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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (4 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el paciente misterioso
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—¿Y eso por qué?

—¡Por qué, por qué! ¡Porque eso formaba parte del premio de consolación! Y Lumpi ha cuidado de que lo cumpliera... ¡Y ahora vamos! —dijo muy decidido—. ¿O quieres que vaya yo solo?

—¡No, no! —repuso apresuradamente Anton. Corrió hacia la puerta, la abrió con cuidado y aguzó el oído.

No se oía nada.

—¡Todo está en calma! Podemos ir —le susurró al vampiro.

Cruzaron de puntillas el pasillo a oscuras. Anton sólo se atrevió a encender la luz una vez que cerraron tras ellos la puerta del cuarto de baño.

Humm, qué bien huele

—¿Y dónde están las cosas para lavarse el pelo? —preguntó impaciente el pequeño vampiro.

Anton, cuyos ojos tenían que acostumbrarse primero a la repentina claridad, cogió a ciegas el bote que había en el borde de la bañera.

—¡Aquí tienes!

El pequeño vampiro pegó un grito.

—¿Quieres matarme?

—¡Pe..., perdona! —tartamudeó Anton.

¡Alguien había puesto en el borde de la bañera el bote marrón de la crema solar!

—Ahí de..., detrás está el champú para el pelo —dijo con voz apocada cogiendo del otro lado de la bañera el bote verde con «hierbas del prado para un hermoso cabello».

El pequeño vampiro desenroscó el tapón y olió el bote.

—¡Iiiiih! —gruñó despectivo—. Esto todavía apesta más que la pomada del pelo!

—Pues no tenemos otro —repuso Anton; pero luego se le ocurrió algo—. Bueno, tú... —dijo sacando del armario el champú de fango que utilizaba a veces su madre— ... ¡tienes el cabello graso!

—¿El cabello graso? —repitió el pequeño vampiro con una risita irónica—. ¡Yo tengo el cabello supergraso! ¿Vale para eso ese champú?

—¡Te lo garantizo! —dijo irónico Anton—. ¡Con lo mal que huele!...

Pero el pequeño vampiro tenía una idea completamente diferente de los malos olores. Después de desenroscar el tapón dijo con gesto extasiado:

—Hummm, qué bien huele... ¡Huele a moho y podredumbre!

Y se echó un buen pegote de champú en la mano revolviéndolo con la uña.

—¡Eh, no cojas tanto! —protestó Anton—. Eso lo ha comprado mi madre en la tienda de productos dietéticos y le ha costado bastante caro.

—¡Tacaño! —gruñó el pequeño vampiro. Y desabrido, preguntó—: ¿Qué, empiezas ya de una vez o no?

—¿Yo? —dijo anonadado Anton—. ¡Eres

el que iba a lavarse el pelo!

El pequeño vampiro se rió irónicamente a sus anchas.

—¡Vas a ser

quien me lave el pelo!

—¿Yo?... —dijo Anton bufando indignado—. Pues sí, sólo faltaría eso. ¡Yo no soy tu criado!

—Está bien, si no quieres... —dijo el vampiro metiéndose en la bañera y cogiendo la ducha—. También puedo lavarme el pelo yo solo..., pero solamente dentro de la bañera y con esta maravillosa ducha.

Anton intentó quitarle el mango de la ducha.

—¡Hace demasiado ruido! —le explicó—. ¡Se van a despertar mis padres!

—¿De verdad? —dijo el pequeño vampiro rechinando sus puntiagudos dientes—. Pero si el dormitorio está muy lejos, al final del pasillo...

—Bueno, sí..., ¡pero es que lo van a oír los vecinos! ¡La vecina de abajo, la señora Miesmann
[1]
, es malísima!

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que hace esa mujer mala?

—Bueno, su marido seguro que tiene más de ochenta años y está casi sordo, pero ella oye toser a una pulga, según dice mi padre. Y entonces ella siempre manda a su marido que suba y nos eche la bronca desde la escalera.

—¿Qué oye toser a las pulgas? ¡Qué bonito! —dijo el pequeño vampiro—. ¿Crees tú que yo... podría visitarla alguna vez?

Anton se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. ¡Pero ahora deberíamos empezar!

Volvió a colgar el mango de la ducha en la abrazadera de la bañera.

—¡Ahora voy a llenar el lavabo de agua y luego te lavaré el pelo!

—¡¿Y por qué no así ahora mismo?!

El pequeño vampiro se sentó en el borde de la bañera balanceando las piernas lleno de esperanza.

—¿Está ya el agua lo suficientemente caliente? —preguntó.

