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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (11 page)

BOOK: El pendulo de Dios
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Al caer la noche, oímos llegar un grupo de gente; Simón me avisó de que era Yeixú quien venía, y salí a esperarlo. Lo vi reír en la distancia, vestido con una túnica blanca hasta los pies que la luz de la luna hacía más blanca todavía, y sus dientes encenderse en cada carcajada. Lo observé en silencio, flanqueada por Simón y Andraos. Caminaba todo el grupo por la arena de la playa intentando mantener un silencio que rompían al ritmo de las olas en risas y bromas. De pronto, Yeixú reparó en mi presencia y se paró. La espuma de las olas mojaba los bajos de su túnica. Nos separaban apenas veinte o treinta pasos cuando Yeixú abrió sus brazos y yo corrí a cobijarme en ellos.

Me abrazó y me besó. Su cuerpo era más fuerte, más completo. La delgadez y la debilidad del desierto habían desaparecido, y sus largos brazos me cubrían como un manto. Hundí la cabeza en su pecho y una alegría infinita me invadió. Sus seguidores hicieron un pequeño círculo a nuestro alrededor y Yeixú, sin dejar de abrazarme, comenzó a susurrar una canción en mi oído. Cuando las pulsaciones de mi cuerpo se adaptaron a la paz de su canto, brotó una luz blanca que nos envolvió a los dos. Tuve la sensación de que levitaba, que me fundía en una inmensidad incapaz de acoger en mi alma. Al cabo de unos minutos, fue rebajando la intensidad de su canto y comencé a sentir de nuevo cómo mis pies se humedecían al contacto con el agua del mar. Todo el mundo estaba en absoluto silencio. Algunos hombres se habían postrado a la fuerza de Yeixú, y entonces tuve la certeza de que él era Él.

Sin soltarme del brazo, comenzamos a caminar de nuevo hasta la cabaña de Andraos y Simón, y tras abrazarlos, entramos. La multitud se tumbó en la arena de la playa dispuesta a pasar la noche al raso para seguir al día siguiente a su maestro.

Cuando Yeixú se quitó su túnica, pude ver que bajo ella vestía un manto de cuyas puntas colgaban cuatro borlas de hilos anudados, al modo del maestro Akenatón o de los rabinos del Templo.

—¿Cómo está mi amado Yuhana? ¿Por eso has venido, no es cierto? —me preguntó sin más preámbulos.

—Sí, él me ha enviado. Necesitaba conocer la respuesta a la gran pregunta.

—¿Y ya la tienes? —asentí ruborizada a sus palabras y él siguió—, pues te ruego que cuando vuelvas con Yuhana, se la hagas saber. Mariam, Yuhana corre un gran peligro, él lo sabe y lo ha escogido, pero debo advertirte para que estés preparada. Herodes Antipas no es un ser de luz, es un hombre que se ha dejado pervertir por las más bajas energías y ha sucumbido a sus encantos, convirtiéndose en su instrumento, y como todo en el universo, su oscuridad se hace más patente ante la luz de Yuhana, lo que lo convierte en su enemigo, como pronto lo seré yo.

—También he venido para pedirte que le ayudes.

—Mariam, conoces muy bien el principio del ritmo y nada escapa de él. La luz de Yuhana será ocultada por la maldad de Herodes Antipas y, a su vez, su oscuridad será barrida por mi llegada. Así está escrito.

—Pero Yuhana todavía no ha finalizado su labor, son muchas las gentes que esperan la salvación de su bautismo —alegué.

—Amada Mariam, la salvación tiene muchos caminos, y el de Yuhana es solo uno más. No te preocupes por eso. Su bautismo ha dado pie a un nuevo orden, a un nuevo grupo de hermanos —movió sus brazos señalando a Simón y a Andraos, a Nataniel, y a Yuhana y Iaqob, los hijos de Zebedeo, que se habían despertado con la llegada de Yeixú y se habían unido a nosotros—, un grupo de hombres y mujeres iniciados, poseedores de una gran verdad y voluntarios para difundir la Palabra cuando sean sabedores de ella. Esa ha sido su gran labor, estriar, según sus propias palabras, el grano de la paja, y aquí está el grano. Aquellos que tenían que escuchar ya lo han hecho. Su labor ha concluido.

No pude reprimir la pena y un enorme vacío comenzó a adueñarse de mis sentimientos. Yeixú me abrazó, y después se retiró.

De madrugada, Yeixú me pidió que lo acompañara hasta Genesaret. Todos allí conocían al rabino y le brindaban bebida y comida, tanto a él como a la comitiva que parecía acompañarlo siempre. Genesaret era un pueblo de casas blancas con puertas astilladas por las que apenas entraba el ganado. Las calles olían a excrementos, y la gente caminaba encorvada contra las paredes para aprovechar las pocas sombras del pueblo. Era como si un halo de cansancio se hubiese apropiado del centro de las calzadas. De repente, Yeixú pidió a sus seguidores que lo esperaran fuera y entramos en la casa de un barbero.

