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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios

BOOK: El pendulo de Dios
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¿PORQUÉ no existe ninguna prueba física de la existencia de Jesús? Durante siglos, una comunidad nacida de los esenios ha intentado mantener en secreto la única prueba de la vida real de Jesús… hasta ahora. Cècil, un auditor de proyectos humanitarios en el tercer mundo, se ve envuelto en un asunto de tráfico de antigüedades que lo llevará tras los pasos de Azul Benjelali, un antiguo amor experta en lenguas antiguas, y que está a punto de descubrir el secreto que ha permanecido en silencio por miles de años.

Con la ayuda de Mars, una misteriosa colombiana, Cècil comienza una carrera contra reloj que lo llevará de una clave a otra tras los pasos de los esenios, los romanos, los templarios, los almogàvers, las tropas borbónicas y los nazis, y que nos mantendrá en vilo desde la primera página en un rompecabezas que deberán resolver si no desean que el secreto caiga en las manos equivocadas que lo han perseguido durante siglos. La eterna lucha del hombre por dominar su tiempo, la ambición y la generosidad, la esperanza y el miedo, las dos caras humanas enfrentadas por el poder a lo largo de dos mil años.

Jordi Diez

El péndulo de Dios

ePUB v1.0

NitoStrad
21.05.13

Título original:
El péndulo de Dios

Autor: Jordi Diez

Fecha de publicación del original: noviembre de 2012

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A mi padre,

con todo el amor, respeto y gratitud

que puedo albergar

Capítulo
1

P
or fin, a primera hora de la mañana, estaba todo listo para abrir la subasta.

Llegué el primero al Hotel Arts, me identifiqué en el mostrador del
lobby
con un nombre escogido para el momento y subí a la habitación, solo. Habían reservado una
suite
en el mítico hotel para dificultar la identificación en caso de que algo no saliese como estaba previsto.

Comprobé el número de la habitación en la placa junto a la puerta, eché un vistazo a los pasillos y, cuando estuve seguro de que no me había seguido nadie, introduje la tarjeta magnética en la ranura. Tras un suave clic, empujé la pesada puerta y entré. Una fría lámpara de diseño iluminó el pasillo hasta la sala principal, lo crucé y dejé el par de maletines con los equipos en el suelo de madera. Observé la sala, grande, con dos puertas entornadas (supuse que una del baño y la otra del dormitorio), y una gran cristalera frontal cubierta por una cortina opaca. La descorrí, y la visión infinita del mar Mediterráneo, por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas, calmó un poco mis nervios.

Saqué mi ordenador del maletín, lo coloqué en una de las mesas del escritorio y realicé los ajustes requeridos para conectarme a la red inalámbrica del hotel. Tras teclear las claves necesarias, el icono de un candado minúsculo en la pantalla del ordenador me confirmó la conexión segura; entonces, saqué un segundo monitor del otro maletín, lo conecté como periférico a mi ordenador y lo puse sobre una mesa lateral frente a la que situé un par de butacas para que los dos invitados, que me habían prometido que asistirían, pudieran seguir la subasta sin subirse a mis espaldas.

Había necesitado casi toda la noche para vincular las fotografías, los textos y los precios del catálogo a la base de datos que me había dejado franca Martí, pero ahora ya estaba todo listo.

Aproveché que todavía tenía casi dos horas de margen hasta las doce del mediodía, cuando todo comenzaría en serio, y me serví un pequeño desayuno del generoso minibar. Cuando tomaba el último sorbo de zumo, llamaron a la puerta. Abrí, y entraron el padre Carles, que quizá no fuese ni padre ni Carles, y de quien estaba seguro de que utilizaba un nombre falso, el señor Navarro. Les di la bienvenida. Faltaba poco más de una hora para el inicio de la subasta, y la conversación se mantuvo apartada del tema hasta treinta minutos antes de la hora de apertura. Entonces, contesté algunas preguntas en relación con la preparación y les mostré, por encima, cuál sería el procedimiento de los pagos, las pujas y los abandonos, si es que estos últimos se producían. Los productos subastados estaban preparados para que, a medida que se cerraran las pujas y se certificaran los cobros, se vincularan a un número secreto que recibiría el comprador y que le serviría para reclamar el pedido en algún lugar seguro. Me certificaron que todos los compradores ya estaban avisados.

No era necesaria ninguna clave de seguridad para acceder a la web de la subasta, tal y como les hice saber, porque la dirección IP de la página solo la conocían aquellos a los que les hubiese sido facilitada, y después desaparecería para siempre. El servidor de conexión se había contratado en una empresa de Andorra, y la base de datos estaba alojada en uno canadiense. Un trabajo excelente de Martí. Si se hubiese tratado de algo perpetuo, las medidas de seguridad habrían sido mayores, pero siendo como era algo único y muy breve, no requería de más miramientos. Parecieron convencidos, a la par que nerviosos. Las doce menos diez; en ese momento, deseé desconectar todo y desaparecer de allí, pero ya era tarde, la primera petición de conexión parpadeaba en los monitores. Los tres nos miramos y yo me situé en mi sitio, al teclado. El padre Carles y el señor Navarro se acomodaron frente al otro monitor. Para garantizar la seguridad y el anonimato de los compradores, solo conocíamos su nombre en clave. A la primera petición se añadieron doce más y, a la hora prevista, doce en punto, trece desconocidos comenzaban la puja por los cuarenta y siete objetos robados del pasado. La mayoría eran pergaminos y pequeñas figuras de vírgenes y santos, también alguna pintura de reducido tamaño. Supuse que el contenido de la subasta se había seleccionado más por la facilidad de su transporte que por su posible valor.

