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Authors: Antonio Salas

El Palestino (85 page)

BOOK: El Palestino
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Salí de Venezuela, tan rápido como pude, con la sensación de que la muerte esta vez había estado demasiado cerca. Los revolucionarios y los terroristas quizás están acostumbrados a ver cómo mueren sus camaradas alrededor, pero yo no. Y me planteaba seriamente abortar toda la investigación. Me fallaban las fuerzas. En otras infiltraciones, como los skinheads o las mafias, sabía que podía convencer a los neonazis, o a los prostituidores, de su error. Sabía que tenía argumentos irrefutables para demostrar a unos y otros su equivocación. Pero ¿cómo debatir contra un fusil? ¿Realmente existe alguna manera de convencer a los violentos de que las armas jamás traen la paz?

Al llegar a España me encontraría con una nueva y desagradable sorpresa. Mi supuesta esposa palestina, asesinada en Yinín en 2004, había resucitado milagrosamente ante las cámaras de televisión... y mi principal coartada para justificar mi odio a los israelíes y occidentales podía haberse ido al garete.

Cuando revisé los mensajes acumulados en mi correo durante mi estancia en Venezuela, uno me alarmó especialmente. Mi amiga Fátima, la
escort
de origen árabe que se había dejado fotografiar como mi esposa asesinada Dalal Majahad, me comunicaba, a todas luces ilusionada, que se había presentado a los castings del
reality show
más conocido del momento. Un programa que Telecinco había comprado a TVE y que tenía unos índices de audiencia espectaculares. Por eso aquel mensaje era muy alarmante, pero mucho más alarmante fue reconocer a mi supuesta esposa muerta en las promos del
reality
grabadas durante los castings de aspirantes al concurso, que eran emitidos en varios programas de la cadena. Llamé a Fátima muy enojado por su irresponsabilidad. Primero porque era un suicidio que una prostituta de lujo, que pretendía mantener en el anonimato su doble vida, se presentase a un
reality show
. Es absurdo creer que podría convertirse en una estrella de la televisión sin que algún cliente, o alguna compañera despechada, la delatase tarde o temprano. Y, en segundo lugar, porque habría sido catastrófico para mi investigación que algún hermano musulmán pudiese llegar a reconocerla como mi supuesta esposa asesinada en Yinín el 9 de marzo de 2004. Gracias a Dios las imágenes del casting de Fátima solo aparecieron en algún resumen de la selección preliminar y mi falsa primera esposa no fue elegida para entrar en el
reality
. Sin embargo, no había forma de saber si alguno de los muchos hermanos musulmanes que habían visto mi álbum de fotos podía haberla reconocido, descubriendo que mi coartada era un embuste.

Y, para acabar de deprimirme, ese mismo mes de abril se estrenó la película
Todos estamos invitados
, en la que Óscar Jaenada interpretaba al etarra amnésico Josu Jon. La vi solo, en un cine de la Avinguda Diagonal, recordando nuestro casual encuentro meses atrás en el local de Héroes del Silencio en Zaragoza. El destino a veces es caprichoso, pero casi siempre inescrutable. Reconozco que durante algunas semanas me sentía muy confuso. Y también exhausto. Agotado. No solo había invertido una auténtica fortuna en esta investigación, que no estaba subvencionada por otra fuente económica que mis lectores, sino que también había gastado todas mis energías. Llevaba demasiado tiempo simultaneando estudios y trabajo, tres vidas distintas, y un estrés psicológico que me había hecho perder peso, ganar canas y envejecer nueve años en tres. Omar Medina primero, Arquímedes Franco después y ahora el Gato habían sido acribillados a tiros a mi alrededor, cada vez más cerca. ¿Era eso algún tipo de señal del destino? ¿Quería Allah transmitirme algún mensaje? ¿La aparición de mi supuesta esposa muerta en los castings de un programa de televisión de gran audiencia era una invitación a que abandonase la infiltración? Prometo que en esos días de abril me sentía tan confuso como Josu Jon, el etarra amnésico interpretado por Óscar Jaenada. Sentía una tormenta mental en mi cerebro, pero sin embargo yo no había olvidado nada de todo lo vivido y experimentado desde el 11 de marzo de 2004.