—¿No querrás que inicie así mi camino, verdad? —me miró y se agarró la melena con ambas manos, levantándola como una corona. Negué y nos echamos los dos a reír.

El barbero, que nos miraba sin entender nada, también se echó a reír. Yeixú me pidió que le cortara el pelo una vez más, y el dueño de los utensilios nos los prestó encantado. Rebajé la lana del cordero, como yo misma lo bauticé, y salimos. Sin embargo, antes de cruzar la cortina de la puerta de la barbería, Yeixú me llamó, cogió del suelo un mechón de su cabello y lo anudó con una de las cuerdas que extrajo de su manto; después, me lo entregó. Simón, que había asistido al corte desde la puerta de la barbería, entró y recogió él también un mechón recién cortado de Yeixú, pero este lo reprendió y lo obligó a salir; luego, me abrazó, me besó y salió, y todo el grupo se fue tras él hacia una de las explanadas en las que solía congregar a sus seguidores, incluido Simón, que lo hizo con la cabeza gacha.

Mantuve la vista fija en ellos hasta que desaparecieron por completo en el horizonte. Luego, me marché. Una carreta de bueyes me llevó hasta Magdala, desde donde continué a pie hasta Tiberíades y, después de hacer noche a cubierto tras el velamen recogido de una barcaza, abordé una nave que me llevó de nuevo a Escitópolis. Llegué a Enón bien caída la noche, con el mechón de pelo de Yeixú colgado en mi cuello con la misma cuerda que me dio, y con el alma cargada de experiencias que explicar a Yuhana.

Pero a mi llegada, el único recibimiento fue un silencio desgarrador. Mis pisadas resonaban entre las cabañas como golpes de tambor. Me asusté. Corrí hasta la nuestra y la encontré vacía, como el resto. No quedaba nadie en la comunidad. ¡Yuhana se había ido y toda la comunidad con él! De repente, alguien gritó mi nombre y me volví. Era Iaqob, uno de los hermanos de la comunidad. Entre lágrimas y borbotones, me dijo que Yuhana había sido apresado por los soldados de Herodes Antipas y que se lo habían llevado a la Fortaleza de Maqueronte.

Capítulo
12

C
uando salimos del banco, Azul estaba feliz. Yo sabía que había, por decirlo de una forma suave, deshonrado el código del Colegio de Auditores de Cuentas, pero verla sonreír de aquella manera mitigaba en parte mi vergüenza. No sabía en qué se había metido Azul, aunque ya hacía tiempo que me había dado cuenta de que era algo importante, y por primera vez desde que nos encontramos en el restaurante de Barcelona, la veía relajada. Desde luego, fuese quien fuese el que había puesto el millón de euros, parecía tener la capacidad de turbar la mente de Azul, y eso no era tarea fácil.

Siempre había sido una persona muy independiente, gozaba de una paz interior, de una fuerza envidiable que la hacía estar serena incluso en los peores momentos. A veces, desaparecía durante meses y yo no tenía más remedio que aceptar la situación tal y como venía, aunque nunca me gustó. Por aquel entonces, yo no podía comprender el atractivo que tiene la soledad para esas personas que se aman y respetan tanto como para gozar de sí mismas sin precisar de mucho más. Me había educado en un ambiente en el que la pareja era una única cosa, pero Azul no era así. Ella mantenía su vida profesional al margen de nuestra relación, y a veces, muy pocas, comentaba retazos de sus viajes, de visitas a unos archivos en busca de algún documento extraviado, o de algún inventario en una recóndita biblioteca.

Mientras andaba en uno de esos viajes, recibí una llamada de la Policía. La habían detenido por un supuesto tráfico de obras de arte robadas en Israel. No podía creerlo, ¡Azul una delincuente!, fue un golpe terrible, más que querer a una persona que necesitaba más de su espacio que de mi amor. Fui varias veces a visitarla a la prisión gaditana de Botafuego después de ser extraditada, incluso estuve a punto de mudarme allí, pero en una de mis visitas me pidió que no fuese a verla nunca más, y lo acepté. Al cabo del tiempo, me enteré por un amigo común de que Azul había salido de prisión; sin embargo, a pesar de mis intentos por encontrarla, no volvió a ponerse en contacto conmigo nunca más. Jamás me dio ninguna explicación, nada, solo me pidió que confiase en su inocencia en contra de las pruebas que presentaron el fiscal y la Policía de Patrimonio Nacional, su nombre, las fechas de su pasaporte francés de entrada y salida de Tel Aviv, dinero ingresado en su cuenta corriente del que no pudo aportar ni un solo documento exculpatorio, y otro buen número de pruebas que decían lo contrario a lo que Azul me pedía.

Ahora, después de tanto tiempo, la veía sonreír con libertad en mi presencia, estaba alegre y feliz, y quise pensar que también lo estaba porque yo había creído en ella al fin. Mientras subía a la furgoneta, todo aquello había quedado en el olvido, en ese lugar que con tanta sabiduría la mente utiliza para guardar la basura que apesta nuestra vida. Me sentía perdonado.

—Y ahora, ¿dónde vamos? —le pregunté.

