—¡Porque el Tour del Ataúd ya ha comenzado!
Se volvió de nuevo hacia Anton. Sus grandes ojos chispeaban húmedos.
—Tú y yo nunca nos perderemos el uno al otro —dijo ella en voz baja.
Luego sonrió otra vez y se dirigió a la ventana.
—¡Espera! —exclamó Anton—. ¡Tengo que saber qué va a pasar con vosotros ahora!... Con nosotros —añadió tragando saliva.
Anna se subió al alféizar de la ventana. Sin mirarle dijo:
—Nos mudamos a las ruinas del Valle de la Amargura. Eso es lo que decidió ayer el Consejo de Familia. Esta noche se llevarán allí los primeros ataúdes.
—¿A pie? —preguntó Anton.
El ya había estado una vez con el pequeño vampiro en una fiesta de vampiros en el Valle de la Amargura y al ir volando hacia allá Rüdiger le dijo la distancia que había hasta las ruinas: ¡cincuenta kilómetros!
—No, vamos volando —contestó Anna—. Cada vez dos vampiros cogen un ataúd en medio y salen volando con él. Esto es lo que nosotros llamamos Tour del Ataúd.
—¿Y eso lo hacen todos los vampiros?
Ella sacudió la cabeza.
—Yo aún me tengo que recuperar, ha dicho mi abuela, Sabine la Horrible. Y Lumpi se ha librado... como premio por haber conseguido las lágrimas del diablo. —Ella se rió amargamente—. Y yo ni siquiera puedo demostrar que nos ha engañado a todos. ¡Pues si lo hiciera tendría que admitir que las gotas son tuyas!
—¡Oh, no, eso no lo digas! —balbució Anton.
—¡No temas!
Ella sonrió.
Lentamente movió sus brazos arriba y abajo e inmediatamente empezó a flotar.
—Que te vaya bien —dijo ella.
—Pero nos volveremos a ver, ¿verdad? —exclamó él desconcertado.
—Sí —dijo ella mirándole con ternura—. Mañana..., ¡si todo va bien!
Luego salió de allí volando apresuradamente.
—¡Tenemos una sorpresa para ti! —le comunicó la mañana siguiente su madre durante el desayuno.
—Ah, ¿sí? —dijo él solamente.
¡Su cupo de sorpresas ya estaba agotado!
—¿Es que no quieres saber de qué se trata? —preguntó su padre.
—Si no hay más remedio...
Su padre se rió con buena intención.
—Queremos invitarte al cine..., hoy, a la sesión de las seis.
—¿Al cine? ¿Hoy? —preguntó sorprendido Anton.
—¿Por qué no? —dijo su madre como si aquello fuera lo más normal del mundo. En tono misterioso añadió—: ¡Ponen una película de terror!
—¿Una pe... película de terror? —tartamudeó Anton.
Aquella noche no quería abandonar su habitación bajo ninguna circunstancia..., ni siquiera por la película de terror más estupenda del mundo.
Su madre cogió el periódico del armario de la cocina y leyó en voz alta:
—«Nosferatu. Una sinfonía del horror. Filmada en 1922 por Friedrich Wilhelm Murnau»... ¿No es esto para ti? —preguntó.
—Sí... —murmuró él.
Su mirada fue a dar en la cartera del colegio, en la que aún estaba la ropa de deporte del día anterior. ¡Aquello le dio una idea!
—No puedo ir hoy al cine —dijo con voz firme.
—¿Y por qué no? —quiso saber su padre.
—Porque mañana es nuestra fiesta deportiva —contestó—. ¡Y quiero estar en forma!
Realmente odiaba aquello de «en forma», pero en esta ocasión lo dijo con auténtico gusto. Sabía bien lo mucho que hacían sus padres por mantenerse «en forma»: largos paseos, comida sana...
Vio cómo intercambiaban una mirada.
—En realidad no habíamos pensado en eso —dijo la madre de Anton.
—¡Y ya que ahora te has vuelto tan deportista —completó su padre—, desde luego la fiesta deportiva es más importante!
Anton se rió maliciosamente para sus adentros.
—Además, al señor Schwartenfcger le pareció muy favorable que ahora te intereses por el deporte —dijo su madre.
Anton levantó la vista de su plato de cereales.
—¿Y por qué? ¿A él qué le importa eso? —preguntó de mal humor.
—También hemos estado hablando de tus aficiones —contestó ella—. Y él me ha aconsejado...
—¡Ponerme una «baby-sitter», ya lo sé! —la interrumpió colérico Anton.
