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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (39 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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En tono seco, dictó una carta para el jefe de camareros, informándole de que iría a Pi-Ramsés en cuanto pudiera, cosa que no era posible por el momento, y de que los médicos del faraón eran tan competentes y dignos de confianza como él mismo.

También había una breve comunicación de Amunmose, jefe del harén del faraón en Menfis, en la que se quejaba de haber tenido que despedir por incompetencia al médico designado por el mismo Khaemuast para atender a las mujeres. ¿No podía el poderoso príncipe sugerir un sustituto? «Ahora no", pensó Khaemuast con persistente irritación. "Mañana, mañana me ocuparé de eso.» Se dirigió a las habitaciones de Nubnofret y se encontró con Antef. El joven vestía sólo un taparrabos, llevaba un carcaj lleno de flechas colgado del hombro y el arco en la mano fina y desenvuelta. Khaemuast le rozó al pasar y luego se detuvo para volverse.

—¿Vas a practicar el arco, Antef?

El muchacho asintió. Se le veía cansado y triste.

—¿Vas a encontrarte allí con Hori?

—No, Alteza —respondió Antef—. Hoy no he visto al príncipe. Ha dormido hasta tarde y luego ha salido deprisa.

Sus ojos no le miraban de frente y Khaemuast sintió una oleada de simpatía por la profunda tristeza de aquel agradable muchacho.

—Estos días no tratas mucho a mi hijo, ¿verdad? —preguntó, con suavidad.

Antef, movió la cabeza, angustiado.

—¿Puedes decirme qué le pasa, Antef? Sin traicionar su confianza, por supuesto.

—Te lo diría si lo supiera, Alteza —barbotó el joven—, pero Hori ya no me hace confidencias. Se diría que le he disgustado, de algún modo, pero ¡por Set, no imagino cómo!

—Tampoco yo —le aseguró el príncipe—. Lo siento, Antef. Por favor, ten paciencia con él.

—Es lo que hago, Alteza. —El muchacho sonrió débilmente—. Creo que, tarde o temprano, se confiará a mi.

Khaemuast hizo un gesto afirmativo y continuó su camino. No quería pensar en el misterioso cambio de Hori, prefería creer que el buen tino de su hijo volvería a imponerse sin problemas.

Cuando anunciaron a Khaemuast, Nubnofret estaba de pie en el medio de la alcoba, con los brazos en jarras, entre un revoltijo de vestidos y mantos. Wernuro y dos servidoras personales ordenaban los brillantes montones de telas bordadas de oro o cuentas, mientras un escriba, sentado a los pies de su ama con expresión de acoso, movía furiosamente su estilo.

—Apartad ése —decía Nubnofret—. Se puede adaptar para Sheritra. Esos dos tienen unas partes gastadas. Será mejor acortarlos, aunque es una pena. —Sonrió, volviéndose para recibir el beso de rigor de Khaemuast—. Eran mis favoritos. Voy a encargar ropa nueva, querido hermano. El hilo tejido con el lino del año pasado es especialmente fino y he adquirido una buena cantidad.

—O sea que estarás ocupada todo el día —sugirió Khaemuast, esperanzado.

Ella hizo una melancólica mueca.

—Si. Va a venir la costurera. ¿Por qué lo preguntas?

—Voy a ir a visitar a Sheritra —respondió él, con cautela—. Aprovecharé la ocasión para invitar a Sisenet a estudiar el pergamino. Se me ha ocurrido que tal vez quisieras ver a tu hija y pasar un rato con Tbubui.

Pese a la forzada serenidad de su voz, ella le miró con curiosidad.

—Sheritra se ha ido hace sólo tres días —señaló—. En cuanto a Sisenet, podrías enviarle a un heraldo. Estás descuidando a tus pacientes, Khaemuast, y sé que la correspondencia oficial se amontona sobre tu escritorio, aunque Penbuy te guarda lealtad y no se queja. Semejante irresponsabilidad no es habitual en ti. «No tengo por qué darte explicaciones", pensó él, con fastidio. "A veces adoptas conmigo un tono maternal que detesto.»

