Con inimitable delicadeza, Kitty abrió la parte superior de la bolsa, que estaba retorcida, y miró dentro. Cuando levantó los ojos, se detuvo un momento, confusa, y luego su cara se iluminó con una amplia sonrisa de triunfo. Sin decir palabra, volcó la bolsa y dejó que el contenido cayera al suelo. El dinero salió revoloteando, una interminable lluvia de billetes viejos y arrugados. Nos quedamos mirando en silencio cómo aterrizaban a nuestros pies los billetes de diez, de veinte y de cincuenta. En total, ascendía a más de siete mil dólares.
A continuación vino una época extraordinaria. Durante los siguientes ocho o nueve meses, viví como nunca había podido hacerlo y creo que, justo hasta el final, estuve más cerca del paraíso humano que en ninguna otra etapa en los años que he pasado en este planeta. No era sólo el dinero (aunque no se puede subestimar el dinero), sino lo súbitamente que todo había cambiado. La muerte de Effing me había liberado de mi esclavitud de él, pero al mismo tiempo Effing me había liberado de mi esclavitud del mundo, y como era joven, como todavía sabía muy poco del mundo, no comprendí que este período de felicidad terminaría alguna vez. Había estado perdido en el desierto y luego, de repente, había encontrado mi Canaán, mi tierra prometida. Por el momento sólo podía sentirme exultante, caer de rodillas para dar las gracias y besar la tierra que pisaba. Era demasiado pronto para pensar que nada de aquello pudiera destruirse, demasiado pronto para imaginar que luego vendría el exilio.
El año escolar de Kitty acabó aproximadamente una semana después de que yo recibiera el dinero, y a mediados de junio ya habíamos encontrado un sitio donde vivir. Por menos de trescientos dólares mensuales, montamos casa en un almacén grande y polvoriento en East Broadway, no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan. Esto era el corazón del barrio chino y fue Kitty la que hizo todas las gestiones, utilizando a sus contactos chinos para regatear con el casero y convencerle de que nos hiciera un contrato por cinco años con deducciones parciales en el alquiler por cualquier mejora estructural que nosotros realizáramos. Estábamos en 1970 y, aparte de unos cuantos pintores y escultores que habían convertido almacenes en estudios, la idea de vivir en antiguos edificios comerciales apenas había comenzado a ponerse de moda en Nueva York. Kitty quería el espacio para bailar (teníamos más de seiscientos metros cuadrados) y a mí me encantaba la perspectiva de habitar un antiguo almacén con las cañerías vistas y techos de hojalata herrumbrosos.
Compramos una cocina y una nevera de segunda mano en el Lower East Side y mandamos instalar una ducha rudimentaria y un calentador de agua en el cuarto de baño. Después de peinar las calles en busca de muebles que la gente hubiese tirado a la basura, recogimos una mesa, una librería, tres o cuatro sillas y un tambaleante escritorio verde. Luego nos compramos un colchón de gomaespuma y los utensilios de cocina más elementales. El mobiliario apenas hacía mella en la enormidad del espacio, pero como los dos sentíamos aversión por los sitios atestados, nos quedamos satisfechos con el minimalismo de la decoración y no añadimos nada más. En lugar de gastar excesivas cantidades en el almacén —a pesar de todo, ya me había costado cerca de dos mil dólares—, salimos de compras para adquirir ropa nueva para los dos. Yo encontré todo lo que necesitaba en menos de una hora y luego pasamos el resto del día yendo de tienda en tienda en busca de un vestido perfecto para Kitty. No lo encontramos hasta que no volvimos al barrio chino: un
chipao
de seda de un lustroso índigo, adornado con bordados en rojo y negro. Era el vestido ideal para la mujer dragón, con una raja en un lado de la falda y maravillosamente ceñido a las caderas y el pecho. Como el precio era desorbitado, recuerdo que tuve que insistirle mucho a Kitty para que me permitiera comprárselo, pero en mi opinión era dinero bien gastado y nunca me cansé de vérselo puesto. Cuando llevaba demasiado tiempo colgado en el armario me inventaba una excusa para que fuésemos a un restaurante decente sólo por el placer de vérselo puesto. Kitty fue siempre sensible a mis malos pensamientos, y cuando comprendió la profundidad de mi pasión por ese vestido, se lo ponía incluso ciertas noches en que nos quedábamos en casa, deslizándolo sobre su cuerpo desnudo como preludio a la seducción. Para mí el barrio chino era como un país extranjero y cada vez que caminaba por sus calles me abrumaba una sensación de dislocación y confusión. Estaba en Estados Unidos, pero no entendía lo que la gente decía y no podía penetrar en el sentido de las cosas que veía. Incluso cuando llegué a conocer a algunos de los tenderos del barrio, nuestros contactos consistían en poco más que sonrisas corteses y gestos frenéticos, un lenguaje de signos carente de contenido real. No conseguía ir más allá de la muda superficie de las cosas y había veces en las que esta exclusión me hacia sentirme como si viviera en un mundo onírico y me moviese entre gentes espectrales que llevaban máscaras en la cara. Contrariamente a lo que podría haber pensado, no me molestaba ser un extranjero. Era una experiencia extrañamente vigorizante y a la larga servía para realzar la novedad de todo lo que estaba sucediéndome. No tenía la sensación de haberme trasladado a otra parte de la ciudad. Había recorrido medio mundo para llegar allí y era normal que ya nada me resultase familiar, ni siquiera yo mismo.
