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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (17 page)

BOOK: El percherón mortal
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Sonia hizo un ademán en mi dirección, con la espumadera que tenía en la mano:

—¿Qué supones que pudo pasar durante ese tiempo, George? ¿Estás seguro de que no puedes recordar nada?

Negué con la cabeza.

—Nada en absoluto. Creo que la clave del enigma está en esos meses. O bien es posible que haya vagado sin rumbo. Recuerda que el informe de la policía en el hospital decía: «John Brown, sin domicilio conocido, recogido en la calle.»

—¡Pero debes poder recordar algo de lo que pasó durante todo ese tiempo!

—No necesariamente. La amnesia nos juega trucos raros, especialmente la amnesia parcialmente condicionada por el uso de terapia de shock. Cuando se empezaban a aplicar los primeros tratamientos de shock a pacientes, antes de que se perfeccionaran los métodos eléctricos, yo había visto esquizoides que despertaban después del espasmo sin recordar sus nombres siquiera. Esos pacientes lograban una recuperación completa, salvo que pasaban días o incluso meses antes de que recuperaran la memoria. Pero ahora, con el refinamiento de la técnica, esa amnesia es apenas un efecto secundario del tratamiento, y dura poco. Pero no estoy seguro de que el «doctor» que administraba la droga en mi caso conociera los métodos modernos, o se interesara por ellos. Su trabajo consistía en hacer que cada inyección resultara lo más traumática posible para que yo confesara el paradero de Jacob. Quizá ni siquiera sabía que la amnesia era un peligro latente, o si lo sabía no le preocupaba.

Sonia soltó una risa:

—¡Pero tú no sufres esquizofrenia!

—Eso no significa ninguna diferencia. Es el efecto extremo que tiene el shock sobre el cerebro y el sistema nervioso lo que produce la amnesia. Aunque nunca lo he visto usar en pacientes sanos, creo que ese paciente tendría la misma tendencia a olvidar que un esquizoide, después de un tratamiento prolongado.

Sonia siguió cocinando.

—Odio pensar lo que habrá sido de ti durante esos meses sin una casa, ni dinero, sin poder recordar quién eras.

A mí tampoco me gustaba pensarlo. Es difícil pensar en uno mismo como un vagabundo, un miserable. No me extraña que el personal del hospital se hubiera reído al oírme decir que era un psiquiatra: me habían visto al entrar, y entonces era solamente un loco más con fantasías de grandeza.

—Volvamos al «calendario» —sugerí—. No recuerdo lo que pasó desde el momento en que perdí el conocimiento en Jersey hasta el día en que me desperté en la sala de psiquiatría. Sabemos, aproximadamente, cuánto duró. Francés Raye fue asesinada el 12 de octubre de 1943. Como debió de pasar al menos un mes o un mes y medio antes de que yo pudiera escapar del taxi e ir a casa, eso debería situar la fecha a fines de noviembre o comienzos de diciembre de 1943. Después, desde diciembre de 1943 hasta el primero de mayo, el día en que ingresé en el hospital, hay un blanco.

—¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital? —me preguntó Sonia.

—Hasta el 12 de julio de 1944. Poco más de dos meses. Nunca olvidaré el día en que «John Brown» salió en libertad.

Sonia sonrió lentamente y depositó los platos con huevos y tocino sobre la mesa.

—Y ahora estamos a fines de agosto, y si no comes los huevos se enfriarán.

Me senté a su lado.

—La otra noche, cuando me atropello el coche, el golpe en la cabeza volvió a hacer algo, quizás alivió la presión. Creo que con el tiempo lo recordaré todo, incluido ese largo período en blanco. Ayer, al recuperar el conocimiento después del accidente en la calle, tuve un instante de confusión. Me pareció como si algo que hubiera olvidado, algo que todavía no recordaba, estuviera haciendo fuerza para subir de una vez por todas a la superficie.

—¿No puedes decirme qué era?

Sonia me miraba fijamente. Una arruga le cruzaba la frente.

—No. Como ya te dije, todo vuelve, pero a su modo, caprichosamente, en fragmentos. Sigo confundido, pero seguro que al fin todo quedará en su lugar.

—Y cuando te despertaste anteanoche en este cuarto, la primera persona a la que viste fue ese hombrecito, el señor Mather, y creíste que te despertabas de tu caída en el metro.

—Sólo por un momento, por un instante de desconcierto. Pero simulé no recordar nada más, para ver si podía sacarle algo a Félix.

—¿Te alegras de que yo esté aquí? —me preguntó, sin mirarme.

—Mucho —contesté.

Comimos el desayuno y después la ayudé a lavar los platos. Cuando el cuarto volvió a quedar limpio, con los platos de nuevo en el armario junto al calentador (usábamos el lavabo como fregadero), encendimos cigarrillos. Sonia se sentó en la cama, y yo lo hice en la silla.

—¿Qué harás ahora? —me preguntó.