Sin dejarse confundir ella continuó:
—...me ha aconsejado que hagamos algo juntos más a menudo..., algo que a ti te guste. Y por eso queríamos ir esta noche contigo al cine.
—El señor Schwartenfeger más vale que se cuide de sus propios asuntos —gruñó Anton.
En secreto, sin embargo, estaba impresionado. ¡El picoloco parecía tener opiniones bastante útiles!
—¿Y qué más ha dicho? —preguntó.
—Le gustaría que papá y yo fuéramos juntos a su consulta —dijo ella.
Anton estuvo a punto de atragantarse.
—¡Ya lo sabía yo! —-dijo reventando de risa.
—¿El qué? —preguntaron al unísono sus padres.
—¡Asesoría matrimonial! —se rió entre dientes Anton—. Ahora os toca el turno a vosotros.
—Muy gracioso —dijo malhumorado su padre.
—Sí, realmente muy divertido —corroboró la madre de Anton en tono avinagrado.
—Pues entonces reíros —dijo Anton colgándose la cartera a los hombros.
Fuera comprobó con espanto que hacía más calor. «¡Maldita sea!», pensó. ¡Entonces seguro que reemprenderían los trabajos en el cementerio! De repente a Anton le entraron serias dudas de que a los vampiros todo les fuera bien en su traslado al Valle de la Amargura.
Si al menos fuera ya de noche...
Nervioso, tenso, Anton esperó en su habitación a que, finalmente, fuera de noche. En cuanto empezó a oscurecer abrió de par en par la ventana y estuvo mirando con atención hacia fuera..., pero no vio ningún vampiro. ¿Acaso era aún demasiado pronto? Dejó la ventana entreabierta y se sentó en la cama. Allí encendió la lámpara e intentó leer. Pero estaba demasiado inquieto y preocupado como para concentrarse en lo que acontecía en el castillo del Conde Drácula.
Miraba una y otra vez a la ventana. ¿Qué haría si no viniera Anna? ¿Debería ir solo al cementerio? Al fin y al cabo aún tenía la capa de vampiro...
Llamaron a la puerta y eso interrumpió sus reflexiones.
—¿Anton? —oyó que decía la voz de su madre.
—¿Qué pasa? —inquirió de mal humor.
—Te he preparado un vaso de zumo de naranja —contestó ella entrando en la habitación—. ¡Recién exprimido! ¡Para mañana!
—¿Para mañana? —gruñó—. Para entonces se habrá estropeado.
Ella se rió.
—Tienes que bebértelo ahora para estar mañana en forma en la fiesta deportiva.
—¡Yo siempre estoy en forma!
Lo dijo de una manera marcadamente desabrida para obligarla a marcharse. Pero desde la visita al psicólogo ella tenía una paciencia y un aguante casi angelicales.
—Venga, bebe ya, viejo gruñón —respondió ella colocando el vaso en su escritorio.
Al hacerlo se dio cuenta de que estaba abierta la ventana.
—¿Cómo es que tienes la ventana abierta? —exclamó ahora ya algo menos paciente—. ¿Te crees que ponemos la calefacción para los pájaros de ahí fuera?
—¿Para los pájaros? —dijo Anton riéndose maliciosamente—. ¿Por qué no? Nuestro profesor de biología siempre nos dice: «No os olvidéis de vuestros amigos alados.»
Su madre soltó un sonido de indignación y cerró la ventana.
—¡Eh! —protestó Anton—. ¿No sabes tú que los ejercicios gimnásticos hay que hacerlos con aire fresco?
—¿Ejercicios gimnásticos? —repuso ella mordaz—. ¿En la cama y con un libro? ¡Eso como mucho será gimnasia para las pupilas!
Anton reprimió la risa.
—Podrá hacer uno un descanso para respirar un poco, ¿no?
Cerró su libro y se puso de pie. De repente tenía la sensación de que no podía aguantar más aquello de estar sin hacer nada con aquella espera que le destrozaba los nervios. Prefería ir al cementerio y ver por sí mismo qué era lo que pasaba.
—Creo que voy a seguir entrenándome fuera —dijo.
—¿Fuera? —Su madre miró sorprendida hacia la ventana—. ¡Pero si ya se está haciendo de noche!
—Hace poco tampoco tuvisteis nada en contra... Y, además, ésta será la última vez.
—¿La última vez? —preguntó incrédula.
—¡Sí! La fiesta deportiva es mañana.
Ella vaciló.
—Está bien —dijo después volviéndose para marcharse—. ¡Pero no estés mucho tiempo fuera!