Una vez que nos instalamos, Kitty se buscó un trabajo para el resto del verano. Traté de convencerla de que no lo hiciera, de que prefería darle dinero y ahorrarle la molestia de ir a trabajar, pero ella se negó. Quería que estuviésemos en un plano de igualdad, me dijo, y no le agradaba la idea de que la llevase a cuestas. El objetivo era hacer que el dinero durase, gastarlo lo más despacio que pudiésemos. Kitty era más sabia que yo en estas cosas y cedí a su lógica superior. Se apuntó en una agencia de secretarias temporales y a los tres días le encontraron un puesto en el edificio McGraw-Hill, en la Sexta Avenida, en una de las revistas especializadas. Bromeábamos demasiado a menudo sobre el nombre de la revista como para no recordarlo, aún ahora no puedo decirlo sin sonreír:
Plásticos Modernos
:
La Revista del Compromiso Total con los Plásticos
. Kitty trabajaba allí de nueve a cinco todos los días y viajaba en el metro por la mañana y por la tarde con millones de trabajadores, soportando todo el calor del verano. No debía de resultar fácil, pero no era de las que se quejan por esas cosas. Por la noche hacía sus ejercicios de danza en casa durante dos o tres horas y al día siguiente se levantaba fresca y alegre y salía corriendo para cumplir una nueva jornada laboral. Mientras estaba fuera yo me ocupaba de las tareas domésticas y de la compra y siempre le tenía la cena preparada cuando llegaba a casa. Ésta fue mi primera experiencia de vida doméstica y me adapté a ella con naturalidad, sin reservas. Ninguno de los dos habló del futuro, pero en un momento dado, a los dos o tres meses de vivir juntos, creo que ambos empezamos a sospechar que íbamos encaminados al matrimonio.
Envié la necrología de Effing al
Times
, pero nunca recibí respuesta, ni siquiera una nota rechazándola. Puede que la carta se perdiera o puede que pensaran que la había mandado un loco. La versión más larga, que mandé obedientemente al
Art World Monthly
como Effing me había pedido, me fue devuelta, pero creo que su cautela no era injustificada. Como explicaba el director en su carta, nadie en la redacción había oído hablar de Julian Barber y, a menos que les proporcionara unas diapositivas de su obra, seria demasiado arriesgado publicar el artículo. “Tampoco sé quién es usted, señor Fogg —seguía la carta—, pero me parece que ha inventado usted una complicada broma. Eso no quiere decir que su historia no sea apasionante, pero creo que podría tener más suerte si renunciara a la charada y tratase de publicarla en alguna parte como relato de ficción.”
Pensé que le debía a Effing el hacer por lo menos otro esfuerzo en su honor. Al día siguiente de recibir esta carta del
Art World Monthly
, fui a la biblioteca y saqué una fotocopia de la necrología de Julian Barber de 1917, que luego envié al director de la revista junto con una breve carta. “Barber era un pintor joven y ciertamente oscuro en la época de su desaparición —escribí—, pero existió. Confío en que esta necrología del
New York Sun
le demuestre que el articulo que le envié estaba escrito de buena fe.” Esa misma semana recibí por correo una disculpa, que era sólo el prólogo a otro rechazo. “Estoy dispuesto a reconocer que hubo una vez un pintor norteamericano que se llamaba Julian Barber —escribía el director—, pero eso no demuestra que Thomas Effing y Julian Barber fuesen la misma persona. Dada su oscuridad, seria lógico suponer que no se trata de un pintor de verdadero talento. De ser así, no tendría sentido que le dedicáramos espacio en nuestra revista. En mi carta anterior le decía que me parecía que tenía usted material para una buena novela. Lo retiro. Lo que tiene usted es un caso de psicología anormal. Puede que sea interesante en sí mismo, pero no tiene nada que ver con el arte.”
Después de eso renuncié. Si hubiera querido, supongo que podría haber encontrado en alguna parte una reproducción de alguno de los cuadros de Barber, pero la verdad es que prefería no saber cómo era su pintura. Después de escuchar a Effing durante meses, había comenzado gradualmente a imaginarme sus cuadros y ahora me daba cuenta de que me resistía a permitir que nada perturbara los bellos fantasmas que yo había creado. Publicar el articulo habría significado destruir esas imágenes y no me parecía que valiera la pena. Aunque hubiese sido un gran artista, los cuadros de Julian Barber nunca podrían compararse con los que ya me había dado Thomas Effing. Los había soñado yo partiendo de sus palabras, y como tales eran perfectos, infinitos, más exactos en su representación de lo real que la realidad misma. Mientras no abriera los ojos, podría seguir imaginándolos para siempre.