—¡Sí! —gruñó Anton, que estaba dejando correr el agua sobre el dorso de su mano para que no se oyera el chapoteo.

—Nosotros sólo tenemos agua gélida —dijo el vampiro—. ¡Pobres florecillas!

Anton le miró estupefacto.

—¿Qué pobres florecillas?

—¡Pues las del cementerio! No soportan el agua fría..., exactamente igual que nosotros... Aunque el agua caliente tampoco
nos
gusta demasiado —precisó el pequeño vampiro—. Pero en este caso... ¡si hay que hacerlo, se hace! —Suspiró profundamente y luego gruñó—: ¡Oye, tu grifo corre bastante despacio!

—Es que no lo he abierto del todo —repuso Anton—, por la señora Miesmann.

—¡Qué respetuoso estás! —dijo con una risita el vampiro—. Así no hay quien te conozca.

Anton le lanzó una mirada furibunda pero no le dijo nada.

El salón de lavado de Anton

Luego, por fin, se llenó completamente el lavabo.

—i Ya podemos empezar! —dijo Anton rechinando los dientes.

—¿Y cómo voy a meter ahí mi cabeza? —preguntó el pequeño vampiro.

—¡Lo único que tienes que tener dentro del agua es el pelo! —contestó Anton.

—¿Mantener el pelo en el agua? —dijo estupefacto el vampiro—. ¿Y cómo voy a hacerlo?

—Te colocas delante del lavabo, agachas la cabeza y así el pelo caerá por su propio peso en el agua.

—Ah, vaya... —murmuró el vampiro; luego, después de pensarlo un poco, dijo de mal humor—: Pero entonces mi nuca se quedará totalmente desprotegida...

Anton se rió burlón.

—¡No te preocupes, yo no te voy a hacer nada!

—Tú no, pero ¿y los otros? ¡Si estoy cabeza abajo, me quedo sin ninguna defensa! —se lamentó el pequeño vampiro.

—¿Qué otros? En primer lugar: mis padres están durmiendo, y segundo: la puerta del cuarto de baño está cerrada con llave.

—Hummm —hizo el vampiro observando con absoluto desagrado el lavabo lleno—. ¿Y no hay, de verdad, ninguna otra posibilidad?

—Sí...

—¿Cuál? —preguntó excitado el pequeño vampiro.

—Bueno, pues... podrías echarte el champú en seco. Tu pelo se quedaría como recién lavado.

—¿De verdad? —exclamó el pequeño vampiro—. ¿Y no tendría que meter el pelo en el agua?

—No. Sólo que... ¡después te picaría la cabeza!

—¿Qué?... ¿Que me va a picar? —El pequeño vampiro resopló de indignación—. ¡Pero si he venido aquí precisamente para eso!... ¡Para librarme de una vez de este terrible picor de cabeza!

—Pues... —dijo Anton señalando el lavabo—, ¡entonces no te va a quedar otro remedio!

—Si tú lo dices... —masculló quejumbroso el vampiro.

Se colocó delante del lavabo e inclinó tanto su cabeza hacia abajo que sus cabellos se sumergieron en el agua.

Entretanto, Anton había abierto el bote del champú de fango.

Cuando iba a coger un poco de champú, el pequeño vampiro pegó un respingo y gritó:

—¡Mis ojos! ¡No me puede entrar agua en los ojos!

«¡Ni champú tampoco!», completó Anton, aunque prefirió no decirlo en alto.

—Toma —le dijo dándole al vampiro una toalla—. Apriétatela muy fuerte contra los ojos. Así no pasará nada.

—¿De verdad que no? —preguntó preocupado el pequeño vampiro.

—No, lo único que tienes que hacer es no soltarla —le explicó Anton.

—¡Está bien!

El vampiro se apretó la toalla contra los ojos y volvió a inclinarse sobre el lavabo.

Anton pudo entonces meter profundamente en el agua caliente los aceitosos e increíblemente enmarañados cabellos del vampiro, que le llegaban hasta los hombros.

Se estremeció. ¡Había que ver qué tacto tenían sus cabellos!... ¡Brrr! Y luego el olor: aquella mezcla de pomada para el pelo y el habitual olor a vampiro de Rüdiger...

Cogió una cantidad de champú de fango del tamaño de una nuez y la repartió por los mojados cabellos..., pero sin ningún éxito: ¡no hizo absolutamente nada de espuma!

—Eh, ¿qué pasa? —graznó el pequeño vampiro.

A través de la toalla su voz sonó curiosamente débil y distorsionada.

—¡El champú de fango! No hace absolutamente nada de espuma.

—Pues entonces coge más... ¡Lo mejor será que eches el bote entero!

