«Doctor, creo que estoy volviéndome loco», declara Jacob Blunt al entrar en la consulta del psiquiatra. Jacob ve «hombrecillos» y recibe de ellos extrañas instrucciones. «Joe, por ejemplo, me da diez dólares diarios por llevar una flor en el pelo», explica. ¿Y los otros? «Bueno, está Harry, que lleva traje verde y me paga por silbar en el Carnegie Hall, y Eustace, que me paga por repartir monedas...» Para el doctor Matthews es un caso claro, pero Jacob insiste en la existencia de esos seres e incluso le propone que le acompañe a una cita con ellos. El psiquiatra, intrigado, decide acompañarlo.
John Franklin Bardin estuvo siempre obsesionado con la locura, y reflejó ese mórbido interés en una serie de novelas de misterio entre las cuales ésta ha sido considerada su obra maestra.
John Franklin Bardin
El percherón mortal
ePUB v1.1
chungalitos11.01.12
Título original:
The Deadly Percheron
Traducción: César T. Aira
1ª edición: febrero 2004
© 1946 by John Franklin Bardin
© EDICIONES B, S.A., 2004
ISBN: 84-666-1632-2
A mi esposa, Rhea
Jacob Blunt era el último paciente del día. Entró en mi consultorio con un hibisco escarlata en su pelo rubio y ensortijado. Se sentó en la silla frente a mi escritorio y me dijo:
—Doctor, creo que estoy volviéndome loco.
Era un joven apuesto y aparentemente sano. Por cierto, no había manifestaciones visibles de neurosis. No parecía nervioso —ni parecía estar reprimiendo una tendencia al nerviosismo—, sus ojos azules miraban a los míos y llevaba el traje limpio. Los rasgos del rostro eran enérgicos, el tórax bien formado y, salvo una ligera cojera, no tenía defectos.
Por mi parte, nunca habría pensado que debía estar en mi consultorio, de no haber sido por aquella flor en el cabello.
—Casi todos tenemos ese miedo en algún momento de nuestra vida —le dije—. Durante una crisis emocional, o después de períodos de trabajo excesivo, yo mismo he tenido dudas sobre mi salud mental.
—Los locos imaginan ver cosas, ¿no? —me preguntó—. ¿Cosas que en realidad no existen para cualquier otra persona?
Se había inclinado hacia adelante, como si temiera perderse alguna palabra de mi respuesta.
—Las alucinaciones son un síntoma corriente del trastorno mental —asentí.
—Y cuando uno no sólo ve cosas... sino que además le pasan cosas... cosas irracionales quiero decir... eso es tener alucinaciones, ¿no?
—Sí —dije—, una persona mentalmente enferma suele vivir en un mundo imaginario, irreal. Se aparta completamente de la realidad.
Jacob se reclinó hacia atrás y suspiró con alivio:
—¡Ése soy yo! —dijo—. Estoy loco, gracias a Dios. No está pasando en realidad.
Parecía totalmente satisfecho. El rostro se le había relajado en una sonrisa torcida que resultaba simpática. Obviamente, mi información le había aliviado. Lo cual era raro, pues antes nunca me había enfrentado a un neurótico que admitiera su placer ante la pérdida de la razón. Ni había visto a ninguno que hablara sonriendo del tema.
—Una linda flor la que lleva en el pelo —le dije—. Es tropical, ¿no?
Por algún lugar tenía que empezar a averiguar dónde estaba su problema, y la flor era lo único no natural que encontraba en él.
La tocó con la punta de los dedos:
—Sí —dijo—. Es un hibisco. ¡Me dio mucho trabajo conseguirla! Tuve que recorrer media ciudad esta mañana, hasta encontrar una floristería que las tuviera.
—¿Tanto le gustan? —le pregunté—. ¿Por qué no una rosa o una gardenia? Son más baratas, y seguramente más fáciles de encontrar.
Negó con la cabeza:
—No. A veces las he usado, pero hoy tenía que ser un hibisco. Joe dijo que hoy tenía que ser justamente un hibisco. —Empezaba a dar la impresión de que podía estar loco. Su conversación sonaba a incoherente y se le veía demasiado satisfecho con todo el asunto. Empezó a interesarme.
