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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (7 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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—¿Por qué iba a hacer eso? Se habrá marchado a su casa, o a otro lugar. Es muy dada a desaparecer.

—Es un asunto importante. El tema ha dado una vuelta de tuerca más, ahora hay un asesinato de por medio y tenemos motivos para creer que la señorita Benjelali está implicada —mi asombro fue suficiente para animarlo a seguir—. Al que usted ha conocido como padre Carles lo enganchamos hace tiempo traficando con hojas arrancadas de libros antiguos y lo reclutamos como confidente. Conocía el ramo, por así decirlo, y junto con Azul y algún otro chorizo de tres al cuarto, fueron los encargados de avisar a los peristas y compradores. Cada uno de ellos activó sus mecanismos. Los coleccionistas no acostumbran a ser personas violentas, solo compran piezas robadas, pero no hacen daño a nadie ni matan. Esta madrugada, el padre Carles, le seguiré llamando así para preservar su memoria, ha aparecido muerto en su casa con un destornillador clavado en la yugular. El destornillador no tenía huellas, si es que lo iba a preguntar, pero en la mitad de los objetos y puertas de la casa estaban las huellas de su novia Azul. ¿Comprende ahora por qué le he hecho venir? Cualquier información sobre la señorita Benjelali que pueda facilitarnos será de mucha utilidad. El Departamento Criminal también trabaja en el tema. Toda la Policía la busca, por eso pensamos que podría haberse dirigido a usted.

—Pero yo… —intenté protestar, me hubiese gustado decirle a ese policía que Azul no era mi novia.

—Quizá solo se trate de un robo que acabó mal, pero además existe otro problema —hacía ya un rato que se habían acabado las amabilidades y el señor Navarro se había convertido de verdad en el comisario Aripas—, tenemos un millón largo de euros en una cuenta numerada de la que, si no me equivoco, es usted el único conocedor. Ese dinero podría venir muy bien a una pareja de novios idealistas.

—Señor Aripas, lamento profundamente la muerte del padre, al que estoy seguro se sentía usted muy unido —le devolví la ironía—, pero las acusaciones gratuitas no me gustan, son ofensivas y atentan tanto contra mi persona como contra mi trayectoria profesional —retiré el confidente hacia atrás y me levanté. Ya no tenía sentido permanecer allí ni un segundo.

—No es mi intención ofender a nadie, sino descubrir la verdad de los hechos y evitar que se produzcan más. Puede usted marcharse, ya le dije que era una charla amistosa, pero le cojo la palabra de que nos avisará si Azul se pone en contacto con usted.

—Yo no le he dado ninguna palabra.

Nada más salir de la comisaría, llamé a Oriol Nomis, aunque supuse que ya conocería la noticia, pero aun así le informé del desarrollo de mi entrevista. Me pidió perdón por las formas de su amigo y me animó a estar tranquilo. Le pregunté por qué había escogido a Azul, y su respuesta fue tan enigmática como sorprendente, me dijo que hacíamos un buen equipo. De lo único que yo estaba seguro era de que había necesitado cinco largos años para olvidar sus ojos verdes, cinco años de viajes compulsivos para limpiar la memoria, y ahora, de golpe, cuando menos me lo esperaba, se volvía a colar en mi vida por la puerta de atrás, una puerta que yo mismo había descuidado.

Al cabo de un par de días, cuando regresaba de almorzar, encontré la puerta de mi casa forzada. Comprobé que no faltaba nada, pero era indudable que alguien la había registrado y que, fuera quien fuera el sinvergüenza, no se había molestado lo más mínimo en ocultar la evidencia de sus acciones. Sentí un flujo de miedo correr por mi espalda y recordé las palabras del comisario sobre la muerte del padre Carles. Decidí avisar de inmediato y, en menos de media hora, un grupo de policías armados con cámaras de fotos y maletines se presentaron en mi apartamento, con el propio comisario al mando.

