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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y los visitantes (6 page)

BOOK: El pequeño vampiro y los visitantes
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—¿Para nosotros? —dijo asustado Anton—. ¡No querrás acaso dormir en la cueva!

—¡Sí! ¡Pondremos nuestras mochilas delante de la entrada y estaremos más seguros que en el seno de Abraham!

—No sé, yo... —murmuró Anton.

Después de pensarlo un poco, la idea, en cualquier caso, no le pareció del todo mala ni mucho menos. Por el contrario, en el caso de la tienda de campaña, sólo hacía falta levantar las clavijas con las que se sujeta al suelo. Y la entrada de la tienda estaba asegurada únicamente por un cierre de cremallera...

—Quizá tengas razón —dijo.

—No sólo quizá —contestó su padre de buen humor—. ¡Esta Cueva del Lobo es una suerte para dos caminantes solitarios como tú y yo!

—¿Caminantes solitarios?

A Anton le costó trabajo no reírse. En el Valle de la Amargura no estaban tan solitarios como creía su padre...

Pero precisamente el pensar en los vampiros le convenció a Anton de que lo mejor era no montar ninguna tienda de campaña..., ¡sobre todo siendo de color rojo chillón!

—¡Pero hay algo que me parece una faena!

—¿El qué?

—Que mi tienda es ahora completamente inútil! Para eso podríais haberme regalado otra cosa por Navidad; por ejemplo...: ¡los libros de vampiros!

—¡Quién sabe si no necesitaremos todavía la tienda! —repuso su padre—. ¡Y ahora, lo primero, vamos a reunir hierbas y hojas!

—¿Hierbas y hojas? ¡No querrás probar acaso una de esas horribles recetas del libro!... Sopa de ortigas... Ensalada de diente de león...

—No. Sólo quiero que tengamos un colchón caliente. Las noches de abril son todavía bastante frías.

—¿Y mi esterilla aislante? ¿Y mi saco de dormir? —exclamó indignado Anton—. ¿Ahora también sobran?

—¡De ninguna manera! ¡Los pondremos encima de todo! —le tranquilizó su padre.

—Qué bien que no haya venido mamá —dijo Anton.

—¿Por qué?

—Bueno, pues... ¡En la hierba y en las hojas seguro que hay un montón de escarabajos y arañas!

—Pero si las arañas y los escarabajos son muy monos... —bromeó su padre.

—¿Monos? ¡Estoy intrigado por ver si también dices eso cuando se te pasee una araña gorda por la nariz!

—¡Ya veremos!

—¡Sí, ya veremos! —dijo Anton riendo mordazmente y con íntima satisfacción, ¡pues ahora sabía dónde iba a poner la primera araña que encontrara en la cueva!

Verdad y poesía

Comieron algo de pan y queso y media tableta de chocolate cada uno. Luego se pusieron a reunir finas ramas secas, hierba, musgo y hojas y cubrieron con ello el suelo de la parte interior de la cueva.

Cuando terminaron, empezó a oscurecer fuera y el aire se había enfriado sensiblemente. Anton entonces se dio cuenta de pronto de lo caliente y confortable que estaba la cueva... y de qué luz tan nostálgica producían las velas, colocadas en dos nichos que había en la roca junto a la salida.

—Tu idea de la cueva no era nada mala —dijo—. Aquí dentro se está casi tan confortable como en una cripta.

Su padre se rió.

—Pronto será todavía más confortable —explicó—, cuando flamee un pequeño fuego delante de la cueva y podamos beber té caliente.

—¡Qué! ¿Quieres hacer fuego?

¡Aquello tenía él que impedirlo como fuera! El resplandor del fuego delataría enseguida a los vampiros su presencia. Y desgraciadamente el clan de los Von Schlotterstein no sólo estaba formado por Rüdiger, el pequeño vampiro, y su hermana Anna, sino que también estaban su imprevisible hermano Lumpi, su siempre ávida Tía Dorothee y Ludwig el Terrible e Hildegard la Sedienta (los padres de los tres hijos vampiros) y Sabine la Horrible y Wilhelm el Tétrico (los abuelos).

—¿Y por qué no iba a hacer fuego? —preguntó sorprendido el padre de Anton.

—Porque...

Anton vaciló. Tenía que ocurrírsele alguna cosa para disuadir a su padre.

—En el libro que me regalasteis en Navidad pone que primero hay que hacer una prueba del suelo —afirmó.

