—¿A qué clase de incidentes se refiere? —preguntó con voz ronca.
—¿Eres tú el hijo? —preguntó el hombre.
—¡Sí! ¡Y tengo que saber sin falta qué es lo que ocurre con el castillo en ruinas!
Pero antes de que pudiera contestar el dependiente, volvió a abrirse la puerta del establecimiento y Anton oyó que su padre exclamaba:
—¡Anton, te estoy buscando! ¿Qué es lo que estás haciendo? ¡Anda, vamos!
—¡Ya voy! —gruñó Anton... y descontento por no haber podido enterarse de qué pasaba con el castillo en ruinas y los «incidentes», salió trotando del establecimiento.
Fuera su padre dijo:
—¡Creo que ya sé dónde podemos montar nuestra tienda de campaña! En el nuevo mapa figura un sitio que se llama la Cueva del Lobo.
—¿Cueva del Lobo? —repitió asustado Anton. Aún se acordaba muy bien de lo que Rüdiger le había contado la noche de la fiesta de los vampiros. Rüdiger había dicho que antes había lobos en el Valle de la Amargura. ¡Lobos de verdad! Que para alejar del castillo en ruinas a los fisgones los vampiros habían hecho circular el rumor de que aquellos lobos eran hombres-lobo.
Ya entonces Anton había tenido una sensación de angustia. Y aquella angustia la estaba volviendo a sentir de nuevo..., como una mano de hielo que le oprimiera el corazón. Preguntó horrorizado:
—¿Tú crees que sigue habiendo lobos?
Su padre sonrió satisfecho.
—¡Quién sabe...! Pero para unas «vacaciones-aventura» los lobos no estarían nada mal, ¿no? Quiero decir: no demasiados, sino sólo dos o tres que se deslicen y aullen por las noches alrededor de la tienda de campaña... ¡Eso sería muy emocionante!
Era evidente que se estaba burlando de Anton... y aquello ayudó a Anton a tener otra vez las ideas claras.
¡Su padre tenía razón: quizá todavía hubiera lobos en Siberia y en Canadá, pero no allí!
Pero las palabras de su padre le habían dado una idea, una idea muy buena...
—Tienes razón —dijo riéndose irónicamente—. ¡En unas «vacaciones-aventura» tiene que haber obligatoriamente alguien que se deslice y aullé alrededor de la tienda!
El secreto de Anton era a quién se refería al decir «alguien».
Siguieron andando. Casas bajas de ladrillo rojo ribeteaban la calle. De tanto en tanto había pequeñas tiendas..., pero el lugar en su conjunto parecía dormido; casi como desierto, le pareció a Anton.
Sólo dos veces se cruzaron con gente; la primera con un hombre viejo que se movía con mucho esfuerzo apoyándose en un bastón, y luego con una mujer con un cochecito de mellizos en el que iban dos niños pequeños pálidos y de aspecto trasnochado. Todos les miraron como si Anton y su padre fueran fantasmas.
Parecía que aquello le había llamado la atención incluso al padre de Anton.
—¡Vaya un pueblucho más raro! —dijo—. Aquí no deben de venir nunca forasteros.
—Al menos no durante el día —dijo Anton riéndose irónicamente para sus adentros. Pero, por supuesto, su padre no entendió el chiste.
—Venga, démonos prisa —dijo—. Cuanto antes salgamos de Larga Amargura mejor.
Pero aún tardaron un rato en dejar atrás aquel lugar. Ahora caminaban por una carretera
mal asfaltada que era tan estrecha que no podían pasar dos coches a la vez. Sin embargo, no pasó ningún coche... Durante la hora y media que fueron por aquel camino no pasó ni un solo coche.
«¡Qué extraño!», pensó Anton, y volvió a sentir aquella incómoda sensación de angustia de antes, durante la conversación sobre los lobos...
—¿Dónde está realmente esa Cueva del Lobo? —preguntó—. ¡Espero que no esté al pie del castillo en ruinas!
—¿Tienes algo en contra de los castillos en ruinas? —repuso complacido su padre—. ¡Yo creo que un castillo en ruinas es el marco ideal para unas vacaciones emocionantes y fuera de lo normal!
—¡Bueno, sí, pero no para acampar! —dijo Anton muy categórico.
—¿Y por qué no?
—Porque... —Anton estuvo pensando qué iba a responder.
Naturalmente no podía admitir que tenía miedo de los sedientos parientes del pequeño vampiro, que estaban instalados con Anna y Rüdiger en el castillo en ruinas.
—¡Porque nunca se sabe si estará habitado!
—¿Habitado? ¿Por quién iba a estarlo?
—Por..., por vagabundos.
—¿Por vagabundos? —repitió escéptico el padre de Anton—. ¿Crees tú que un vagabundo se instalaría entre unos muros medio derruidos a dos horas de la localidad más próxima? ¡Ningún ser humano se establecería allí voluntariamente!