—Esos asuntos no te conciernen, Nubnofret —la amonestó, tratando de hacerlo de manera delicada—. Tú dirige la casa y deja mis obligaciones para mí. Últimamente, me siento muy cansado. No veo ningún mal en pasar la tarde charlando con mi hija y su anfitriona.

Habitualmente, ella solía ceder. Su pasión por dominarlo todo solía llevarla a entro meterse en el terreno de su esposo, pero bastaba una leve reprimenda para que se retirara, riéndose de si misma. Sin embargo, en esa ocasión se mantuvo firme.

—No se trata de una sola tarde —insistió—. Llevas semanas mostrándote reservado e irritable con todos. Me sorprende que no hayas recibido una dura carta de Ramsés, regañándote por el descuido de los asuntos egipcios.

Le observaba con un doloroso desconcierto. Khaemuast se preguntó fugazmente si seria más astuta de lo que él pensaba. Pronto tendría que hablar con ella, pero todavía no, todavía no. Se apresuró a aplacarla, mientras sus servidoras aguardaban con la inmovilidad que les habían inculcado.

—Es cierto que no atiendo mis asuntos con la dedicación que merecen —admitió pero necesito un descanso, Nubnofret.

—En ese caso, vayamos al norte una o dos semanas. Tal vez el cambio te mejore.

Él rió con aspereza.

—Detesto ir a Pi-Ramsés —dijo, secamente—. Lo sabes bien.

Nubnofret se acercó a él, pisando con delicadeza por entre las ropas desechadas.

—Ocurre algo malo, esposo mio —comentó en voz baja, mirándole de frente—. No me insultes negándolo. Dime lo que es, por favor. Sólo quiero ayudarte y prestarte mi apoyo.

El príncipe luchó contra un absurdo deseo de llorar. Hubiera querido arrojarse en el diván de su esposa y verterlo todo en sus comprensivos oídos, como un niño. Pero reconoció el impulso como lo que era, una regresión a la etapa infantil. Además, las servidoras estaban presentes y Nubnofret apenas había comenzado su tarea.

—Tienes razón —dijo, por fin—. Y te lo diré, por supuesto, pero no ahora. Que disfrutes de la tarde, Nubnofret.

Ella se encogió de hombros y se volvió hacia la alcoba, pero cuando él llegaba a la puerta le oyó decir:

—No encuentro a Penbuy. Enviamelo más tarde, Khaemuast. Necesito medir exactamente la cantidad de tela para pagarla.

Era una tarea sin importancia, que podía hacer su propio escriba, y los dos lo sabían. «O bien está afirmando su autoridad, o bien me hace saber que sospecha de que he alejado a Penbuy", se dijo su esposo, en tanto recorría el pasillo, recibiendo distraídamente el saludo de sus guardias. "¿Es posible que Nubnofret, mi serena y firme Nubnofret, esté perdiendo el dominio de si misma?» La posibilidad de una escena desagradable entre él y su esposa le hundió en el pesimismo. Con el corazón abrumado, ordenó que se formara el personal de la barcaza.

El día luminoso y cálido y lo agradable de su cometido le devolvieron pronto el ánimo. Desembarcó, esperó a que desplegaran su dosel y marchó por el sendero en dirección a la casa de Tbubui, con una profunda satisfacción. El reclamo de los pájaros iridiscentes resonaba entre las palmeras y los pies se hundían de un modo agradable en la ligera arena. Al recordar la última vez que había caminado por allí, lo onírico de aquella noche y de su encuentro con Tbubui, sintió la tentación de empezar a cantar. Dobló en el último recodo, ya querido y familiar, y vio a Sheritra de pie a la sombra de la fachada, con los brazos cargados de unos blancos lirios de agua que goteaban por encima de su reluciente túnica. Al reconocerle avanzó un paso, pero se detuvo a esperar, con un rostro solemne.