Supongo que sonará extraño para los lectores que no conozcan el Islam, pero busqué consejo en mi imam y en el Corán. No tenía nada mejor. Por desgracia, no podía explicarle al director de mi mezquita cuáles eran realmente los demonios que habitaban en mi corazón y en mi mente. No podía decirle cuál era mi verdadera angustia. Pero tampoco fue necesario. En Khalil descubrí a un hombre excepcional, extraordinario. Y no solo porque sea médico de profesión, sino porque he sido testigo de su absoluta e incondicional entrega a los hermanos musulmanes más necesitados que llegaban a España sin dinero, sin papeles y sin conocer el idioma.

He visto cómo le robaba horas al sueño, o a su familia, para hacer de traductor, de asesor legal o incluso de niñera de otras familias, árabes o no, menos afortunadas. Me constan sus visitas a presos musulmanes, en diferentes centros penitenciaros, para asistirlos espiritualmente. Sus ayudas económicas a quienes tenían aún menos ingresos que él. E incluso cómo acogía en su casa y en su mesa a hermanos recién llegados que no tenían ni un rincón en el que dormir. Y probablemente no habría conocido esa dimensión de la caridad, uno de los preceptos fundamentales del Islam, si no la hubiese necesitado yo mismo. Khalil no solo me ayudó a recuperar nociones de la lengua árabe que había perdido y a profundizar en el estudio del Corán, sino que me dio grandes lecciones de humanidad, caridad y compasión.

Con él comprendí, finalmente, que no solo los ciudadanos inocentes sufren los daños colaterales del yihadismo terrorista. El Islam y los verdaderos musulmanes, como Khalil, son víctimas también del fanatismo homicida de un puñado de asesinos. Y sobre todo de los intereses políticos y económicos que instrumentalizan, desde las sombras, a ese puñado de imbéciles furiosos.

Mujeres y hombres buenas y buenos, creyentes en una fe que podemos compartir o no, que intentan cada día integrarse en una sociedad y en una cultura que no les es propia, y que los observa con desconfianza y rechazo. Soportan la ignorancia y los prejuicios con estoicismo, porque necesitan trabajar o estudiar en Occidente, o simplemente porque es el lugar que han escogido para vivir. La mayoría estudia nuestras lenguas, nuestras costumbres y nuestras creencias para adaptarse a ellas, aunque no las compartan. Pero desde el 11-S todo es más difícil para los musulmanes. Satanizados por los crímenes de unos cuantos asesinos, como todos los alemanes fueron estigmatizados por los crímenes del III Reich.

En 2001, Occidente, y en especial los Estados Unidos, desató sin piedad una feroz campaña propagandística contra el Islam. Tras la caída del Muro de Berlín y de la amenaza comunista necesitábamos otro adversario, otro enemigo temible al que satanizar y en quien proyectar todos nuestros males. Y ese enemigo es el Islam.

Es verdad que existe Ben Laden y hombres y mujeres, árabes o no, que lo consideran un referente de la lucha contra Occidente y su imperialismo. Es verdad que algunos de esos hombres y mujeres son capaces de hacer cosas terribles: robar, violar y asesinar inocentes en el nombre de Allah. Pero de la misma forma en que otros hombres y mujeres terribles roban, violan y matan en el nombre de Dios, de la democracia o de la libertad de Colombia, de Euskadi, de Venezuela o de cualquier otra causa. Se puede matar en el nombre de cualquier cosa. Ilich Ramírez es un ejemplo.

Me resultaba muy difícil compatibilizar la imagen del psicópata asesino que transmitían todos los medios de comunicación occidentales y todos sus biógrafos, salvo Nydia Tobón, con la del pequeño Gordo, buen hermano, buen hijo e idealista revolucionario que me transmitía su familia. Y de pronto se me ocurrió que quizás a aquel temible terrorista, acusado de más de ochenta asesinatos, le haría ilusión tener una fotografía reciente y bonita de su madre, a la que no veía hacía lustros. Así que seleccioné una foto en la que Elba Sánchez aparecía especialmente hermosa y sonriente, entre todas las que le había hecho durante mi visita a su casa en Valencia, y encargué una ampliación. Después consulté a Isabelle Coutant cómo podía hacérsela llegar a Ilich en prisión, y aproveché el próximo viaje a Portugal para enviarla desde allí. Según me confesaría más adelante, aquella foto de su mamá fue la última clave para ganarme la confianza del temible Chacal. Creo que realmente le conmovió el detalle de que le enviase aquella fotografía...