Pasaba los días en una magnífica indolencia. Aparte de las sencillas tareas de la casa, no tenía responsabilidades dignas de mención. Siete mil dólares era una suma considerable en aquellos tiempos, y no tenía ninguna necesidad inmediata de hacer planes. Volví a fumar, leía libros, paseaba por las calles del bajo Manhattan, llevaba un diario. Esas notas dieron lugar a varios ensayos cortos, pequeñas explosiones de prosa que generalmente le leía a Kitty en cuanto las terminaba. Desde nuestro primer encuentro, cuando la había impresionado con mi arenga sobre Cyrano, estaba convencida de que llegaría a ser escritor, y ahora que todos los días me sentaba con la pluma en la mano, era como si su profecía se hubiese cumplido. De todos los escritores que había leído, Montaigne constituyó la mayor inspiración para mí. Igual que él, intentaba usar mis propias experiencias como armazón de lo que escribía, e incluso cuando el material me llevaba a un territorio bastante abstracto y extenso, no me parecía que estuviera diciendo nada definitivo sobre esos temas, sino más bien escribiendo una versión subterránea de la historia de mi vida. No recuerdo todos los ensayos que escribí, pero varios de ellos vuelven a mi mente si me esfuerzo lo bastante: una meditación sobre el dinero, por ejemplo, y otra sobre el vestido; un trabajo sobre los huérfanos y otro un poco más largo sobre el suicidio, que era básicamente un comentario acerca de Jacques Rigaut, un dadaísta francés de segunda fila que, a la edad de diecinueve años, declaró que se daba diez años más de vida y luego, al cumplir los veintinueve, cumplió su palabra y se pegó un tiro en la fecha señalada. También recuerdo que investigué sobre Tesla como parte de un proyecto de ocuparme del tema de las máquinas frente al mundo natural. Un día, cuando estaba rebuscando en una tienda de libros viejos de la Cuarta Avenida, tropecé con un ejemplar de la autobiografía de Tesla, titulada
Mis Inventos
, que primitivamente había sido publicada en 1919 en una revista llamada
El Ingeniero Electrónico
. Me llevé el pequeño volumen y empecé a leerlo. Cuando había leído varias páginas, tropecé con la misma frase que había encontrado en mi galleta de la suerte en el Palacio de la Luna casi un año antes: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.” Todavía tenía el papelito en mi cartera y me impresionó descubrir que esas palabras las había escrito Tesla, el hombre que había sido tan importante para Effing. El sincronismo de estos sucesos parecía cargado de significado, pero me resultaba difícil saber cuál era ese significado. Era como si oyera que mi destino me llamaba, pero, cada vez que trataba de escucharlo, descubría que hablaba en un idioma que no entendía. ¿Sería que algún empleado de una fábrica de galletas de la suerte chinas había estado leyendo el libro de Tesla? Parecía muy improbable, pero aunque así fuese, ¿por qué fui precisamente yo la persona que eligió la galleta que llevaba ese mensaje? No podía evitar sentirme inquieto por lo que había sucedido. Era un nudo de impenetrabilidad, y parecía que sólo una solución demencial podía explicarlo: extrañas conspiraciones de la materia, señales precognitivas, premoniciones, una visión del mundo semejante a la de Charlie Bacon. Abandoné mi ensayo sobre Tesla y empecé a explorar el tema de las coincidencias, pero nunca fui muy lejos. Era un asunto demasiado difícil para mí y al final lo dejé de lado, diciéndome que ya volvería a ello más adelante. Pero luego nunca lo hice.
Kitty reanudó sus clases en Juilliard a mediados de septiembre, y, hacia finales de esa misma semana, finalmente tuve noticias de Solomon Barber. Habían pasado casi cuatro meses desde la muerte de Effing y no esperaba que me escribiese ya. En cualquier caso, no era esencial que lo hiciera y, dadas las muchas reacciones distintas que parecían posibles en un hombre en su situación —incredulidad, resentimiento, felicidad, espanto—, ciertamente no le culpaba por no haberse puesto en contacto conmigo. Haber pasado los primeros cincuenta años de tu vida creyendo que tu padre ha muerto y luego descubrir que ha estado vivo todo el tiempo, para enterarte en el mismo instante que ahora ha muerto de verdad... Yo ni siquiera podía intentar imaginar cómo reaccionaria alguien ante un corrimiento de tierras de tales proporciones. Pero entonces apareció en el correo la carta de Barber; una carta cortés y amable, disculpándose y dándome las más efusivas gracias por todo lo que había hecho para ayudar a su padre en los últimos meses de su vida. Le gustaría mucho tener la oportunidad de hablar conmigo, decía, y si no era pedir demasiado, pensaba que tal vez podría venir un fin de semana a Nueva York ese otoño para verme. Su tono era tan educado que no se me ocurrió decirle que no. En cuanto terminé de leer su carta, le contesté diciéndole que estaría encantado de verle cuando quisiera venir.