarto de baño agarrándome a las paredes y regresar. Si Zimmer no hubiera estado allí para sostenerme, dudo que hubiese llegado a salir por la puerta. Literalmente me mantuvo de pie, me ayudó a bajar las escaleras rodeándome con ambos brazos y luego me dejó que me apoyara en él mientras íbamos tambaleándonos hasta la estación de metro. Me temo que debíamos de ser un espectáculo lamentable. Zimmer me acompañó hasta la puerta principal del edificio de Whitehall y me señaló un restaurante justo enfrente, donde me dijo que le encontraría cuando acabase. Me apretó el brazo para darme ánimos.
—No te preocupes —me dijo—. Serás un soldado cojonudo, Fogg. No hay más que verte.
—Tienes toda la razón —le contesté—. El soldado más cojonudo de todo el puñetero ejército. Hasta el más lerdo lo vería.
Le hice a Zimmer un saludo militar y luego entré vacilante en el edificio, buscando apoyo en las paredes.
Gran parte de lo que vino a continuación se me ha borrado. Conservo retazos, pero nada que forme un recuerdo completo, nada que pueda contar con convicción. Esta incapacidad de percibir lo que sucedió demuestra lo espantosamente débil que debía de estar. Necesitaba todas mis fuerzas para sostenerme de pie, tratando de no caerme, y no presté la debida atención. De hecho, creo que tuve los ojos cerrados la mayor parte de las horas que estuve allí y las veces que conseguí abrirlos, raras veces fue durante el tiempo suficiente para que el mundo penetrara en mi mente. Eramos entre cincuenta y cien los que pasamos juntos por el proceso. Me recuerdo a mí mismo sentado delante de una mesa en una sala grande escuchando a un sargento que nos hablaba, pero no recuerdo lo que dijo, ni una palabra. Nos dieron unos impresos para que los llenáramos y luego hubo una especie de prueba escrita, aunque es posible que el orden fuera el inverso. Recuerdo que tuve que señalar las organizaciones a las que había pertenecido y que eso me llevó algún tiempo: SDS en la universidad, SANE y SNCC en el instituto, y luego tuve que explicar las circunstancias de mi detención el año anterior. Fui el último en terminar y al final el sargento estaba de pie a mi lado, mascullando algo acerca del tío Ho y de la bandera norteamericana.
Después hay un intervalo de varios minutos, quizá media hora. Veo pasillos, luces fluorescentes, grupos de hombres jóvenes en calzoncillos. Recuerdo lo intensamente vulnerable que me sentí entonces, pero muchos otros detalles se han desvanecido. Dónde nos desnudamos, por ejemplo, y qué nos dijimos unos a otros mientras esperábamos en fila. Más específicamente, soy incapaz de evocar ninguna imagen relacionada con nuestros pies. Por encima de las rodillas no llevábamos nada más que los calzoncillos, pero lo que habla por debajo de las rodillas es un misterio para mí. ¿Nos permitieron conservar puestos los zapatos y/o los calcetines, o nos hicieron andar descalzos por aquellos pasillos? No tengo más que lagunas respecto a ese tema, ni la más vaga imagen.