—A ti te llevaré a Barcelona, había pensado en que volvieras en
auto-stop
—se rió—, pero creo que mereces un trato más favorable.

—¿Y tú?

—Iré a devolver el dinero a su dueño.

—Voy contigo.

—Cècil, sabes muy bien que no puedes venir.

—No te lo pido —me jugué mi farol, no tendría muchas más oportunidades de estar en una posición como la que gozaba en ese momento— porque soy yo quien tiene el dinero, y yo seré el único que lo devuelva a su dueño.

—¡Vamos, hombre! ¡Sigues sin fiarte de mí!

—En absoluto, solo que no quiero que vayas por ahí con semejante fortuna encima, ya sabes que hay mucha mala gente —intenté bromear—, y además quiero llegar hasta el final. Vosotros me metisteis en esto y no pienso salir sin saber qué diantre ocurre. Te lo digo en serio, Azul.

—No puedo hacerlo.

—Bien, pues regreso al banco y hago de nuevo el ingreso, y hablo muy en serio.

Pareció meditarlo durante unos instantes y al final me dijo que debía consultar el cambio de planes. Salió del coche con su teléfono y regresó al cabo de unos minutos. Entonces me dijo que podía acompañarla, pero con condiciones. Una vez allí, solo ella acudiría a la cita. Acepté.

—No más trampas, Cècil, ¿lo prometes?

—Lo mismo te digo.

Y cerramos un pacto que, de haber sabido dónde me llevaría, no habría aceptado jamás.

Capítulo
13

E
n el
lobby
del lujoso Hotel Casino Royal Caribbean, sonaba de fondo «Burbujas de amor», de Juan Luis Guerra, acompasada por el ronroneo de los ventiladores dorados del techo. Algunos clientes apuraban sus últimos tragos en la barra o en los suntuosos sillones de mimbre de la sala. Las lámparas del techo, disimuladas en el centro de los ventiladores, y las vigas de madera que sostenían el entramado de listones se reflejaban en el suelo de mármol, encerado como un espejo. Lucas Joswiack estaba sentado en uno de esos butacones de mimbre con tres hombres más, mientras a su alrededor un grupo de guardaespaldas controlaba que nada extraño ocurriese. Hizo un gesto con su mano derecha y la música cesó de golpe.

—¡Coño! Estoy harto de esa música —se acercó el jefe de sala, y Lucas le pidió que sonara Frank Sinatra.

Al cabo de pocos segundos, los primeros acordes de «The summer wind» rebotaban por los lujosos brillos del café. El señor Joswiack se había reunido con sus socios, tres hombres de negocios que aprobaron con una sonrisa la elección del improvisado pinchadiscos.

—Joder, es que no se puede hablar con esa mariconada de fondo.

Santasusanna, el más veterano de los cuatro, recién entrado en los sesenta, y el más elegante con distancia, le dedicó una mirada reprobatoria. El calor en la punta este de la República Dominicana era asfixiante, incluso el personal del hotel estaba rebajado de utilizar americana, pero Marco Santasusanna vestía camisa, corbata y americana de Versace impecable, a juego con los tonos cálidos del
lobby
y su media melena de color blanco marfil. La imagen a caballo entre un terrateniente tabaquero y un galán maduro de Hollywood.

En la mesa había dos hombres más, Mateo Montalbán, un industrial vasco propietario de las acererías del norte de España, y de la mitad del acero de los nuevos países europeos del este, y Juan de la Vega, un californiano de familia tan antigua como su propia fortuna. Los cuatro eran los propietarios de un
holding
de empresas conocido en los
parquets
internacionales como «el clan de los jinetes». El nombre provenía del logotipo de sus sociedades, un caballo encerrado en un pentágono. Sin embargo, esa noche no se reunieron para hablar de negocios, aunque casi con toda seguridad el asunto saldría en un momento u otro de la conversación. Lucas Joswiack los había invitado por otro motivo muy diferente.

Fue Mateo Montalbán el que inició la conversación.

—El millón de euros ha sido retirado de la cuenta y no hemos recibido nada.

—Como temíamos —intervino Marco Santasusanna.

—Es evidente que se trata de un señuelo —dijo De la Vega.

—O un timo —apuntó el italiano.

—¡No jodas, que hemos pagado un millón por nada! —gritó Joswiack.

—Lucas, contrólate —lo reprendió Juan de la Vega—, ¿qué posibilidades hay de que recibamos el códice en los próximos días?

—No hay códice —volvió a la carga Marco Santasusanna—. Creedme, las brujas están detrás, seguro.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Montalbán, que había permanecido en silencio hasta ese momento.

—Yo intervendría de una vez —apuntó Lucas Joswiack.

—¿Como con el cura?

—Pues gracias a él, sabemos por lo menos quién era el otro capullo que pujó por el códice —afirmó Lucas.

—Y por el maestro, que nos llevó hasta el cura y nos describió a la chica —señaló Montalbán.

—Sí, pero ahora la Policía está más interesada en el asunto de lo que estaba antes de nuestra «intervención» —recordó Marco Santasusanna.

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