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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro lee (8 page)

BOOK: El pequeño vampiro lee
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Anton titubeó.

—¿De qué se trata?

Ella se rio irónicamente.

—Una sorpresa es una sorpresa.

—¿Y tenemos que ir precisamente a las ruinas del castillo?

—Si quieres ver la sorpresa, sí...

—Yo... —dijo vacilante Anton.

Amor verdadero

—¿Y tus parientes? —preguntó después de una pausa—. ¿Dónde están?

Anna se rio.

—¿De verdad quieres saberlo?

—¡Sí!

—Mis padres están en Larga-Amargura, mis abuelos en Corta-Amargura, Lumpi se ha ido con sus amigos...

—¿Y Tía Dorothee?

—¿Tía Dorothee? ¡Se ha ido volando a la ciudad, a nuestra vieja Cripta Schlotterstein!

—¿A vuestra antigua cripta? —dijo sorprendido Anton.

—¡Sí! Está haciendo su vuelo de control de todas las semanas.

—¿Vuelo de control? ¿Y qué es lo que controla?

—Oh..., pues mira a ver si se han terminado las repulsivas obras en el cementerio..., para ver si nos podemos instalar ya de una vez en nuestra ancestral cripta.

—Vaya... —murmuró Anton.

—¿O crees que nos íbamos a quedar en este abandonado Valle de la Amargura hasta el fin de nuestras noches? ¡No! Nosotros no nos dejamos avasallar. ¡Y mucho menos por un Geiermeier o un Schnuppermaul!

Y además —continuó— nosotros no soportamos la humedad que hay en el castillo en ruinas..., por motivos de salud.

—¿Por motivos de salud?

—¡Sí! ¡Tos, constipados, lumbago! —Anna soltó una tosecilla—. ¡Pero ahora quizá ya dentro de un par de semanas o meses podamos regresar a nuestra vieja Cripta Schlotterstein! Y entonces por fin te podré volver a visitar siempre que quiera. —Ella suspiró profundamente—. ¡Para mí la espera no es tan dura! —añadió—. Pero ¿y para ti?

—¿Para mí? Yo también puedo esperar —contestó Anton con voz bronca.

—¡Ay, Anton!

Anna le miró con los ojos muy abiertos y brillantes... y con tanta ternura que él se puso nerviosísimo.

—¡Realmente a nosotros dos nos pasa lo mismo que a Tía Dorothee y Tío Theodor!

—¿Lo mismo que a Tía Dorothee y Tío Theodor? —dijo Anton—. Eso no lo entiendo...

—¡Oh, sí! —contestó Anna riéndose bajito—. Si ya te lo he contado...: lo del amor verdadero que nunca acaba y sobrevive a cualquier separación.

Anton sintió que se le ponía la cara roja como un tomate. Rápidamente se dio la vuelta.

—¿La sorpresa... —preguntó— está en... el salón de las fiestas?

—¿En el salón de las fiestas? —Anna sonrió pícaramente—. Las sorpresas siempre están muy bien escondidas.

—¿Muy bien escondidas?

«¡Ojalá no sea en el sótano del castillo!», pensó Anton. Se estremeció al recordar cómo había descubierto en la cripta del sótano los ocho ataúdes de los vampiros y cómo luego se le había caído de las manos la linterna y se había apagado...

—¡Venga, vamos! —dijo Anna.

Salió de la sombra de la capilla y con pasos rápidos avanzó hacia la entrada del castillo en ruinas.

Toda de blanco

Anton vio cómo Anna abría la puerta de entrada y desaparecía en el interior del castillo en ruinas. De repente se había quedado solo en el patio del castillo.

Echó a correr rápidamente hacia el portal. La puerta sólo estaba entornada y produjo un profundo chirrido cuando Anton la abrió. Palpitándole el corazón entró y volvió a cerrar la puerta.

—¿Anna? —preguntó en medio de la oscuridad.

No hubo respuesta.

—Anna, ¿estás aquí? —volvió a preguntar notando que su voz sonaba muy temblorosa... y extrañamente ajena en el alto vestíbulo.

Buscó a tientas su linterna en el bolsillo del pantalón. ¿Debería atreverse a encenderla?

Anton se quedó indeciso hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad lo suficiente como para distinguir la derruida escalera de madera que antiguamente conducía al piso superior, las tres puertas desvencijadas por las que se llegaba al interior del castillo en ruinas... y el negro y vacío agujero del sótano...

No consiguió descubrir a Anna.

¿Habría bajado acaso al sótano? De repente se echó a temblar y entonces sí que sacó la linterna. La encendió y enfocó hacia el escalón superior, pero los pies de Anna no podían haber dejado ninguna huella en la gruesa capa de piedras, pedazos de vidrio y madera hecha astillas...

