Reprimí una sonrisa. El muchacho había empezado a gustarme y no quería que pensase que me reía de él.
—Estos «hombrecitos»... ¿por qué dijo que le habían contratado para hacer estas cosas?
Sacó otro cigarrillo y el encendedor. La mayoría de mis pacientes fuman; yo les aliento a hacerlo, porque así se sienten más a gusto y me da la oportunidad de examinar sus reacciones ante una pequeña molestia, cuando mi encendedor falla. Con frecuencia, un hombre o una mujer que superficialmente está en calma revela una irritación interior al molestarse desproporcionadamente por algo trivial. Pero no fue éste el caso de Jacob Blunt, que probó una y otra vez el encendedor, con toda paciencia, hasta que saltó la llamita. Después me respondió:
—Son
leprechauns.
Son oriundos de Irlanda, pero ahora andan por todo el mundo. Durante toda la eternidad han tenido un inmenso tesoro, y hasta hace poco lo han guardado celosamente. Ahora, por motivos privados que Eustace no ha querido decirme, han empezado a distribuirlo. Joe dice que tienen cientos de hombres trabajando para ellos en todo el país. Y algunos son gente importante, según Joe. Gente que uno nunca se imaginaría.
—¿Quiere decir que son duendes, como las hadas o los gnomos? —A veces, si uno logra mostrarle al paciente el nivel infantil de su obsesión, recibe un primer impulso en el camino de vuelta a la realidad—. ¡No me diga que cree en las hadas! —sonreí.
—No son hadas —protestó—. Son hombrecitos que usan trajes violetas y verdes. ¡Probablemente se ha cruzado con ellos por la calle!
No íbamos a ninguna parte. Pronto me pondría a discutir con el paciente en sus propios términos. Tenía que encontrar el modo de cambiar la dirección del diálogo. Hasta ahora, él era el que lo conducía, no yo.
—Supongamos que usted no está mentalmente enfermo, señor Blunt, ¿qué pasa en ese caso?
Se puso serio. Por primera vez pareció enfermo, ansioso.
—¡Eso es lo que me preocupa, doctor! ¿Qué pasa si no estoy loco?
—En ese caso los «hombrecitos» son reales —dije—. En ese caso existen los
leprechauns.
Y usted en realidad no cree en eso, ¿no?
Se quedó callado, vacilante, Después negó con la cabeza, violentamente.
—¡No, no puedo creerlo! ¡Es imposible! ¡Debo de estar loco!
Pensé que ya era hora de tranquilizarlo.
—Permítame que yo decida ese punto —le dije—. Es mi trabajo. La gente que padece alucinaciones como la suya por lo general las defiende con todo rigor. Nunca aceptan la posibilidad de una duda respecto a la realidad de sus experiencias imaginarias. Pero usted sí lo hace. Eso es alentador.
—Pero ¿y las monedas, doctor? ¿Los cuartos de dólar? Son reales, ¿no?
—Por el momento, dejemos ese aspecto de lado. Supongamos que usted me habla un poco de su persona. Hábleme de su infancia, de su juventud, de su novia (porque tiene novia, ¿no?), de lo primero que se le ocurra.
Pareció confundido. Por lo general, un psiquiatra puede percibir el lunar en la lógica de un mundo soñado por un esquizoide. Es un mecanismo patentemente irracional. Lo difícil suele ser lograr que el paciente hable de su mundo interior. Pero no era el caso aquí. Jacob parecía muy dispuesto a confiarme todos los detalles de sus «hombrecitos» y su «dinero fácil», pero, además, me había presentado ciertas pruebas de que al menos una parte de sus experiencias era real, y si todo fuera real podría no estar loco. Todo lo que yo podría hacer era estimularle a hablar más, con la esperanza de que llegara a decirme algo que me permitiera ayudarle.
—¿Qué puede tener que ver con Eustace y Joe que yo le cuente la historia de mi vida? —me preguntó.