Capítulo 8
Salat en Suecia

Cuando la asistencia de Dios y la victoria os lleguen, y veas hombres entrar por legiones en el seno de la religión de Dios, canta las alabanzas de tu Señor e implora su perdón, y en verdad a él le gusta perdonar
.

El Sagrado Corán 110, 1-3

La paciencia es la llave de la solución
.

Proverbio árabe

Las chicas (musulmanas) son guerreras

Me esforcé mucho por ser un buen musulmán. O al menos por parecerlo. Me acostumbré a llevar siempre encima un pequeño Corán para aprovechar los tiempos muertos en el avión, en el metro, en un taxi, estudiando. Había sacado todos los CD de música de mi coche y los había sustituido por grabaciones del Corán, recitado en árabe y español, que me servían para aprovechar también los desplazamientos por carretera para continuar estudiando y «hacer oído». Y también me acostumbré a llevar siempre encima el
tasbith
, porque cuando sentía que el corazón me iba a explotar, que mi cerebro iba a reventar en mil pedazos a causa de la presión, recitar mientras pasaba las cuentas del «rosario» árabe era lo único que me ayudaba a centrar mi mente otra vez. Descubrí que la concentración que implica el uso del
tasbith
me producía un alivio indescriptible cuando la angustia, el miedo y la soledad se hacían insoportables. Así que no me preocupaba que al visitar tal o cual ciudad pudiesen registrar mis cosas y observar con lupa todos mis movimientos. No me importaba incluso que existiese algún tipo de análisis terrorista que pudiese detectar rastros de alcohol o de carne de cerdo en mi sangre. Desde mi conversión al Islam no he vuelto a probar ninguna de las dos cosas. Tampoco dejé de rezar ningún día y no falté ningún viernes a la mezquita. Todo en mi aspecto y en mi comportamiento, por rigurosa que fuese la observación o seguimiento a que me sometiesen, reflejaba una obediencia escrupulosa al Islam. Para entonces la Guardia Civil ya me había fotografiado en una de las mezquitas, preguntando al CNI si me tenían fichado...

Supongo que por eso mi imam y otros hermanos se habían empeñado en casarme desde el primer día en que pisé la mezquita, y no iban a cejar en dicho empeño. Así que, durante meses, me presentaron a diferentes candidatas. Un joven viudo, devoto musulmán y que al mismo tiempo tenía nacionalidad occidental (venezolano) y residencia española era una tentación demasiado grande para mis hermanos, empeñados en que conociese a sus hijas, sobrinas o hermanas. Y no necesariamente porque mis interlocutores creyesen que yo podía ser un buen marido para sus familiares, sino porque esa boda suponía conseguir la residencia automática para una de esas jóvenes, y la posibilidad de traerla de manera legal a Europa. Y al mismo tiempo, pensé, a mí me otorgaba una cobertura legal real como árabe...

Al principio yo me aferraba al dolor de mi luto. Dalal, mi supuesta primera esposa, había sido asesinada en Yinín en marzo de 2004, y mientras ninguno de mis hermanos hubiese reconocido a Dalal en la joven árabe que se había presentado a los castings de aquel
reality
, podía seguir utilizando esa coartada. Otras veces utilizaba los sorprendentes anuncios que pueden encontrarse en algunas mezquitas europeas, donde mujeres musulmanas —algunas de ellas occidentales conversas— insertan su fotografía y su descripción para buscar un buen marido, y argumentaba que estaba conociendo a alguna de aquellas anunciantes. Y así pude burlar, al menos durante un tiempo, las pretensiones de volver a casarme que tenían mis hermanos musulmanes. En esa época tuve oportunidad de conocer a muchas chicas árabes, y vi desmoronarse todos mis prejuicios sobre la mujer en el Islam. Prejuicios, tópicos y encasillamientos tan falsos como todos los demás. Porque hablar de la mujer en el Islam es algo tan impreciso y subjetivo como hablar de la mujer en el cristianismo, el judaísmo o el ateísmo.