¡No, un ser humano no!, admitió para sí Anton; y tampoco los vampiros se habían trasladado al Valle de la Amargura voluntariamente...
—Pero no te preocupes —interrumpió su padre los pensamientos de Anton—; la Cueva del Lobo está bastante alejada del castillo en ruinas. ¿Quieres que te lo enseñe en el mapa?
—¿En el mapa? ¡De eso nada! ¡Así perderíamos más tiempo todavía! —rechazó Anton. Haciendo rechinar los dientes añadió—: ¡Lo principal es que no tengamos que andar ya mucho!
—¿Te duelen los pies?
—¡No sólo los pies!
A Anton le dolía casi todo: la espalda, las piernas y los pies. ¡En circunstancias normales, ya haría mucho tiempo que se hubiera negado a seguir andando!
—¡Si no tuviera ya los pies planos, con estas vacaciones seguro que se me ponían! —gruñó.
—A mí también me duelen los pies —le confesó su padre—. ¡Y por eso me parece especialmente digno de elogio que hayas aguantado tanto tiempo sin quejarte!
—Sí... —dijo Anton—. Siempre depende de por qué hace uno algo... Y de por quién lo hace —añadió pensando en Anna.
Su padre, pensando que aquel comentario se refería a él, sonrió halagado.
—Realmente, mamá ha tenido una buena idea dejándonos marchar a los dos solos. ¡Y vamos a llegar enseguida! —dijo después de echar un vistazo a su mapa—. ¿Ves la curva que hay allí delante? Tras la curva tiene que salir un camino que lleva directamente al Valle de la Amargura.
Y así fue. Encontraron el camino y después de atravesar un bosque de abetos se abrió ante ellos un amplio valle, surcado por pequeñas colinas, en el que había una vegetación exuberante.
Y allí, en el otro extremo del valle, estaba el castillo en ruinas.
—¡Esto es un auténtico paraíso! —exclamó el padre de Anton.
—¿Un paraíso? —Anton miró hacia el castillo en ruinas—. No estaría yo tan seguro de eso...
—¡Claro que sí! —repuso su padre. Se había quitado la mochila y aspiraba el aire en profundas bocanadas—. Un trozo de Naturaleza virgen como este es algo muy poco frecuente... ¡Una verdadera suerte!
Anton tuvo que reírse irónicamente en contra de su voluntad.
—¿Una muerte?
—¡No, una suerte! —le corrigió su padre—. Esto es algo muy valioso y muy poco frecuente... Pero ¿cómo te has enterado en realidad de la existencia de este valle?
—Bueno... —dijo Anton haciendo tiempo—. Me lo contó un amigo.
—¿Un amigo? ¿Le conozco yo?
—No —dijo Anton, y no mentía del todo ¡pues nadie podía afirmar que su padre conociera realmente al pequeño vampiro!
—En cualquier caso, tu amigo te dio un consejo muy bueno —declaró el padre de Anton—. Por así decirlo, ¡un consejo secreto! ¡Ni siquiera los habitantes del lugar parecen saber lo maravilloso que es esto! Sólo hay una cosa que no entiendo —añadió después de una pausa—. ¿Cómo es que se llama precisamente Valle de la Amargura?
—Quizá porque resulta amargo que alguien quiera venir aquí —opinó Anton.
—Ése no puede ser el motivo —le contradijo su padre—. Posiblemente tenga algo que ver con las viejas ruinas de allí arriba... Las ruinas del castillo no resultan demasiado seductoras.
«¡No, seductoras verdaderamente no resultan», pensó Anton, que divisaba por primera vez de día las ruinas. Antiguamente tuvo que haber sido una gran fortaleza con poderosas murallas. Pero con el paso del tiempo se habían desplomado la mayoría de los muros... y hasta la torre del castillo y el edificio principal.
Palpitándole el corazón, Anton rememoró la noche del baile de los vampiros, cuando bailó con Anna en el salón de fiestas del castillo en ruinas a los compases del órgano que tocaba Sabine la Horrible.
—Como los decorados de una película de terror —le oyó decir a su padre—. ¡Para la gente supersticiosa tiene que ser realmente un lugar espantoso! —se rió... muy satisfecho consigo mismo—. Y a mí las ruinas tampoco me gustan... ¡Aunque yo no soy nada supersticioso!
—¡Afortunadamente! —exclamó Anton riéndose para sus adentros.
Si su madre hubiera estado allí, quizá las vacaciones hubieran encontrado un final repentino ya en aquel momento, a la vista del castillo en ruinas. Ella tenía una sensibilidad mucho más fina para percibir lo misterioso y lo amenazador... y unas dotes de observación buenísimas.
El padre de Anton, por el contrario, ya estaba otra vez abstraído en su mapa.