—¿Una prueba del suelo? —preguntó incrédulo el padre de Anton—. ¿Puedo echar un vistazo al libro?

—¿Al libro? Ejem...

Anton hizo como si lo buscara en su mochila... sabiendo perfectamente que
Vacaciones en la Madre Naturaleza
se lo había «olvidado» a propósito en casa...; en su estante de libros aburridos.

—Aquí está —dijo, y riéndose burlón le tendió a su padre el nuevo libro que se había comprado especialmente para las vacaciones con el dinero de sus propinas.


El vampiro, verdad y poesía
—leyó en alto el padre de Anton, sorprendido—. Pero...

—¿Cómo se llama el libro? ¿El vampiro? —preguntó Anton haciendo esfuerzos por permanecer serio—. Debo de haberme equivocado al hacer el equipaje.

—¿Quiere eso decir que te has dejado en casa
Vacaciones en la Madre Naturaleza
!

Anton asintió.

—¡Pero si yo me había fiado por completo de que traerías el libro! Con la cantidad de consejos e indicaciones... ¡Sin él estamos perdidos!

—¡Bah —dijo Anton—, ya saldremos adelante también sin él! ¡Y además, yo he... mirado el libro en casa!

«Mirado»... ¡Hasta era verdad!

—Y sé perfectamente cómo se hace un fuego —añadió—. Mira: primero se hace la prueba del suelo. Y si es un suelo seco se cava un hoyo. Luego hay que buscar piedras; pero que no sean de pedernal porque se parten. Si es un suelo húmedo lo primero que hay que hacer es preparar una base firme; por ejemplo, de arena.

Su padre bostezó furtivamente.

—Está bien... —dijo—. Entonces esperaremos hasta mañana para hacer fuego —y con una sonrisa de disculpa añadió—: Sinceramente, yo estoy también muy cansado. ¿Tú no?

—Sí, sí —afirmó con rapidez Anton.

En realidad, a pesar de sus piernas cansadas y sus hombros doloridos, estaba completamente despierto y lleno de impaciencia por salir de la cueva a observar qué ocurría en los alrededores del castillo en ruinas. Pero, desde luego, eso sólo podía hacerlo si no estaba su padre con él.

—¿Por qué no nos acostamos y nos dormimos? —propuso—. Al fin y al cabo, fuera pronto será de noche.

—¡Una idea estupenda! —le elogió su padre, y, como para subrayar sus palabras, bostezó varias veces.

Anton se rió burlonamente para sus adentros. Sabía por experiencia que su padre en vacaciones siempre necesitaba dormir más de lo normal. ¡Si aquella vez ocurría lo mismo, a Anton le vendría de maravilla!

Ayudó a su padre a cerrar la puerta de la cueva con los sacos de dormir. Luego apagaron las velas y a la luz de las linternas se metieron en sus sacos de dormir. Cuando apagaron las linternas la cueva quedó en la más completa oscuridad.

La luna sobre el Valle de la Amargura

Durante un rato, Anton se quedó acostado sin moverse, escuchando con atención la respiración de su padre, que cada vez era más lenta. Cada poco miraba la esfera luminosa de su reloj de pulsera.

Cuando pasaron quince minutos preguntó en medio de la oscuridad:

—¿Papá?

Su padre gruñó algo pero no contestó. Ahora Anton estaba seguro de que dormía. Sin hacer ruido, abrió la cremallera de su saco de dormir y encendió su linterna.

Palpitándole el corazón miró hacia donde estaba su padre, pero éste tenía los ojos bien cerrados.

Anton se vistió rápidamente, apartó la mochila y salió al exterior. Desde fuera volvió a colocar con cuidado la mochila delante de la abertura.

Brillaba la luna, y había tanta claridad que Anton apagó su linterna. Luego se quedó allí de pie durante varios minutos, simplemente mirando el Valle de la Amargura, que permanecía sumido en una extraña luz plateada.

Anton pudo reconocer con claridad el castillo en ruinas, que a la luz de la luna le dio una impresión aún más fantasmagórica.

«¡Igual que la noche del baile de los vampiros!», pensó.

Y como si el recuerdo de aquella noche le hubiera provocado una alucinación..., de repente creyó estar oyendo música de órgano que resonaba desde el castillo en ruinas hasta donde se encontraba él.

¡No, no eran imaginaciones suyas! ¡Alguien estaba tocando el órgano!

Anton sintió un cosquilleo desde los dedos de las manos hasta los de los pies.