Con el agravante de que, con mucha frecuencia, se atribuyen al Islam prácticas y tradiciones como la ablación de clítoris, la lapidación o el burka, que en realidad son atrocidades preislámicas, es decir, anteriores a la revelación del Corán, pero que han seguido manteniéndose en países con una mayoría musulmana o sin ella, generando una gran confusión. Por supuesto, que su origen sea muy anterior al Islam no justifica ni un ápice a ningún musulmán que practique o consienta dichas monstruosidades. Pero tampoco a ningún cristiano, judío, animista o ateo que las permita.

Es verdad, sin embargo, que en algunos colectivos religiosos —como los judíos ortodoxos, los cristianos amish o los sikhs hindúes—, el decoro en el vestir y el cubrirse el cabello son una norma social muy rígida. Incluso en un país europeo moderno y cosmopolita como el mío, en pleno siglo
XXI
se regula el atuendo considerado correcto para visitar monumentos y recintos religiosos, sea el o la visitante una persona creyente o no en esa religión. Y en general todos comprendemos, o al menos toleramos, ese recato.
1

De la misma forma en que en países como Siria, Jordania o Líbano es fácil ver a dos hermanas de la misma familia, una cubierta con
hiyab
y otra vestida como cualquier hip-hopera norteamericana, en algunos países africanos, con otra tradición diferente a la europea y donde las mujeres acostumbran a descubrir sus pechos, resulta chocante la costumbre de las mujeres europeas de taparlos. Supongo que las europeas tienen tanto derecho a cubrir sus senos (que en Occidente tienen una obvia componente erógena) cuando viajan a África, como una oriental a cubrir su cabello (con la misma componente erógena) cuando viaja a Europa. Al menos cuando respetar tu tradición, como ocurre al cubrirse los senos o el cabello, no agrede a nadie ni interfiere en el cumplimiento de las leyes locales. Taparse la cara, obviamente, sí lo haría.

Sin embargo, una cosa es la preferencia en el vestir, y otra la supuesta sumisión y fragilidad de la mujer islámica. Nadie que haya visto el coraje y resolución de mujeres árabes como la saharaui Aminatu Haidar puede dudar de su fortaleza, por mucho que vista un velo musulmán. Y lejos de la imagen dócil y sometida con la que tanto generalizan los medios occidentales, durante esta infiltración he tenido el honor de conocer mujeres audaces, independientes, aguerridas y luchadoras, capaces de enfrentarse a las situaciones más duras sin renunciar ni a su identidad femenina ni al Islam. Como la activista afgana Suraya Pakzad, fundadora de la organización Voz de las Mujeres Afganas y considerada una de las cien personas más influyentes de 2009 por la revista
Time
; como la tunecina Cherifa Ben Hassine, presidenta de la Asociación de Mujeres Musulmanas por la Luz del Islam An-Nur; como la cachemir Farah Pandith, asesora principal del secretario de Estado de la Casa Blanca para asuntos islámicos, o como la nor teamericana Afeefa Syeed, consultora del Departamento de Estado de los Estados Unidos, fundadora de la Academia Al Fatih y candidata demócrata para el Distrito Potomac de la Junta de Supervisores del Condado de Loudoun. Cualquiera de ellas merecería una biografía exclusiva.

Pero no hace falta irse tan lejos. En España también es fácil encontrar ejemplos de mujeres luchadoras y consecuentes, que no temen ser líderes en un mundo tan masculinizado como el musulmán. Como Salima Abdeslam Aisa, diputada del partido Coalición por Melilla, y la primera política española que juró su cargo vistiendo un
hiyab
; o Amparo Sánchez, presidenta del Centro Cultural Islámico de Valencia, y la primera directora de una organización musulmana en España; o Ndeye Andújar, cofundadora y vicepresidenta de la Junta Islámica de Cataluña, y, desde julio de 2008, directora de Webislam, el portal musulmán de Internet más importante en habla hispana.