«Qué extraño", se dijo él. "Normalmente corre a mi encuentro.» Entonces cayó en la cuenta, con dolor, de que Sheritra llevaba algún tiempo sin arrojarse con abandono en sus brazos. Se acercó con una sonrisa para abrazarla, sintiendo el frío de los lirios mojados sobre el vientre. Sus servidores hicieron una reverencia a la princesa y se retiraron a la sombra del palmar. Ella se apartó.

—Qué placer verte, padre! —exclamó. La alegría de su voz era inconfundible, pero Khaemuast advirtió en sus ojos una extraña cautela—. ¿Cómo están todos en casa?

—Más o menos como siempre —respondió él—. He quitado los puntos a Hori y tu madre está hoy reorganizando su vestuario. De lo contrario, habría venido conmigo.

—Hummm —respondió ella—. Entra en la casa. Tbubui está atrás, en las cocinas, tratando de enseñar un plato a su cocinero, y Sisenet sigue encerrado en sus habitacio nes, como de costumbre. Harmin ha salido al desierto a practicar con su espada.

Caminaron hacia la puerta, cogidos del brazo.

—Tengo la sensación de que llevo una eternidad fuera de casa —añadió.

Khaemuast apretó su delgado antebrazo.

—También a mí me parece lo mismo —dijo, con sencillez. Y pensó, horrorizado: «Nos sentimos incómodos al estar juntos. En tres días nos hemos alejado aún más».

Bakmut le hacia unas reverencias desde el vestíbulo, con el tosco lienzo flotando en la corriente de aire. El príncipe vio, con aprobación, que uno de sus soldados se mantenía erguido contra la pared opuesta, donde se iniciaba el pasillo trasero.

—Siéntate, si quieres —invitó su hija, dando una palmada—. Trae vino y pan con manteca —ordenó bruscamente al sirviente negro que se presentó—. Di a tu ama que ha venido el príncipe Khaemuast.

—¿Estás contenta aquí? —preguntó su padre, cauteloso.

Ella sonrió, pero había cierta tensión bajo su muestra de buen humor.

—Empiezo a acostumbrarme ahora —respondió—. Hay muchísimo silencio. Huéspedes, ninguno hasta el momento. Rara vez música, a la hora de comer. Pero aquí no me cohíbo, padre. Sólo Sisenet me pone algo incómoda, pero es porque no lo veo con tanta frecuencia como a los otros.

Se ruborizó y Khaemuast descubrió con alivio en su arrebol y en el momentáneo retorcerse de sus manos a la Sheritra de siempre.

—Harmin y yo pasamos la tarde juntos, después de la siesta. Tbubui se queda en su alcoba. Harmin y yo, con Bakmut y un guardia, nos apoderamos del jardín y paseamos bajo las palmeras. He nadado dos veces en el río, pero nadie me acompaña en el agua. Por la noche conversamos o escuchamos las lecturas de Sisenet.

—¿Y por la mañana? —preguntó Khaemuast, mientras le servían un denso vino rojo y una bandeja de plata con pan, manteca, ajo y miel. El sirviente se había movido en un fantasmal silencio, sin dejar oir siquiera el susurro del lienzo almidonado.

—Por la mañana Tbubui y yo nos hacemos mutua compañía y conversamos sólo de cosas tontas, vanas y femeninas. —Sheritra se echó a reír—. ¿Lo imaginas, padre? ¿Yo, charlando de cosas vanas y tontas?

«Habla demasiado deprisa", pensó su padre, llevándose la taza a la boca. "Esto también se interpone entre nosotros, su entusiasmo o su inquietud, no sé cuál de las dos cosas. Y no va a decirme con franqueza lo que siente.»

—Estoy seguro de que te sienta bien —replicó—. La frivolidad no tiene nada malo, querida mía. Mucho menos para ti, que siempre has sido demasiado seria.

—¡Y tú lo dices! —rió ella.

—¡Oh!, aquí viene Tbubui.