Casi todas las pujas quedaron definidas más o menos en su inicio. Imaginé que los coleccionistas, de cuya naturaleza no tenía idea, sabían muy bien qué pieza o qué piezas eran de su interés. De todas formas, había previsto un mecanismo por si algún artículo era objeto de pujas múltiples en los últimos dos minutos de la subasta: que esta se alargase automáticamente en periodos de dos minutos hasta culminar la venta.

Si con suerte esto no ocurría, en apenas cinco minutos certificaría los cobros para que el programa enviara las claves necesarias para retirar la mercancía, y adiós muy buenas. Todo el asunto a la papelera de reciclaje de mi memoria. Me sudaban las manos y no veía el momento de acabar. De pronto, un destello en la pantalla anunció una puja casi simultánea de dos compradores por un mismo objeto, una hoja de pergamino escrita por ambas caras y teñida de color púrpura. La fotografía, reducida a menos de un centímetro en la pantalla, dejaba entrever una hoja antigua con miniaturas dibujadas en los márgenes.

El primer comprador, que se identificó como [Capillus], ofertó cien mil euros de salida por el documento. Miré de reojo a mis dos compañeros de habitación y los vi tensos, aferrados a los brazos de la silla, las puntas de sus dedos blancas por la presión contra la madera acolchada, y sus frentes perladas por pequeñas gotas de sudor. De las otras piezas, la que más valor había alcanzado apenas llegaba a los quince mil euros, una talla de la Virgen con el Niño hecha en madera policromada, de unos cuarenta centímetros de altura y datada del año 1566. Pero cien mil euros era demasiado. Todavía nos estábamos reponiendo de la cifra cuando el otro, que se había identificado como [Conversum], hizo la puja que al final resultó definitiva, un millón de euros.

Dos minutos más tarde, la página se desconectó y la dirección IP, así como los datos de todos los participantes, se borró automáticamente del servidor. Tan solo la ventana conectada a Suiza permaneció activa, con un saldo parpadeante de un millón trescientos treinta y siete mil euros.

El señor Navarro se levantó, sopló y, antes de salir de la habitación, se enganchó el teléfono móvil a la oreja. La camisa se le había pegado a la espalda por el sudor, y los pantalones le caían de manera ridícula hasta la mitad de los glúteos. El padre lo siguió con la mirada antes de desviarla hacia mí, más sereno que su compañero, y me preguntó si necesitaba ayuda para desconectar y recoger los equipos. Le agradecí el ofrecimiento, pero lo decliné. Lo único que deseaba era que se marcharan lo antes posible. Me dio la mano y salió.

Los rayos de sol que entraban por los amplios ventanales atravesaron impunes la tensión de dos horas y media, acumulada ahora en un monitor frío rematado con una cifra escandalosa.

En ese momento, recordé las tapas rojas y negras del viejo libro de mi padre y comprendí, sin necesidad de más pruebas, que había cometido un grave error al aceptar el trabajo. Uno más que añadir a mi lista vital.

Capítulo
2

Migdal, Israel, año 5 d. C.

M
e habían mandado a recoger los huevos de las gallinas. Tenían que ponerlos en unas cajas de madera que habían hecho entre padre y mi hermano, pero como nunca lo hacían bien, debía recorrer todo el patio para encontrarlos. Hasta que no quedara ninguno, no podía jugar con ellas, ni arrancarles plumas para enredarlas en mi pelo, ni volver a casa.

Esa mañana, padre y mi hermano tampoco habían salido a varear los olivos. Llevaban varios días sin hacerlo, muy calientes, tumbados en el suelo de la casa. Madre los cubría con paños que remojaba en agua del pozo.

Mi hermano se llamaba Josué, como padre.

Todavía estaba en la parte de atrás recogiendo los huevos cuando escuché cómo se acercaba gente a la parte delantera de la casa. No nos venían a visitar muchas personas, solo los viernes porque vendíamos huevos y alguna gallina. Pero hoy no era viernes, era sábado y estaba prohibido por una ley que se recogieran los huevos en sábado. Siempre me decían que si alguien venía en sábado y yo estaba recogiendo huevos, o limpiando la casa, lo dejara todo para que no me llevaran presa. Escondí el canasto y entré muy rápido en la casa por el establo donde guardábamos el borrico.

La casa estaba llena de gente que abrazaba a madre. Una de las señoras, que venía casi cada viernes a buscar huevos, corrió hacia mí con un velo que le cubría la cara y el pelo, y me agarró.

—Pobrecita, pobrecita.

Yo busqué a madre mientras intentaba soltarme de la señora. Alguien había cubierto a padre con una larga sábana blanca que no le dejaba respirar, y nadie parecía darse cuenta. Padre no podría sacársela solo. Llamé a madre a gritos hasta que al final vino y me colgó de su cuello. Quería explicarle lo de la sábana, pero ella me acarició el pelo y me dio un beso que me mojó la cara.

—Ahora lo que importa somos nosotras, y sobre todo Josué —me dijo.

—Seguro que los hermanos de blanco pueden curar a tu hijo, vé tranquila, nosotros cuidaremos de los olivos y de tus animales. ¿Sin un hombre en la casa cómo vas a vivir?

—Pero no tengo con qué pagarles —le contestó madre al señor que le acababa de hablar.

—Son buenos judíos, una amiga de mi cuñada acudió con un dolor terrible en el costado y la curaron sin pedirle nada a cambio.

—Yo una vez vi uno en Nazaret, vestía de blanco y flotaba al caminar —dijo otro señor.

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