—Acepte mi palabra de que puede tener mucho que ver con la solución de su problema —respondí.
Vacilaba antes de empezar. No parecía más a gusto que antes. Había dejado de sonreír y tenía los ojos opacos.
—Soy un golfo —dijo—, pero criado en Park Avenue. Probablemente, usted sabe quién era mi padre, John Blunt. Tenía más dinero del que puede hacerle bien a uno. Durante la Primera Guerra Mundial le vendió su empresa constructora de carrocerías a una de las grandes compañías automotrices, y a partir de entonces nadó en oro. Se compró un puesto en la Bolsa y siguió haciendo dinero hasta que murió de apoplejía hace unos años. Me dejó todo lo que tenía, pero lo recibiré al cumplir veinticinco años; hasta entonces cobro una asignación.
—¿Qué edad tiene ahora?
—Veintitrés. Me faltan dos años. Pero eso no es lo que me preocupa. Tengo dinero en abundancia.
—Sí —dije—, lo sé.
—Fui un chico insoportable, un malcriado. Destruía dos o tres niñeras por año. Mi madre murió cuando yo era un bebé, y desde entonces tuve niñeras. Mi viejo nunca me prestó mucha atención. Fui bastante insoportable. Tenía toda clase de amigos. Siempre disponía de más dinero que los otros chicos, y causaba tantos problemas en casa que los criados no se molestaban si me ausentaba días enteros.
—¿Qué edad tenía cuando empezó a escaparse de su casa?
—Nueve o diez años. —Buscó en el bolsillo y sacó la billetera. Extrajo una fotografía manoseada que me pasó—. Ahí tiene una foto mía de esa época. El chico que está conmigo era un amigo... el bicho más feo que haya visto nunca. Yo le llamaba Pruney.
Miré la fotografía. Era de las que sacan los fotógrafos en las plazas. Jacob estaba sorprendentemente parecido a lo que era ahora: ya de chico había tenido esa sonrisa torcida. Pero fue la imagen de su pequeño compañero la que me cautivó. Era un niño vestido con un traje de sucio marinero, y su cara era la más horrible que yo hubiera visto nunca en un chico, salvo en un deforme. Era la clase de fealdad que uno puede esperar de un hombre de cuarenta años o más, pero nunca en un niño. Y en el reverso se leían, manuscritas, las iniciales E. A. B.
—¿Qué significan? —le pregunté.
Jacob las miró y se encogió de hombros.
—No lo sé. Incluso me había olvidado de Pruney y de esta foto hasta que un día, después de la muerte de mi padre, revisé su escritorio y la encontré. Supongo que significaría algo para él.
Me metí la fotografía en el bolsillo. Quería ver si mi paciente se irritaba por este acto de posesión, pero ni siquiera lo notó. Desconcertado, probé por otro lado:
—¿Dónde dormía cuando no volvía a su casa?
—En hoteles. En el parque. Pasaba mucho tiempo en el Central Park. A veces en casas de amigos. Siempre tuve muchísimos amigos.
—No puede decirse que haya sido una infancia normal —dije—. ¿Por qué no hizo nada su padre? ¿No sabía lo que hacía usted?
Jacob soltó la risa. Echó atrás la cabeza y se rió con fuerza; fue una carcajada dura y cínica.
—Ya le dije que a mi padre nada le importaba un comino —dijo—, ¡ni por mí ni por nadie! Contrataba personal para que me cuidase, ¿por qué se iba a molestar?
No contesté. Jacob dejó de reírse. No siguió hablando. Por mi parte, no sabía qué pensar. Evidentemente, había tenido una vida extraordinaria hasta ahora, nada sana desde luego. No me sorprendía que fuera neurótico. Nunca había tenido una familia, nadie le había querido. ¿O sí habría habido alguien...?
—¿Cuándo se enamoró por primera vez? —le pregunté.
Quizás ahí estaba la clave...