—¿Quién es Joe? —le pregunté.
Blunt había sacado un cigarrillo de la caja que yo tenía en el escritorio y ahora jugueteaba con el encendedor. Levantó la vista con sorpresa.
—¿Joe? Es uno de mis hombrecitos. El del traje violeta. Me da diez dólares diarios por llevar una flor en el pelo. ¡Sólo que se reserva el derecho de elegir la flor, y ahí es donde la cosa se pone difícil! ¡Suele elegir entre las peores!
Me dirigió otra vez su sonrisa torcida. Era casi como si me estuviera diciendo: «Sé que parece tonto, pero así es como me funciona la cabeza. No puedo evitarlo.»
—De modo que Joe es el que le da flores, ¿no? —le pregunté—. ¿Hay otros?
—Oh, claro que hay otros. Hago cosas para varios de estos tipos pequeñajos, y eso es lo que me tenía preocupado. Pero creo que usted se ha confundido respecto a Joe. No me da las flores. Yo tengo que salir a comprarlas. Él sólo me paga por llevarlas.
—Me ha dicho que hay otros tipos... «tipos pequeñitos». ¿Quiénes son, y qué hacen?
—Bien, está Harry —dijo—. Es el que lleva trajes verdes y me paga por silbar en el Carnegie Hall. Y está Eustace... que lleva impermeable y me paga por repartir monedas.
—¿De usted?
—No, de él. Me da veinte cuartos de dólar por día. Y me paga diez dólares por repartirlos.
—¿Por qué no se los guarda?
Frunció el entrecejo:
—¡Oh, no! ¡No podría hacer tal cosa! No me pagaría los diez dólares si me los guardara. Eustace sólo me paga cuando logro repartirlos todos. —Se llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos, nuevas y brillantes—. Lo que me recuerda que tengo que encontrarme con Eustace a las seis y todavía me quedan todos éstos para repartir. ¿Sería usted tan amable como para aceptar una de estas monedas?
Y arrojó un cuarto sobre el escritorio. Lo tomé y me lo metí en el bolsillo. No quería contradecirle.
Me miró fijamente.
—Es real, ¿no? —me preguntó.
—Sí.
Era real.
—Hágame un favor. Muérdalo.
—No —le dije—, no tengo que morderlo.
Puedo reconocer una moneda genuina a simple vista.
—Vamos, muérdalo —insistió—. Así verá que no es falso.
Me saqué el cuarto del bolsillo, me lo llevé a los labios y lo mordí. Quería seguirle la corriente.
—Perfectamente real —dije.
Su sonrisa desapareció.
—Eso es lo que me preocupa —afirmó.
—¿Qué?
—Si estoy loco, doctor, usted podrá curarme. Pero si no estoy loco y estos hombrecitos son reales, bueno... en ese caso existen cosas como los duendes irlandeses, los
leprechauns,
y están repartiendo un inmenso tesoro... y todos tendremos que empezar a creer en las hadas, ¡y quién sabe adónde nos llevará eso!
En ese punto pensé que estaba a un paso de revelar la peculiaridad de su neurosis. Estaba muy excitado, casi frenético, y súbitamente me había dado una buena cantidad de nueva información. Decidí ignorar su referencia a
leprechauns
y hadas por el momento, para seguir interrogándole sobre la única prueba tangible: el cuarto de dólar.
—¿Qué tiene que ver eso con Eustace y los cuartos de dólar? —le pregunté.
—¿No se da cuenta, doctor? Si estoy loco... si me limito a imaginarme a Eustace..., ¿qué pasa con estas monedas? Son reales, ¿no?
—Quizá son suyas —le sugerí—. ¿No podría haber ido al banco y haberlas retirado, y después olvidarlo?
Negó con la cabeza.
—No. No es tan fácil. Hace meses que no piso mi banco.
—¿Por qué no?
—No tengo necesidad. ¿Para qué ir al banco y retirar dinero si uno gana treinta o cuarenta dólares por día? No he gastado un centavo de mi dinero desde Navidad.
—¿Desde Navidad?