—¡Se lo advertí! Debería colaborar, es usted un hombre inteligente y hacer de héroe no le va a ayudar. Díganos dónde está Azul y le echaremos una mano con este asunto —Antonio Aripas ocupaba todo el marco de la puerta de entrada.

—Comisario, no sé dónde está Azul, ya se lo dije, y no sé qué relación pueda tener con esto —señalé el interior de la casa.

—Señor Abidal, si no quiere ver la relación, usted sabrá, pero los robos, el asesinato del padre y este allanamiento forman parte de lo mismo, estoy seguro, me lo dice esta y nunca se equivoca —se tocó la nariz—. Por favor, si descubre que le falta algo, por insignificante que le pueda parecer, o si recuerda cualquier detalle, le ruego que me avise. Le llamaré en cuanto el laboratorio nos envíe el análisis de las huellas.

Le di la mano y se fue, y tras él, la media docena de hombres que habían dejado mis muebles como la nariz de una cortesana. La sensación de pánico me inundó de nuevo al cerrar la puerta, y no pude evitar pensar en qué me habría ocurrido si hubiera estado en casa. Debía encontrar a Azul.

A ella le encantaban los acertijos, los documentos antiguos, las bibliotecas, los trabajos universitarios, los éxodos históricos, la arqueología, y su tráfico posterior, según descubrí más tarde. Nada de eso me había interesado en su momento, aunque sí hubo algo que me fascinó desde el principio, su amor por las raíces. Era fanática de la poesía, decía que sin ella era imposible pasar de los sentimientos del alma a la razón. A veces, desaparecía por meses enfrascada en cualquier estudio y, cuando lo hacía, la única forma que tenía de contacto era enviar un mensaje a su tío padrastro Luali al Sahara, el único con teléfono móvil en todo su poblado, y la única persona en el mundo que siempre conocía el paradero de Azul. Entonces, le enviaba un verso de algún poeta saharaui y ella sabía que yo la necesitaba más que algo pendiente desde hacía dos mil años.

Abrí mi teléfono y busqué el número de Luali Benjelali, el único de nuestra vida común que no había borrado, y le mandé un fragmento de poesía, «las miserias del mundo yacen olvidadas bajo el escombro de los metalenguajes». El cabo estaba echado, ahora solo debía esperar. Leí hasta el final los amargos versos de Saleh Abdalahe, «el lenguaje con que chillan los intestinos del sur es un enigma en los oídos del norte. El monstruo de la ciudad se comió nuestra inocencia».

De niña, tuvo la fortuna de caer en un programa de acogida para niños saharauis y fue a parar a una familia con la que pasó tres veranos consecutivos. Al cuarto, se fugó y se quedó en Francia. Esa etapa siempre la mantuvo en secreto, no supe si por vergüenza de cómo lo consiguió o por el miedo al recuerdo, pero, fuera como fuera, la vida de Azul empezaba para todos a partir de los quince años. Vivió en un centro de acogida para niños extranjeros a las afueras de París, donde compartió adolescencia con los hijos de los que le habían robado su país. Quizá fue esa falta de identidad la que la empujó a aprender, a aprovechar al máximo cualquier oportunidad para salir de ese mundo de piel marrón y pies descalzos en el que su propio aspecto la metía una y otra vez. En la Sorbona, descubrió los valores básicos del hombre y comprendió que esos valores eran machacados una y otra vez por los mismos que se llenaban la boca con ellos. Aprendió que su pueblo había sido víctima de una de las mayores traiciones del siglo XX y que aquellos que pocas décadas antes habían pedido la ayuda internacional para superar el mazo fascista eran los mismos que habían hecho oídos sordos y traicionado a su amada república del Sahara.

Al día siguiente de haber enviado el mensaje a su tío, Azul se puso en contacto. Recibí un mensaje en mi teléfono móvil, «Los pequeños dioses agonizan ante el vacío de los verbos politizados». Esperé varios minutos para proveerme de valor antes de marcar la opción de rellamada.