—A los catorce años. De la chica de los cigarrillos en St. Moritz. Era rubia y tenía unas piernas muy bonitas. Recuerdo que le regalé un camisón de seda negra en Navidad. ¿Usted le regaló alguna vez a una chica un camisón de seda negra?
Su sonrisa era contagiosa.
—Sí, creo que sí —le respondí.
—¿A quién?
—A mi esposa, supongo.
—¡Oh! —Pareció decepcionado. Después dijo—: Bueno, supongo que todo el mundo lo hace en un momento u otro.
—Pero no a los catorce años. Es una edad más bien temprana, ¿no le parece?
Sonrió con desdén.
—No ha comprendido bien, doctor. A los catorce años, yo ya tenía mucho mundo. Desde que medía apenas un metro me alojaba en todos los hoteles de Nueva York. A los catorce años lo sabía todo sobre las chicas que venden cigarrillos, y todo lo demás.
—De modo que esta chica fue su primer amor. ¿Cuántas veces se enamoró desde entonces?
Empezó a contar con los dedos, después se interrumpió y sacudió la cabeza con fingido desaliento.
—Cientos de veces, creo —dijo—. Decenas de veces entre ese momento y la universidad. Al menos veinte veces en Dartmouth. Y no sé cuántas veces después... ¡En este momento estoy enamorado de una pelirroja! ¡Me casaría con ella si no estuviera loco!
—¿No le parece que se enamora y desenamora con demasiada facilidad? —le pregunté—. ¿Estará de acuerdo si le digo que es un inestable emocional?
—¡No, claro que no! —respondió con énfasis—. Simplemente, tengo suerte. Tengo dinero y atractivo suficientes como para conseguir mujeres con facilidad, así que es natural que lo haga. ¿Qué cosa hay más normal que enamorarse?
—Es normal —admití—, pero ¿desenamorarse también lo es? Casi todos los hombres acaban por serenarse y casarse.
—Pero muy pocos hombres tienen el dinero que tengo yo —dijo alegremente. Y después, más serio—: Ni ven hombrecitos con trajes violetas y verdes.
Jacob guardó silencio. Durante su relato, había vuelto a impresionarme su sensatez. Salvo por los «hombrecitos» y el hibisco rojo en el pelo, pocas veces había conocido a un joven más normal. Por ejemplo, cuando a un neurótico se le invita a hablar de sí mismo y de su infancia, suele responder de dos modos: o bien puede contar una historia muy prolongada con excesivo detallismo en la que revele un centenar de temores y resentimientos, o bien puede cerrarse y negarse a hablar. Pero Jacob no había hecho ni una cosa ni la otra. Su respuesta había sido la que yo mismo habría dado a alguien que me hubiera interrogado. Había relatado una historia simple, concisa y clara (y, por lo que sabía hasta ahora, verídica) de un modo tranquilo y afable. La única deducción que pude hacer sobre su carácter que tuviera importancia en términos psiquiátricos, era que odiaba a su padre. Pero eso no podía considerarse anormal. Por lo que yo mismo sabía de él, podía asegurar que yo tampoco habría querido al viejo John Blunt. Había sido el último de los grandes piratas de las finanzas.
Por otra parte, algunas de las acciones de Jacob eran muy peculiares. ¿Cómo había aceptado meterse en todo este ridículo asunto de llevar flores en el pelo, repartir monedas y silbar en el Carnegie Hall? Se me ocurrió una sola razón por la que un joven por lo demás aparentemente sensato podía hacer lo que había hecho Jacob: porque le gustaba. ¿No había visto acaso un brillo en sus ojos cuando me había invitado a silbar una melodía popular la próxima vez que fuera a un concierto? ¿No había dicho «¡Debería probarlo alguna vez! ¡Le hace bien a uno!»? Y por el modo de tocar el hibisco, podía notarse que le agradaba llevarlo. Su relato de su vida podía dar los motivos del placer que le provocaba esa conducta inconformista. Nunca había tenido una vida normal de hogar, no tenía respeto por la autoridad y le gustaba la rebelión. Su personalidad entera podía afirmarse en esta necesidad latente de protesta. Al ser un joven impulsivo y extrovertido, su protesta adquiría aspectos de payasada y extravagancia. De ahí podían salir los «hombrecitos» y su placer de hacer lo que ellos le ordenaban... hasta cierto punto. Pero el problema de esta explicación aparentemente razonable era que daba por sentada la existencia de los «hombrecitos». Y yo no estaba dispuesto a dar tal cosa por sentada.