—He decidido esperar a que venga Anderson —le dije—. Me prometió venir esta mañana. Le pediré que me dé los hechos de la muerte de Francés Raye: cómo fue asesinada y en qué circunstancias. Si es posible, haré que nos lleve a la escena del crimen. Hasta que tú lo dijiste anoche, no había pensado en lo incongruente que era por mi parte no saber prácticamente nada del crimen que al parecer me ha metido en todo este problema.

Sonia balanceaba las piernas, sentada en el borde de la cama.

—Sí —dijo—, tiene que haber alguna conexión.

—Después creo que debemos visitar a Eustace, es decir, a Félix Mather, y llevar allí a Anderson para ver si logramos sacarle algo más de lo que sabe.

—¿Crees que oculta algo?

—Sigo sin entender cómo me reconoció, ahora que tengo esto —dije señalándome la cicatriz—. Cuando me conoció, mi aspecto era muy diferente.

—Quizá no tan diferente como crees. De todos modos, no fue un motivo para tratar de estrangular al pobre tipo.

Sonia corrió hacia mí y me abrazó, para demostrarme que no me guardaba rencor. Alcé la vista hacia su cara alargada y seria.

—George —me dijo—, no seas duro con Félix. Creo que la otra noche decía la verdad.

Sonia estaba demasiado cerca... y de pronto no me agradaba el sentimiento que me embargaba cuando la tenía tan cerca, como si Sonia, y no Sara, fuera mi esposa. Como si Sara estuviera superada y muerta, igual que el pasado. «Pero debes amar a Sara —me dije a mí mismo—. No es culpa de ella lo que ha pasado. Ella querrá recuperarte. No puedes seguir con esto.»

Aparté a Sonia y me puse de pie. Ella se acercó a la cama y alisó las sábanas; trataba de no mostrarme que se sentía herida. Fui a la ventana y miré afuera. El hombre.

—Creo que debemos volver a ver a Félix —le dije.

—Quizá tengas razón —suspiró Sonia—. Sólo que yo antes vería a Nan. ¡Ahora sabes lo que te hizo! —Había levantado la voz y casi gritaba. Comprendí que estábamos al borde de una discusión, y no quería discutir con Sonia. Tenía razón respecto a Nan. Debía verla antes a ella.

Seguí mirando por la ventana, mordiéndome los labios para no pronunciar las palabras que me sentía compelido a decir. Sentía que era injusto con Sonia, y que mi deseo de volver a hablar de Félix no pasaba de un impulso intuitivo. También sabía que la causa real de mi irritación no tenía nada que ver con la investigación que me proponía hacer. Si tenía un amigo en el mundo, era Sonia, pero de algún modo ella se interponía entre Sara y yo. Sara, que era... bueno, debía confesarlo... poco más que un agradable recuerdo.

Había estado mirando al vacío, pero de pronto advertí que el hombre de guardia ya no estaba enfrente. Me volví para comentárselo a Sonia cuando sonó el timbre. Sonia fue a abrir.

Apareció Anderson, con gesto agrio. El hombre grandote que había estado de guardia se hallaba detrás de él. Les pedí que entraran.

El teniente entró en el cuarto y se detuvo. Miró a Sonia, volvió a mirarme a mí.

—Bill me dice que ninguno de ustedes dos ha salido del edificio en toda la noche. ¿Es así?

—No hemos salido del cuarto —respondió Sonia.

Anderson dejó caer los hombros. Apretó el puño y después lo relajó.

—Ayer te dije que teníamos poca cosa con la que trabajar, doctor. Pues bien, esta noche se ha acumulado algo. Han encontrado a Nan Bulkely asesinada esta mañana.

Sus ojos azules, por lo general amistosos, ahora se clavaban en mí. Le devolví la mirada.

—¿Dónde? ¿En su apartamento? —le pregunté, más por decir algo que por verdadera curiosidad; más para ocultar mi desconcierto que porque yo creyese que tuviera importancia el lugar donde se había producido el crimen.

—Encontraron su cuerpo en la entrada de un edificio de apartamentos en la calle 10 Oeste, a las siete y cinco de esta mañana. El hallazgo lo hizo un lechero. Le habían pegado un tiro en la sien con una pistola calibre 45 con silenciador, que se encontró en la calle a pocos metros. El médico que examinó el cadáver dijo que su muerte debió de tener lugar en cualquier momento dentro de las seis horas anteriores.

Anderson recitó estos hechos rápida y mecánicamente, y con un tono de repugnancia. Seguía mirándome con tanta fijeza que me desconcertó.

—Lamento oírlo —le dije—. Pero no tenemos nada que ver con eso. Tu hombre te dirá...

Me interrumpió con un gesto de la mano.

—No digo que tengas nada que ver con esto. ¡Sólo querría saber de dónde salió el maldito caballo!

—¿Qué caballo? —le pregunté.

La cara de Anderson era una máscara de exagerada desaprobación.

—Un percherón, uno de esos enormes caballos de tiro; lo encontraron atado a la farola más cercana al edificio. Tenía una bolsa de avena y una cinta roja en la crin.

Miré a Anderson y Anderson me miró. Fue una de esas miradas en las que no se dice absolutamente nada, pero establecen una comunidad de desconfianza. Yo pensaba: «Aquí es donde intervengo yo.»