Tan sólo seguía allí el ancho rastro que Anton había descubierto cuando estuvo en este lugar con su padre y que lo había dejado un... ataúd de vampiro.

Anton, involuntariamente, se estremeció.

No, no tenía la menor gana de volver a seguir aquel rastro como lo había hecho tres días antes: bajando los escurridizos escalones, atravesando el estrecho y húmedo corredor del sótano hasta llegar a la abertura del muro por la cual, una vez quitadas las piedras, se entraba en el pasillo secreto, que finalizaba en una puerta carcomida, tras la que los vampiros habían escondido sus ataúdes...

En caso de que Anton, por algún motivo,
tuviera
que volver a bajar allí... ¡sólo lo haría acompañado!

—¿Anna? —preguntó por tercera vez... y ahora respondió una clara risita.

Se abrió la puerta de la izquierda... y Anton distinguió una figura de blanco.

Pegó un grito y luego, con la mano temblorosa, enfocó el haz luminoso de su linterna hacia la blanca figura.

—¡Eh, que me estás deslumbrando! —exclamó la figura... y entonces Anton comprendió que la figura de blanco no era ningún fantasma, sino que era... ¡Anna!

—¡Qué susto me has dado! —dijo él.

—¿Un susto?

La voz de ella sonó dolida.

—Yo... —Anton tosió—. Yo no podía saber que eras tú.

—¿Que no podías saber que era yo? —repitió Anna. Resopló indignada y luego, con voz ofendida, dijo—: Quizá esperabas que fuera Olga.

—¿Esperar que fuera Olga?

¡Ahora era Anton quien se sentía insultado!

—¡Yo no soy Rüdiger! —contestó muy digno.

Anna se rio irónicamente...; era evidente que ya no estaba enfadada.

—Bueno, ¿qué? —preguntó ella—. ¿Te gusto?

—Sss... sí —dijo apocado Anton.

—¡Me refiero a mi vestido! ¿Crees que me queda bien?

—¿Tu vestido?

Anton observó el vestido, que era de encaje blanco y tenía muchísimo polvo. Antiguamente tuvo que ser muy elegante..., antes de que las polillas lo hubieran encontrado y se lo hubieran comido dejando agujeros.

Pero lo que a Anton le molestaba no eran sólo los numerosos agujeros...: el traje era demasiado grande para Anna. El dobladillo arrastraba por el suelo y las mangas, con sus adornos de encaje, le llegaban a Anna hasta la punta de los dedos.

Y también le quedaba muy ancho.

Aunque Anna había intentado hacer que el vestido le quedara bien dándole vueltas al ancho cinturón alrededor de su talle..., eso lo único que conseguía era dar una impresión aún más ridícula. No, no le quedaba nada bien. ¡Anton la encontraba horrible con aquel viejo trapo!

Sin embargo, eso no se lo podía decir de ninguna de las maneras, así que, desviando la atención, preguntó:

—¿La sorpresa era el vestido?

—Sí y no... —contestó misteriosamente—. Sólo es una de las partes.

—¿Sólo una de las partes?

—¡Sí! Hay que juntar dos partes... ¡Sólo entonces estará completa la sorpresa! —declaró Anna.

Posiblemente la segunda parte era un sombrero. «¿Será un sombrero igual de horrible? —pensó Anton—. ¿O quizá un viejo abrigo devorado por la polilla?»

Anna se rio irónicamente como si hubiera adivinado sus pensamientos.

—¡Vámonos, Anton! —dijo—. Así verás la otra parte.

—Y... ¿dónde está?

—Tú sígueme.

Ella se dio la vuelta (lo cual no era nada fácil con aquel largo dobladillo que arrastraba) y volvió a abrir la misma puerta por la que había entrado antes.

A Anton le hubiera gustado saber adónde iba a llevarle, pero intuyó que no revelárselo formaba parte de su sorpresa.

Con una sensación muy poco agradable entró tras Anna en un tenebroso pasillo que olía a moho.

Un vestido muy especial

—La linterna... —dijo Anton examinando preocupado el suelo atestado de escombros—, ¿puedo dejarla encendida?

—¡Por supuesto! —contestó Anna, que se pavoneaba ante Anton con el vestido alzado—. Ya te he dicho que todos mis parientes se han ido. Y además —se rio ella mordaz— sin la linterna no podrías ver bien mi vestido, y eso sería una pena.

«¿Una pena? ¡Más bien todo lo contrario!», pensó Anton. Si Anna siempre fuera por ahí tan..., tan acicalada, ¡él probablemente nunca se habría hecho amigo de ella!

—Y tampoco podrías ver
tu
sorpresa —añadió ella con satisfacción.

—¿
Mi
sorpresa? —dijo perplejo Anton.

O sea, que la otra parte no era un sombrero ni un abrigo para Anna, sino algo para él, para Anton...