—Sí. Conocí a Joe el día de Navidad. En un bar automático. No sabía cómo hacer funcionar la máquina de café y le enseñé. Empezamos a conversar y me preguntó si quería ganar algo de dinero fácil. Le dije «Claro, ¿por qué no?». Ni me imaginaba yo con qué tontería iba a salirme, pero estaba harto del empleo que tenía (era empleado en una camisería) y deseaba hacer algo más interesante. En realidad, no necesito trabajar, ¿sabe? Tengo un ingreso permanente de un legado. Pero el abogado es un viejo que siempre está dándome sermones sobre las virtudes del trabajo. Dice que «trabajar construye el carácter». De modo que empecé a trabajar para Joe aquel mismo día, y un par de semanas después conocí a Eustace y después a Harry; me los presentó Joe. Joe estaba satisfecho con mi trabajo. Dijo que yo era de fiar. Dijo que los hombrecitos siempre tienen dificultades para encontrar gente de fiar.
Yo estaba fascinado. Éste prometía ser uno de los casos más curiosos de mi carrera. La mayoría de las anormalidades se circunscriben fielmente a unos pocos moldes bien conocidos y es muy raro encontrar un hombre tan imaginativamente demente como parecía estarlo Jacob Blunt.
—Dígame, señor Blunt —le pregunté—, ¿cuál es exactamente su problema? Me da la impresión de que lleva una vida excelente, desde luego, no le falta dinero. ¿Qué es lo que pasa?
Una vez más le vi preocupado. Apartó los ojos, y su sonrisa apareció y desapareció antes de que me respondiera:
—No hay ningún problema, supongo. Es decir, si está seguro de que Joe, Harry y Eustace son alucinaciones.
—Yo diría que hay grandes probabilidades de que lo sean.
Volvió a sonreír.
—Pues bien, si está en lo cierto, lo único que pasa es que estoy loco, y todo está en orden. ¡Pero lo que me preocupa es el dinero! Si esas monedas son reales, ¿cómo puede ser imaginario Eustace?
—Quizá, como le sugerí antes, usted las saca de su banco y después se olvida de haberlas retirado.
Su sonrisa se hizo más amplia. Buscó en su bolsillo, sacó un talonario y me lo tendió por encima del escritorio.
—¿Qué me dice de esto, doctor?
Examiné las cifras. Aparecían depósitos trimestrales de mil dólares cada uno durante los últimos dos años, pero no había habido ningún reintegro desde el 20 de diciembre de 1942. Le devolví el talonario.
—Le digo que no he pisado el banco desde Navidad —repitió.
—¿Y los depósitos?
—Los hace mi abogado —dijo—. De la herencia de mi padre. Recibiré una asignación hasta que cumpla veinticinco años.
Reflexioné un momento. Si pudiera lograr que me hiciera un relato coherente de lo que le había estado pasando, podría inquirir con un poco más de profundidad la naturaleza de su perturbación.
—Supongamos que volvemos al principio y me lo cuenta todo —le propuse.
Me miraba a los ojos, y su mirada me hizo sentirme incómodo. Sentí que comprendía lo confundido que estaba yo, y mi confusión le turbaba.
—Es como ya le he dicho. Conocí a Joe en el bar automático. Me dijo que me probaría en el trabajo de llevar la flor, y que si servía podría hacerlo siempre. Y quedó tan complacido con lo que llamó mi «buena voluntad» que me recomendó a Harry y a Eustace. Desde entonces, he estado silbando para Harry y repartiendo cuartos de dólar para Eustace...
Aquello no nos llevaba a ninguna parte. Por absurdas que fueran sus fantasías, mostraban toda la consistencia del mundo.
—¿Qué es lo que hace para Harry? ¿Silba? —le pregunté, cansado.
—Claro. En el Carnegie Hall. En el Town Hall. A veces en un palco, a veces en la platea. No tengo que silbar alto, y puedo sentarme apartado para no molestar a nadie. Es divertidísimo. Anoche silbé «Pistol-Packin Mama» durante toda la Octava de Beethoven. ¡Debería probarlo alguna vez! ¡Le hace bien a uno!