Presumo de haber establecido una gran amistad con varias chicas musulmanas; palestinas, marroquíes, kuwaitíes, etcétera, en estos años. A algunas las conocí en la mezquita, pero a otras en una manifestación, en una cafetería o en las clases de árabe. La mayoría eran jóvenes integradas al cien por cien en la sociedad, para las que no suponía ningún conflicto su fe, profundamente arraigada en el Islam, con su interés por la moda, la música o la sexualidad. No encontré ninguna diferencia entre aquellas jóvenes árabes, que salían a bailar, al cine o a cenar conmigo, y cualquier muchacha británica, francesa o española, que pueda ser una devota católica, protestante o judía, y que al mismo tiempo disfrute de la música o de la moda. Salvo, quizás, que mis amigas no tomaban alcohol, ni drogas y ni siquiera fumaban.

Algunas de ellas utilizaban el
hiyab
. Otras no lo hacían, según me confesaban, exclusivamente por no llamar la atención en Occidente. Y esto fue algo que me sorprendió muchísimo. Al principio me costaba comprender que chicas tan femeninas y coquetas como cualquier joven occidental deseasen calzarse aquella prenda que los europeos todavía consideramos un símbolo de sumisión e integrismo. Por eso, cuando mi amiga Naima, una estudiante universitaria marroquí profundamente religiosa, enamorada de Ricky Martin, y cuyo mayor sueño era ser agente del FBI, me decía que siempre esperaba ansiosa las vacaciones de verano y fin de año, para poder volver a su país y ponerse el
hiyab
, me rompía los esquemas: «No quiero que mis compañeros me señalen por el campus por ir vestida como una terrorista».

Puedo dar testimonio de que, a pesar de encontrarnos en pleno siglo
XXI
, cuando he caminado por una calle de algunas ciudades pequeñas, en países europeos como Portugal o España, acompañado por alguna de mis amigas árabes que usaban el
hiyab
, yo también he notado las miradas y los cuchicheos. Y con frecuencia, sobre todo después de que la prensa se hiciese eco del último atentado yihadista en cualquier rincón del mundo, podía adivinar el temor o el reproche en esas miradas. Mi barba, cada vez más larga, y el
hiyab
de mis acompañantes seguramente rememoraban en el imaginario de algunas personas la sombra del binomio Islam-terrorismo al que nos han acostumbrado los medios de comunicación desde el 11-S. Y por esa razón algunas de mis amigas, estudiantes en tal o cual universidad europea, se quitaban el
hiyab
para ir a la facultad o para salir a la calle. Para ellas, según me explicaban, el
hiyab
es un símbolo de identidad y nunca una imposición machista. Más que una prenda de ropa, es un símbolo de su naturaleza. Supongo que algo parecido a las cazadoras bomber de mis camaradas skin, el pañuelo palestino de mis camaradas antifas o las boinas ladeadas de mis camaradas revolucionarios.

Y reconozco que si bien todas mis amigas árabes me obligaron a replantearme mis prejuicios una vez más, hubo una que terminó de destrozarme los esquemas, ayudándome a comprender aún más los absurdos tópicos occidentales sobre la mujer en el Islam. Arquetipos anquilosados en los medios occidentales más conservadores, que van más allá de una mera desinformación. Intentan completar una imagen absolutamente satanizada de todo lo que tenga relación con el Islam, con una intención puramente geopolítica y estratégica. Porque ese intento de talibanizar el Islam es tan injusto como pretender que toda mujer occidental es una sometida cristiana amish.

De padre árabe y madre española, Yamila (cuyo nombre significa
hermosa
en árabe) es una devota musulmana. Su origen está en el golfo Pérsico, aunque su residencia actual se encuentra en Al Andalus, y combina perfectamente el exotismo árabe con el desparpajo andaluz. De su mano aprendí algunas lecciones de humildad y a abrir todavía más mi mente. Porque aunque Yamila apenas sabía nada de mí, surgió una química muy especial entre nosotros. Y a través de ella descubrí otro aspecto para mí desconocido de la mujer musulmana.

Demasiado ocupado en mi formación como yihadista, descuidé otros aspectos sociales, y quizás por eso, en el fondo, también me creí durante mucho tiempo la propaganda occidental que dibuja a unas mujeres musulmanas dóciles y sumisas, entregadas a parejas dominantes y sin ningún tipo de sexualidad. De hecho, nunca había fantaseado con ninguna mujer árabe, porque no me había parado a pensar que debajo del
al-amira
, el
hiyab
, el
chador
o la
shayla
pudiese existir una mujer sexualmente plena y activa. Cargada de erotismo y sensualidad. Hasta que conocí a Yamila.

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