—Seguro que no.
—¡Y no te olvides de tomarte el zumo de naranja!
Pero Anton tenía otras cosas en la cabeza: apenas se hubo marchado ella, sacó del armario la capa de vampiro, la ocultó debajo de su jersey y salió corriendo al pasillo.
—¡Hasta luego! —exclamó cerrando tras él la puerta de la vivienda.
Cuando llegó abajo Anton no perdió el tiempo haciendo estúpidos ejercicios gimnásticos. Sin volver la vista echó a correr y no se detuvo hasta que no vio ante sí el viejo muro del cementerio.
Allí se puso la capa de vampiro..., ¡por si las moscas!
Luego miró con atención a su alrededor y escuchó si había algún ruido inusual. Como no oyó nada saltó el muro con un valor tremendo.
Aterrizó en una superficie aplanada y pelada. «¡Y esto es lo que ha quedado de la parte más bonita del cementerio!», pensó lleno de indignación y amargura. Habían desaparecido los numerosos matorrales pequeños tras los cuales se había escondido tan a menudo, y también la alta hierba entre la cual se había deslizado y en donde un día había descubierto las lápidas en forma de corazón de los vampiros.
Sólo habían respetado un par de árboles grandes..., por suerte también el abeto que se erguía sobre el agujero de entrada.
¿Aún estaría el pozo totalmente cubierto de tierra?... ¿O lo habrían descubierto Geiermeier y Schnuppermaul y lo habrían dejado libre? ¿Acaso lo habrían vuelto a abrir los propios vampiros..., para su Tour del Ataúd?
¡Lo primero que tenía que hacer Anton era convencerse por sí mismo de ello!
Se pasó la capa por encima de la cabeza de tal forma que sólo asomaban sus ojos y su nariz y corrió hasta el abeto. Allí se quedó parado y examinó el suelo. Pero nada indicaba en aquel lugar la entrada a una cueva subterránea. Anton no vio ningún agujero de entrada, ningún pozo..., sólo tierra de cementerio negra y removida.
¡O sea, que los vampiros ahora sólo utilizan su salida de emergencia, allí arriba, junto a la vieja capilla!
Anton levantó la cabeza y miró en dirección hacia la capilla. Su picudo tejado en forma de cono se perfilaba claramente contra el cielo de la noche.
Anton descubrió otra cosa más: los contornos de las dos máquinas de construcción, que estaban junto a la capilla. Parecían dos grandes y amenazadores saurios... ¡Brrrr! ¡Menos mal que no podían ser un peligro para Anton mientras nadie estuviera sentado al volante! A pesar de ello pasó a su lado con una sensación desagradable. De alguna manera le parecían como una prolongación de los brazos de Geiermeier y Schnuppermaul.
Pero no sucedió nada y Anton alcanzó sano y salvo la capilla. Desde allí no podía ver el pozo, pero aquello le parecía perfectamente.
Se apoyó con la espalda en la capilla y, así, se quedó parado por primera vez escuchando atentamente. Al principio no oyó nada.
Pero luego llegó hasta sus oídos un susurro. De pronto percibió un grito sofocado e inmediatamente después se produjo un estampido.
¡A Anton se le había acabado la tranquilidad! Corrió de puntillas hasta un espeso arbusto de boj y tras echar a un lado un par de ramas divisó el viejo pozo. Había tres figuras alrededor de él: dos pequeñas y una grande y gruesa.
Las dos pequeñas eran Rüdiger y Anna. Anton reconoció la tercera por su voluminosa figura y por sus cabellos amontonados salvajemente. A punto había estado de gritar de espanto: ¡era tía Dorothee!
Sostenía una cuerda en la mano, de la que tiraba con saña.
—Diablos otra vez... ¡Ya se ha vuelto a atascar! —la oyó maldecir Anton.
¿A qué se referiría? ¿A su ataúd?
—No tires tan fuerte, tía Dorothee —contestó una voz clara que Anton reconoció enseguida: era la voz de Anna—. ¡Si no, todavía vas a romper algo!
—¡Bah, pamplinas! ¡De traslados entiendo yo más que tú! —repuso de mal genio tía Dorothee tirando con todas sus fuerzas.
Se oyó un chasquido y un crujido, y luego hubo un golpe que hizo temblar la tierra.
—Oh, cielos...
La voz de Anna sonó consternada.
—Ahora se ha roto la cuerda; bueno, ¿y qué? —resopló tía Dorothee—. ¡Pues ahora bajará Rüdiger y la hará un nudo y ya está!