—¡Podías darme alguna pista! —exclamó intranquilo.

—¿Una pista? Bueno..., tú mira bien mi vestido...

—¡Ya lo veo!

—¿No te das cuenta de que es un vestido muy especial?

«¡Sí, es un vestido especialmente espantoso!», pensó Anton, pero prefirió no decirlo.

Así que repitió simplemente:

—¿Un vestido muy especial?

—¡Ya lo creo! —dijo Anna—. Pero si no te das cuenta tú mismo...

—¡Es que yo soy duro de mollera! —gruñó Anton.

—Se podría decir que sí lo eres —confirmó Anna carcajeándose burlona.

Anton apretó los labios enfadado.

Sin decir ni palabra siguió a Anna por el pasillo, que parecía que no iba a acabarse nunca. Aquella parte del castillo en ruinas todavía estaba sorprendentemente bien conservada. Incluso había restos de un amarillento tapiz en las paredes.

Por último llegaron a una escalera de madera que parecía estar tan podrida y quebradiza que a Anton le sorprendió que pudieran llegar abajo sanos y salvos. Se encontraba ahora en una habitación de techo abovedado y barrotes de hierro en las ventanas, que estaban oxidados y medio carcomidos.

—¡Seguro que esto es la mazmorra del castillo! —dijo Anton con voz ronca.

—No, es la cocina —contestó Anna.

—¿Que esto es la cocina? —se sorprendió Anton.

—Lo
era
—precisó Anna—. Pero ahora tenemos que seguir.

Ella cruzó la gran habitación y abrió una puerta baja que colgaba de sus goznes.

Anton la siguió por un estrecho pasillo en el que el olor a podredumbre era casi insoportable.

También aquel pasillo parecía no terminarse nunca.

Anton hacía ya mucho tiempo que había perdido la orientación, pero Anna siguió perseverante su camino... hasta que se detuvo ante una sencilla puerta fabricada solamente con toscos tablones.

—¡Detrás de esta puerta está la otra parte de la sorpresa! —explicó ella.

—¿Detrás de la puerta?

—¡Sí! ¿No vas a abrirla?

—¿Yo?

Anton no sentía ningún deseo de ver la sorpresa...

—¡Bueno, ábrela ya! —le urgió Anna.

Anton empujó Vacilante la puerta de tablones... y se sorprendió al abrirse hacia dentro sin ningún esfuerzo y sin chirriar ni rechinar.

Vio una tenebrosa habitación de la que salía un olor extraño... No olía a moho o a podredumbre, sino a aromas y fragancias exactamente iguales que los del gran armario ropero de su abuela.

Y, efectivamente, a la derecha, en la esquina, Anton descubrió entonces un armario negro y junto a él un gran baúl también negro...

Mientras enfocaba hacia allí la luz de su linterna, sintió que Anna le empujaba suavemente hacia el interior de la habitación, y oyó luego que cerraba la puerta.

—El armario... —preguntó angustiado—, ¿está dentro la sorpresa?

—Quizá... —contestó Anna—. Pero ¿por qué no lo compruebas tú mismo?

Anton se acercó vacilante al armario.

Antiguamente debió haber sido un bello mueble: tenía un gran espejo oval encajado en la madera. Pero ahora el espejo estaba completamente negro.

Anton tiró con cuidado del oxidado agarrador de la puerta..., que también se abrió fácilmente como si alguien hubiera engrasado las bisagras.

Dentro del armario sólo había un traje colgado: un frac negro con unos oblicuos... —Anton no se acordaba de la palabra. ¿Se decía «faldones»?— y un chaleco blanco ligeramente sucio.

—¡Qué bonito es, ¿verdad?! —oyó que decía la voz de Anna—. ¡Seguro que te queda bien!

—¿A mí?

De repente Anton entendió qué era lo que había querido decir con sus secretitos de que eran «dos partes que tenían que ir juntas»: el vestido de ella y aquel traje formaban un conjunto. Habían sido confeccionados para una pareja; probablemente incluso... ¡para una pareja de novios!

La otra parte

—Yo... ¡no creo que el traje me valga! —dijo Anton con voz ronca.

—¿No? —Anna puso cara de perplejidad—. Pero si a mí el vestido sí que me vale...

Ella se miró durante unos instantes. Su cara enrojeció ligeramente. Luego dijo:

—Bueno, más o menos. Y la cosa tiene remedio.

—¿Remedio?

—¡Sí!

Metió la mano en el bolsillo de su vestido y sacó dos imperdibles.

—¡Mira! —dijo orgullosa—. Los he conseguido para ti con grandes dificultades..., por si el traje te estaba demasiado grande. —Y en tono suplicante añadió—: ¡Anda, póntelo, Anton!

—No sé... —dijo Anton indeciso.

¡Si se le ocurriera algún motivo que alegar para
no
ponerse el traje!...

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