Khaemuast no estaba obligado a levantarse, por pertenecer a la realeza, pero lo hizo y alargó las manos hacia las de Tbubui, inclinándose para darle un beso en la mejilla. Inmediatamente comprendió que era un gesto excesivamente familiar en presencia de Sheritra y retrocedió para volver a ocupar su asiento. La dueña de la casa, fresca y deslumbrante con una túnica blanca semitransparente, con adornos de borlas plateadas, se dejó caer en una almohadón grande, frente a él, con un movimiento perfeccionado por la práctica.

—Quería averiguar si mi Pequeño Sol sentía ya nostalgia —comenzó él— y deseaba hablar con tu hermano, Tbubui. Pero Sheritra no parece echar en absoluto de menos el hogar. Al contrario, muestra una extraordinaria salud, por lo que te estoy agradecido.

Sintió que todo en él, los tensos músculos del vientre, los hombros endurecidos, las líneas de su cara, se relajaban al mirarla. «Oh, Tbubui", dijo en silencio a aquella ancha frente, cruzada por una gruesa banda de plata que sujetaba hacia atrás la espesa cabellera, a los negros ojos perfilados que permanecían cálidamente fijos en él, a la graciosa indolencia de los brazos que reposaban sobre las rodillas lánguidamente. El subir y bajar de los pechos, apenas entrevistos, era ligero y veloz. "Ella también lo siente", pensó, con alegría. "Estoy seguro.»

—Soy yo quien debe estar agradecida —replicó ella, sonriendo.

Se había pintado los labios con alheña roja y su boca recordó a Khaemuast la enorme estatua de la diosa Ator que se levantaba en el templo del distrito sur. La sonrisa leve y sensual de Ator también era roja, de un rojo húmedo y brillante.

—Sheritra es una compañía deliciosa, me hace sentir joven otra vez. Espero que no se aburra entre nosotros.

Se volvió con afecto hacia la muchacha, que le devolvió la sonrisa. «Caramba, se comportan como hermanas", pensó Khaemuast, sintiendo una oleada de bienestar. "Cuando Tbubui se traslade a casa no serán enemigas.»

—¿Aburrirme? —exclamó Sheritra—. ¡Nada de eso, desde luego!

—Entonces, ¿no quieres volver a casa? —bromeó Khaemuast—. ¿No te consumes añorando la disciplina de tu madre?

Una sombra cruzó el rostro enrojecido de Sheritra y Khaemuast comprendió que su comentario había sido desleal. «¿Qué contiene este vino?», se preguntó.

—Otra excelente cosecha —observó apresuradamente, levantando su taza.

Tbubui inclinó la cabeza.

—Gracias, príncipe. No nos interesan las ropas caras ni la diversión constante, pero somos exigentes cuando se trata del vino.

Khaemuast tuvo la incómoda impresión de que en ese «somos" estaba incluida su hija, como si, por un fugaz segundo, no fuera suya, sino de Tbubui; como si, por alguna alquimia desconocida, hubiera sido siempre de Tbubui. La entrada de Harmin le ahorró más comentarios. El joven entregó su espada al sirviente más cercano y avanzó hacia el interior de la casa. Estaba empapado en sudor y tenía el pelo, las fosas nasales y las pantorrillas sucias de arena. Con una sonrisa afable, se inclinó ante Khaemuast, aunque mostrando sólo ojos para Sheritra. "Cada vez mejor», pensó su padre.

—Te saludo, Harmin —dijo—. Confio en que hayas mejorado tu puntería lo suficiente como para justificar tanto calor y tanto polvo.

El muchacho enarcó las cejas y se llevó una mano al cabello, pegajoso.

—Creo que tiro con más precisión y a mayor distancia —dijo—, pero hoy no. Si me disculpas, príncipe, iré a bañarme. Sheritra, llama a Bakmut y acompáñame. Puedes levantar un dosel en el jardín mientras me baño. Siempre que no te moleste, príncipe, si has concluido tu visita a la princesa.

Khaemuast se sintió desconcertado, tanto por la arrogante familiaridad con que Harmim trataba a Sheritra como por la presunción de que su visita era menos importante que sus propios deseos. Tampoco le pasó desapercibida la rápida mirada que madre e hijo intercambiaron mientras éste hablaba. Se preguntó qué significaría.

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