Aquella peculiar música tétrica... y encima la luz plateada sobre los muros medio derruidos...

De repente vio cómo desde la torre del castillo se elevaba en el aire una oscura figura.

Sin duda era un vampiro.

Pero aquello solamente —le pareció a Anton— no constituía aún un motivo para estar preocupado. También había vampiros a los que no tenía ningún miedo. Anna, por ejemplo.

De todas formas, lo que le intranquilizaba era el extraño comportamiento del vampiro. En lugar de salir de allí volando, daba vueltas una y otra vez alrededor del castillo en ruinas..., como si estuviera buscando algo con la vista.

Algo... ¡o a alguien!

Al pensar aquello le sobrecogió un terror gélido. ¿Y si resultara que la figura era Tía Dorothee que ya le había olfateado...?

No creía que ella pudiera haberle visto, pues le protegían los matorrales que había alrededor de la cueva. A pesar de ello, Anton se acurrucó aún más en el espeso follaje y acechó, nervioso y tenso, el cielo nocturno. Pasó un rato —que a Anton le pareció una eternidad— sin que ocurriera nada. Luego, de repente, el vampiro surgió en el aire sobre el. Anton tuvo la sensación de que se le había parado el corazón.

Pero el vampiro no dio muestras de haberle visto. Siguió volando sin detenerse y aterrizó en lo alto de la Colina del Lobo.

Ahora Anton le había perdido de vista, pero pudo oír chasquidos de ramas; el vampiro tosió varias veces.

Su tos sonaba bronca y graznante y eso reforzó las sospechas de Anton de que tenía que ser Tía Dorothee. Sólo que, ¿por qué tenía que haber aterrizado precisamente allí arriba, en la Colina del Lobo? ¿No debería temer él que, a pesar de todo, le hubiera olido?

Pensó en aquella noche en la Cripta Schlotterstem, cuando él se escondió en el ataúd de Rüdiger y Tía Dorothee exclamó con su voz estridente: «¡Me huele a sangre humana!».

De cualquier forma, en aquella ocasión ella no pudo asegurar si aquel olor venía de la cripta o venía de fuera. Y quizá esta vez ocurriera lo mismo: que no supiera —¡no todavía!— de dónde venía el olor a ser humano.

En cualquier caso, Anton creía ahora que el vampiro era Tía Dorothee y que le había olfateado. Y en aquella situación sólo le quedaba una salvación: ¡alcanzar lo más deprisa posible la cueva del Lobo!

Corrió agachado hasta la entrada a la cueva, echó a un lado la mochila y se introdujo en medio de la oscuridad.

Cuando volvió a cerrar la abertura con la mochila apenas podía creer que hubiera conseguido entrar en la cueva a salvo y sin que el vampiro le hubiera descubierto.

Encendió la linterna y observó a su padre. Parecia que seguía durmiendo profundamente. Anton suspiró aliviado. Se quitó deprisa los zapatos y se metió dentro de su saco de dormir así, tal y como estaba, con su grueso jersey y los pantalones vaqueros.

Ya tendido escuchó con atención... a ver si oía ruidos sospechosos delante de la cueva. Pero no se oía nada..., excepto la respiración suave y regular de su padre. Anton sintió que la tensión iba cediendo poco a poco y le iba invadiendo un gran cansancio.

Apagó la linterna... y se durmió.

Como un campeón mundial

—¡Anton, a comer!

Aquélla era la voz de su padre.

—¿A comer?

Anton miró adormilado su reloj de pulsera, las manecillas señalaban las doce.

—¡Qué!... ¿Tan tarde...? —exclamó sorprendido.

— ¡Sí! —se rió su padre, que era evidente que se encontraba de buen humor—. Mientras tú estabas aquí durmiendo yo ya he estado en Larga Amargura. He ido a buscar panecillos, he comprado el periódico y he llamado a mamá por teléfono. Por cierto, ¡el hombre de la tienda de los mapas y los periódicos se me ha quedado mirando como si yo fuera un fantasma! —se frotó satisfecho las manos—. ¡También es verdad que es un pueblucho dejado de la mano de Dios! Y hasta a la tercera no encontré una tienda de comestibles abierta. En las otras había un letrero colgado: «Cerrado por enfermedad»... Pero por lo menos estaba abierta la gasolinera. He alquilado allí una bicicleta.

—¿Que... que has alquilado una bicicleta? —dijo perplejo Anton, que no podía digerir tantas novedades juntas... Al menos no inmediatamente después de despertarse.

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