De modo que volvía a verme en el punto de partida. Cada vez que había intentado analizar el problema de este paciente había acabado por enfrentarme a un muro impenetrable, pero totalmente racional, de defensa. Ahora vacilé antes de volver a probar.
Fue Jacob quien hizo la sugerencia.
—Escuche, doctor —dijo—, ¡así no vamos a ninguna parte! —Miró su reloj de pulsera—. Y ya son las cinco. Estoy citado con Eustace en un bar de la Tercera Avenida a las seis. ¿Por qué no viene a mi casa mientras me afeito y me cambio, y después vamos juntos al bar? ¡Así lo podrá ver usted mismo!
Le miré. Su mirada me rogaba que aceptara. Por heterodoxo que pareciera, sentí que lo que proponía era el modo correcto de tratar su caso, especialmente si era realmente un neurótico. Le demostraba que yo tenía confianza en su «buena voluntad», y si él percibía mi confianza podía llegar a confiar en mí a su vez. Quizá fuera el modo de realizar una transferencia. Por supuesto, yo sabía que no existía ningún Eustace, y lo único que haríamos en el bar sería beber una copa. Pero valía la pena.
—Creo que es una excelente idea, señor Blunt —contesté—. Me gustaría conocer a su amigo.
—Quizá pueda ponerse a trabajar para él usted también —sugirió.
No supe si me estaba tomando el pelo o no. Me reí y dije:
—¿Por qué no? Me vendría bien un ingreso extra.
Avisé a la señorita Henry, mi enfermera, que no volvería, y le pedí que llamara a mi esposa en Nueva Jersey para decirle que llegaría tarde y que no me esperara a cenar. También le pregunté a la señorita Henry a qué hora tenía mi primera cita mañana. Y después seguí con Jacob al pasillo.
Seguía con aquella flor ridícula en el pelo. Sí; tengo un defecto, es mi vanidad en mi aspecto personal. Tengo facciones armoniosas y una expresión calmada. Quizá sea un poco quisquilloso, pero no me creo afectado. De todos modos, cuando salgo con alguien a la calle espero que mis acompañantes estén tan presentables como yo. Me disgustaba caminar con un hombre que llevaba una flor absurda en el pelo. Mientras esperábamos el ascensor, le pedí que se la quitara.
—¡Oh, no podría hacerlo! —dijo—. ¡Eustace lo notaría! Podría decírselo a Joe, y Joe no volvería a darme trabajo. Tengo que llevarla todo el día para ganar los diez dólares.
—¿Pero no puede sacársela ahora y metérsela en el bolsillo hasta que vayamos a ver a Eustace? Podría volver a ponérsela antes de entrar en el bar y él no se enteraría de nada.
—¡Oh, no, imposible! ¡Sería un engaño! Olvida que el motivo por el que los
leprechauns
me han tomado para que distribuya su dinero es porque confían en mí. Nunca podría traicionar su confianza.
—Entiendo —dije.
No ganaría nada discutiendo.
Jacob me miró de soslayo.
—¿Se sentiría mejor si usted llevara una también? —me preguntó—. El florista que encontré al fin esta mañana tenía otra, y su tienda está bastante cerca. Quizá no la haya vendido todavía. Si quiere, creo que tenemos tiempo para ir, así usted también podría ponerse una.