Pero no había una salida conveniente que permitiera abandonar la película y llegar a la calle soleada y cuerda.

11
EL COMIENZO DEL FIN

Anderson quiso que le acompañáramos a la escena del crimen. En el trayecto que hicimos en coche comprendí que por algún motivo la calle 10 Oeste significaba algo para mí. Me volví y le pregunté a Sonia, que estaba sentada en el asiento posterior:

—¿Conocemos a alguien que viva en la calle 10 Oeste, en Manhattan?

Antes de que pudiera responderme intervino Anderson:

—Si la calle te resulta conocida, la dirección lo será más aún. Es la misma de Francés Raye.

Mi voz no ocultó la sorpresa que me dominaba.

—¿Quieres decir que a Nan Bulkely la mataron frente a la casa de Francés Raye? ¿De modo que ambos crímenes sucedieron en el mismo lugar? ¿Por qué?

Anderson sacudió la cabeza.

—No me preguntes por qué. Cuanto más avanzo en el caso, más incógnitas encuentro.

—¿Pero eso no significa que la misma persona pudo haber asesinado a Raye y a Bulkely? —preguntó Sonia excitada.

—Podría indicarlo —asintió Anderson—. O bien podría significar que quien mató a Bulkely quiere que pensemos que la mató el asesino de Raye.

Bill Sommers, el detective gordo, iba sentado muy erguido.

—Sepa, señora, que los asesinos hacen a veces cosas raras. Por ejemplo, ese caballo que reaparece. Yo tengo una teoría sobre ese animal.

—¿Sí?

Sommers puso su manaza sobre la rodilla de Sonia.

—Creo que ese caballo es la clave más importante que tenemos sobre los crímenes —dijo—. Sólo un tipo con sentido del humor pensaría en algo así. Los caballos no sirven para ningún propósito funcional. Al asesino le pareció simplemente que sería gracioso atar un enorme caballo a un farol cada vez que mataba a alguien.

—Bien —dijo Anderson por sobre el hombro, sin apartar la mirada de la calle—. Oigamos tu teoría, Sommers.

—Es ésa —dijo el detective—. Debemos buscar un tipo con sentido del humor. Un gracioso. Eso es todo.

El único comentario de Anderson fue un suspiro. Seguía con los ojos clavados en la calle. Sommers mantenía la mano en la rodilla de Sonia.

Ella miró esa mano como si fuera una criatura peculiar que veía por primera vez en su vida, y después la apartó.

Pero Sommers me había dado una idea. Había algo en lo que dijo, aunque probablemente era un algo involuntario por su parte. En último extremo, la psicología del asesino y la del bromista difieren sólo en grado. Ambos son sádicos; ambos disfrutan con lo grotesco y con el placer de infligir dolor a otros. Podría considerarse el crimen como la broma definitiva y, a la inversa, a la broma como la forma social del asesinato.

Había poco que ver en la escena del crimen. Se habían llevado el caballo y el cadáver. Dos policías hablaban con el portero del edificio; Anderson se les acercó y participó en la conversación. Sonia y yo miramos la acera, el farol. No sé qué esperábamos ver... ¿sangre, quizá? No vimos nada. Sommers se quedó apoyado en el guardabarros del coche policial, con el sombrero reclinado sobre la cara para proteger los ojos del sol de la mañana. Parecía a punto de quedarse dormido.

Al cabo de unos minutos volvió Anderson.

—He estado hablando con el portero —dijo— y nos abrirá la puerta del apartamento donde vivía Francés Raye. La señora que lo ocupa ahora ha salido.

Cuando le seguíamos por el vestíbulo del pequeño edificio, pregunté:

—No esperarás encontrar ninguna pista importante sobre el crimen de la Raye, nueve meses después de lo sucedido, ¿no?

Anderson apretó con violencia el botón del ascensor.

—En este oficio, nunca se sabe. Al encontrar el cadáver aquí esta mañana, he vuelto a pensar.

—¿No necesitas una orden especial para entrar?

—El portero asume la responsabilidad, y yo le respaldaré si es necesario. No tocaremos nada y no se enterarán de que entramos. Llevaría demasiado tiempo conseguir una orden.

Llegó el ascensor y subimos. Anderson abrió la puerta del apartamento con la llave del portero. Era un apartamento no muy grande, impecablemente limpio, amueblado con un gusto moderno y severo. Anderson se paró en medio de la sala de estar y señaló el suelo.

—Aquí encontramos el cuerpo de la Raye —dijo—. Estaba tendida boca abajo. Había sido apuñalada por la espalda, pero no se encontró el cuchillo. No había signos de lucha. Las puertas y ventanas estaban todas ellas abiertas, pero el apartamento estaba en orden. Tomamos huellas digitales por todas partes, pero las únicas reconocibles eran las de la misma Raye y las de su criada. Y como la criada pudo probar que era su día libre, eso no nos condujo a nada. La única conclusión a la que pudimos llegar fue que el asesino era un amigo que había entrado por la puerta, alguien a quien ella conocía.

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