—Hola, Cècil —me estremecí.

—Hola, Azul. Tendríamos que vernos.

—Lo sé, siento que te metieran en esto. Les dije que no lo hicieran, pero no me escucharon. Junto a la Sagrada Familia hay un restaurante en el que se come fatal, pero que está siempre lleno de turistas, tras el lago. No vengas en coche y trae una bolsa con ropa para un par de días. Nos veremos allí a las dos y media —y colgó.

Miré el reloj del teléfono. Tenía poco más de una hora para preparar la bolsa y salir. No sabía qué sentiría al verla de nuevo, pero escuchar su voz después de tanto tiempo me produjo un efecto contradictorio de temor y tranquilidad. Ni siquiera me paré a cuestionar sus instrucciones. Decidí en el último momento añadir el ordenador a las dos mudas de ropa interior que, junto al neceser y un polar, configuraban todo mi equipaje, y salí. Hasta la calle Mallorca había solo cinco paradas de metro, así que pocos minutos antes de la hora ya deambulaba entre los turistas, la gran mayoría japoneses, que intentaban meter unas torres de cien metros de altura en la pantalla de una cámara de dos pulgadas. Supongo que, como debe pasar en casi todo el mundo, los propios de la ciudad son los únicos que no visitan sus monumentos y, a pesar de que pasaba frente a la Basílica con cierta asiduidad, no me había parado nunca a contemplarla con los ojos del curioso. Me pareció de una belleza escalofriante, casi enfermiza.

Como dijo Azul, en la manzana tras el lago había un restaurante amurallado por largas filas de autocares que se detenían en un estudiado cortejo para dejar y recoger turistas. Las propinas y las comisiones debían ser suculentas en esa esquina. Atravesé los arcos de entrada y el ruido ensordecedor del interior me golpeó con fuerza. Cerca de un centenar de comensales gritaban y reían, sentados en largas mesas agrupadas por turoperador, y bien surtidas de generosas jarras de sangría. Aquí también ganaba la mayoría de japoneses, aunque el follón se hacía más estridente en las mesas de italianos y turcos, que ocupaban en exclusiva uno de los comedores. El único espacio dedicado a los turistas solitarios era el tercer comedor, al fondo del local. Supuse que Azul estaría allí. No comprendía muy bien el hecho de haber escogido un lugar tan ruidoso para hablar, pero entré un tanto compungido a buscarla. No la vi. Salí, esperé unos minutos y volví a entrar. Las dos y cuarenta. Azul nunca se retrasaba. Paseé la vista por las mesas de los japoneses y después, por el comedor de los mediterráneos, entonces la vi. ¡Allí estaba!, sentada con un grupo de turcos que gritaban y fumaban sin parar. Llegué hasta ella y me senté a su lado. Azul me miró a los ojos y tuve que hacer un esfuerzo para aguantarle la mirada. De golpe, se esfumaron cinco años de mi vida. Sus ojos, enrojecidos por el humo de los cigarrillos otomanos, continuaban hermosos. Vestía una blusa blanca de volantes y un collar de turquesas sin pulir a juego con ellos. Sin mediar palabra, metió una mano en el bolso y sacó un papel. Yo temía ese momento y tampoco sabía qué decir, así que refugié la mirada en sus manos mientras me tendían el papel doblado por la mitad. Las uñas cortadas a ras, sin pintar, en sus manos de bibliotecaria. Cogí el papel y lo desdoblé, solo decía «Soy una ellenjamesiana». No pude evitarlo, comencé a reír como un loco, liberé todos mis miedos en carcajadas a las que se fueron añadiendo los turcos, sin saber muy bien por qué, en una cacofonía que contagió a todo el restaurante, y en pocos segundos, más de cien personas, incluidos los japoneses, reíamos sin motivo a carcajada limpia. Azul me besó en la mejilla y se levantó. De detrás de su silla sacó un gorro de mexicano, de esos típicos en el imaginario turístico de la ciudad, y antes de marcharnos sin comer, me lo echó por encima. Aún mantenía la tensión de la risa en la mandíbula, y las lágrimas asomaban a las comisuras de los ojos, así que acepté la broma con humor y la seguí por las escaleras del subterráneo. Creí que bajábamos al Metro, quizá para ir a comer en algún lugar más tranquilo, pero las escaleras de bajada se bifurcaron apenas al final del primer tramo en dos túneles, uno que se dirigía al Metro y otro que entraba en el
parking
de unos grandes almacenes. Escogió este último, pagó en efectivo el tiquete de aparcamiento y caminamos hasta una furgoneta blanca estacionada entre dos deportivos. Subimos, ella en el lugar del conductor, y salimos del
parking
. Cuando estuvimos fuera, Azul demostró que no era una ellenjamesiana y comenzó a hablar.