—¡El bote entero! —dijo Anton tosiendo indignado—. ¡Y luego compro uno nuevo con el dinero de mis propinas, ¿no?

—¿Eres mi amigo o no? —respondió en tono de reproche el vampiro.

—Sí...

Anton cogió el doble que la vez anterior y entonces se formó una fina película de espuma. Mientras tanto el olor que había en el cuarto de baño se había vuelto tan insoportable que Anton temió ir a desmayarse.

Pero, naturalmente, no se desmayó.

Apretando los dientes estrujó y friccionó los cabellos hasta que el agua del lavabo se quedó tan negra como la capa de vampiro de Rüdiger. Luego, inspirando profundamente, quitó el tapón del lavabo.

—¡Listo! —anunció mientras el agua empezaba a correr lentamente haciendo fuertes gorgoteos y burbujeos.

¿Listo?

El pequeño vampiro levantó la cabeza. Se tocó con desconfianza el pelo, que con el lavado estaba todavía más enredado que antes. Pero aquello precisamente pareció gustarle.

—¡Estupendo! ¡Qué tiesos se han quedado! —dijo entusiasmado—. Y ya no me pican absolutamente nada... Ni siquiera un poco.

Miró a Anton, y una sonrisa satisfecha apareció en su rostro al tiempo que exclamaba:

—¡Anton Bohnnsack, maestro peluquero!

Hay que irse entrenando

Pero inmediatamente después, como si le resultara penoso haber dicho algo amable, le ordenó a Anton:

—¡Bueno, y ahora tienes que darme un masaje en el cuello!

Volvió a inclinarse sobre el lavabo.

—¡Venga, empieza ya! —siseó—. Tengo la nuca más rígida que la tabla de un ataúd.

—¡Un masaje en el cuello! —se rió secamente Anton—. ¿Qué te crees, que tú eres Blasius von Seifenschwein... y yo soy un fantasma a tu servicio?

—¿Yo? ¿Blasius von Seifenschwein? —dijo el pequeño vampiro incorporándose y mirando conmovido a Anton—. ¡Eso es lo más bonito que tú me has dicho jamás, Anton! —suspiró—. ¡Yo... von Seifenschwein! ¡Ay, eso tenía que haberlo oído Olga!

—¡Mejor sería que te secaras el pelo! —gruñó Anton tendiéndole al vampiro una toalla de rizo (una de las suyas para que no le echaran la bronca).

El pequeño vampiro cogió la toalla y la olió.

—¡Puf! —se quejó—. ¡Cómo apesta! ¿Con qué lava tu madre vuestra ropa?

—Con nada en absoluto —repuso Anton.

—¿Con nada en absoluto? —repitió el vampiro—. Si fuera así, la toalla no tendría este mal olor tan dulzón.

—Yo tampoco he dicho eso —dijo Anton con una risita irónica—. ¡Es que en mi casa no es mi madre quien lava la ropa, sino mi padre!

El pequeño vampiro le lanzó una mirada furiosa.

—¿Y qué pretendes que haga con este trapo apestoso? —preguntó haciendo girar la toalla sobre la cabeza de Anton.

Anton se rió con más ironía aún.

—Bueno, pues... ¡secarte el pelo! Y secar tu capa también —añadió.

Y es que entretanto la capa de vampiro se había empapado bastante.

—¡¿Qué?! ¡¿Mi capa?! —exclamó Rüdiger mirándose sorprendido—. ¡Oh, maldita sea! ¡Como se moje más voy a tener que ir andando!

Y empezó a frotar celosamente su capa, en lugar de secarse primero el pelo, que hubiera sido mucho más razonable. Sin embargo, el pequeño vampiro se detuvo de repente.

—¡Pero, ¿para qué me estoy esforzando?! —dijo riéndose complacido—. ¡Si me he traído otra capa!...

Y dicho esto echó mano debajo de su capa y sacó otra seca.

—¡En realidad la había traído para ti —dijo—, pero ahora, naturalmente, tengo que pensar primero en mí!

Se quitó la capa que llevaba puesta y que estaba chorreando, la dejó en el borde de la bañera y se puso la segunda.

—¡La otra es para ti! —dijo condescendiente.

—¿Para mí? —se indignó Anton—. ¿Quieres que sufra una caída?

—No —dijo el pequeño vampiro haciendo rechinar de buen humor los dientes—. ¡Lo que quiero es que la seques!

—¿Que la seque? Pero, ¿tú que te has creído?

—¡Oh, pues muy sencillo! ¡Seguro que en el futuro tú también lavarás la ropa exactamente igual que tu padre! Y hay que irse entrenando...

Anton soltó un bufido de indignación.

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