—Enseguida llegaremos a un río —declaró—. ¡Adivina cómo se llama!
—Ni idea —gruñó Anton, que no estaba de humor para adivinanzas.
—¡La Amargura! ¡El río se llama La Amargura! —dijo su padre—. ¡Ahora ya sabemos por qué este verde valle lleva precisamente ese nombre!
Anton se rió burlonamente y se calló.
Estaba segurísimo de que el Valle de la Amargura se llamaba así por una razón muy diferente: ¡porque estaba considerado como un valle de aflicción y amargura debido a los rumores sobre los hombres-lobo!
El camino conducía, monte abajo, hacia el interior del valle. Cuando llegaron abajo vieron un pequeño arroyo que quizá tuviera medio metro de profundidad.
—¿Habías dicho un río? —preguntó Anton.
—Bueno... —dijo turbado su padre—. En el mapa parecía más ancho.
Anton no pudo evitar reírse.
—¡Probablemente la Cueva del Lobo será una conejera!
Pero en eso se había equivocado.
Después de seguir un trecho el curso del río alcanzaron la Colina del Lobo..., según anunció el padre de Anton después de mirar en su mapa.
La Colina del Lobo era una pendiente bastante empinada cubierta de matorrales y arbustos.
—Aquí, en esta colina, tiene que estar la Cueva del Lobo —explicó el padre de Anton.
Anton la observó mirando hacia arriba.
—¡Y ahora encima a hacer alpinismo! —gruñó.
—Oye, ¿no irás a tirar la toalla en los últimos metros? —bromeó su padre.
—La toalla no —dijo Anton—. ¡Pero la mochila sí!
Su padre se rió y empezó a ascender. Anton le siguió de mala gana.
Tuvieron que subir casi toda la colina hasta que por fin descubrieron una oquedad en una pared de roca.
—¡Seguro que ésa es la Cueva del Lobo! —dijo el padre de Anton susurrando involuntariamente.
Anton volvió a sentir aquel estremecimiento gélido. Examinó con recelo el suelo ante la nidada de la cueva. Quizá hubiera huellas de lobos o mechones de pelo... Pero no descubrió nada.
—¡Bueno, Anton, ahora demuestra lo valiente que eres! —le oyó decir desafiante a su padre.
—¿Valiente? —repitió Anton.
Estaba convencido de que su padre jamás le enviaría a él primero a una cueva extraña y desconocida. Así que pudo contestar con toda tranquilidad:
—¿Y quién dice que yo soy valiente?
—¡Al menos labia no te falta!
—Aún no —dijo Anton riéndose burlón.
—Pues entonces tendré que entrar yo solo en la cueva —dijo el padre de Anton.
Sacó de su mochila la linterna y la encendió enfocando hacia el interior de la cueva. Anton no pudo distinguir nada porque su padre le tapaba la vista.
—¿Ves algo? —preguntó apremiante.
—No mucho —contestó su padre—. Pero parece que está vacía.
Lentamente se introdujo en la cueva mientras Anton se quedaba fuera presa del nerviosismo.
—¿Qué pasa? —exclamó impaciente, pues a su padre no se le oía decir nada—. ¿Has encontrado algo?
—Sí, huesos —llegó la respuesta.
—¿Huesos? —repitió Anton con voz temblorosa—. ¿Acaso son de... seres humanos?
—No.
La cabeza de su padre surgió por la abertura. Anton comprobó aliviado que no parecía preocupado en absoluto.
—De pollo. Probablemente ya ha habido aquí gente de vacaciones antes que nosotros.
—¿Gente de vacaciones? —dijo incrédulo Anton—. ¿Y no serán... lobos?
—¿Lobos? —su padre contrajo divertido la comisura de los labios—. A ti que te encantan los vampiros, ¿te asustan los lobos...?
—¡No puedes comparar los vampiros con los lobos! —repuso Anton.
—¡Ah!, ¿tú crees? —el padre de Anton sonrió satisfecho—. Pues yo creo incluso que sí se pueden comparar muy bien. Vampiros no hay y lobos tampoco..., por lo menos ahora.
—¡Eso es lo que crees tú! —dijo Anton.
—Sí, eso es lo que creo. ¡Y ahora ven y echa un vistazo a la cueva!
Con una sensación muy desagradable en el cuerpo, Anton se introdujo por la abertura... y se quedó sorprendido al entrar en una cueva que era tan alta que, si se agachaba un poco, podía estar de pie. No era tan grande como la Cripta Schlotterstein..., pero en ella había espacio suficiente para Anton y su padre.
Al resplandor de la linterna Anton vio paredes de roca desnudas y un suelo de piedra. Estaba vacía, a excepción de un montoncito de huesos pequeños.
—¿Qué dices ahora? —preguntó su padre con orgullo de descubridor—. ¿No es una cueva que ni pintada para nosotros?