—Ha pasado mucho tiempo, pero te veo igual.

—Tú estás —no quise evitar decir la verdad— preciosa. Todavía más hermosa que aquella tarde en El Aaiún.

—Cècil, por favor, no remuevas. ¿Cómo estás?

—Sorprendido. Después de tanto tiempo, tras haber encerrado todos mis cadáveres en el armario, apareces de golpe en medio de una historia inverosímil de robos, mentiras, ¡y hasta un asesinato! Y por cierto me han advertido que tenga cuidado contigo, porque estás involucrada en él.

—¿Y tú qué dices? ¿Crees que maté al cura?

—¡No digas tonterías! Has hecho muchas cosas raras —la vi bajar sensiblemente la cabeza—, pero eres incapaz de hacer daño «físico» a nadie. Sin embargo, me dijo el comisario que su casa estaba llena de tus huellas.

—Ya hablaremos de eso. Tendremos tiempo. Gracias por no creer que yo le maté, aunque la Policía no sé si piensa igual.

Conducía una furgoneta Mercedes de seis plazas con los cristales traseros tintados y la bancada posterior recogida. La emoción del encuentro y la ocurrencia de la tarjeta no me habían dejado tiempo para pensar a dónde íbamos, pero cuando me fijé, la furgoneta enfilaba la autopista AP-7 dirección norte, la misma que había cogido días atrás para ir a Girona. Se lo pregunté.

—No, vamos a Suiza. A retirar tu millón trescientos mil euros. Es el único camino para saber quién mató al padre y ha destrozado a tu amigo Martí.

—¿Cómo?

—¿No lo sabías? Perdona, no quería ser tan directa, lo han encontrado inconsciente, tirado en la Ronda de Dalt, después de haber sido atropellado. Unos vecinos lo llevaron al Vall d'Hebron, y está en observación en la UVI —¡qué barbaridad me estaba contando!—. Lo siento, de veras, creí que ya lo sabías. Has tenido suerte de que empezaran por los otros.

La sucesión de imágenes y el peso de la culpa me mantuvieron inmóvil hasta la frontera con Francia.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Azul.

—¿Cómo sabes lo de Martí?

—El comisario informó a Oriol Nomis, y él a mí. Me mantiene informada de los movimientos de la Policía. Espero que los hayamos despistado en el restaurante. Te siguen desde que Conversum hizo la transferencia. Creen que tú puedes saber quién es.

—¿Yo? ¡Pero si ellos mismos me obligaron a crear un sistema para mantener el anonimato de los pujantes!

—Ya, pero cuando el padre murió y a mí no me encontraron, comenzaron a desconfiar de todo el mundo. Julio, ese era el nombre del cura, me llamó la noche de la subasta porque estaba aterrorizado. Había prometido dar los datos del paradero del códice a su contacto, pero por culpa de tu montaje no lo consiguió. Tenían la red del hotel pinchada.

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