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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (9 page)

BOOK: El percherón mortal
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Sonia Astart era una de mis amigas. Entraba en la cafetería todas las noches a la misma hora, pocos minutos después de las doce. Caminaba entre las mesas, hablaba con alguna que otra persona, y al fin se dirigía al mostrador, donde su encargo era siempre el mismo: una taza de café negro. Después iba a sentarse con Barney y Zozo.

Yo iba a la mesa de Barney más que a otras, y Sonia era el motivo. Ella casi nunca tenía mucho que decir, pero uno no percibía su silencio. Cuando estaba junto a ella sentía su presencia, y me resultaba más estimulante que las palabras, aunque tenía pocas de las características de la belleza femenina. Era alta, de facciones irregulares y ni siquiera se arreglaba especialmente bien. Solía prescindir de todo maquillaje, y a veces las blusas sueltas y los pantalones que llevaba pedían a gritos un planchado.

Estoy seguro de que había veces en las que Sonia no sabía cómo se las arreglaría para conseguir el dinero para pasar la semana. Casi siempre estaba entre un empleo que había perdido y otro que todavía no conseguía. Y era entonces cuando se transformaba de una oyente en la más conversadora de los presentes. Tenía un repertorio maravilloso de historias sobre la tradición escénica, y podía hablar de política o de sexo, o de una teoría del arte durante horas con Zozo o conmigo, o con cualquiera que le presentase objeciones, interrumpiendo la discusión con frecuencia para levantarse de la mesa, arrinconar a un amigo con aires de prosperidad al que veía entrar, hablar ansiosamente con él unos minutos y sacarle algún préstamo. Era como si no pudiera pegar estos sablazos y hacer los relatos consiguientes de una súbita e inesperada mala suerte, sin sumirse antes en la fiebre de la argumentación. Y cuando yo pensaba después en estas conversaciones, comprendía que no eran sino juegos de palabras, rompecabezas intelectuales que hacían abortar el pensamiento.

Sonia y Barney se contaban entre los más complejos de los «personajes». Había otros más obvia y convencionalmente neuróticos y uno de ellos era el Predicador, un hombre extremadamente alto que llevaba pantalones de montar, botas de cowboy, camisa de franela y sombrero Stetson. Entraba en la cafetería, detenía al primero que se le cruzaba y le lanzaba un discurso exhortándole a irse de la ciudad.

—¡Ve a buscar tu hogar en las llanuras! —le gritaba—. Un lugar libre con espacio de sobra, donde no te molestarán los taxistas con sus bocinas, y donde podrás cruzar la calle y aprovechar tu tiempo... ¡El país de Dios!

Y peroraba sobre este único tema, el Oeste, sin molestarse por el hecho de que nadie le prestara atención, hasta que súbitamente, por algún motivo secreto, dejaba de hablar, miraba airadamente a su alrededor y salía furioso. Nunca le vi sentarse a una mesa ni conversar siquiera con los «desechos», ni conocí a nadie que pudiera darme datos sobre él.

Todas las noches me sentaba horas con esa gente, y después me iba a mi cuarto, del que no salía hasta bien entrada la tarde del día siguiente. No puedo decir que esperara con ansiedad esas horas de sociabilidad (no eran ni mucho menos comparables al ocio deliberado de un rico; eran apenas otra forma de mi sonambulismo). Cuando no estaba realmente dormido, sumergía mi personalidad en las compulsiones mecánicas de mi trabajo, o en una participación igualmente mecánica en aquella sociedad de fracasados. Era una completa negación de todo lo que había quedado atrás.

Supongo que fue inevitable que me acostara con Sonia, aunque puedo decir con sinceridad que en ningún momento maniobré para hacerlo. Al principio adquirimos el hábito de sentarnos juntos, lo que primero fue un azar y luego una institución nada desagradable. Después salíamos juntos, ya de madrugada, pues ella vivía cerca de mi pensión. Durante estas caminatas hablábamos poco, pero existía entre nosotros un sentimiento común que no puedo definir, salvo diciendo que caminando junto a ella estuve más cerca que nunca de despertarme. Hasta que una noche, por consentimiento mutuo y sin pronunciar una palabra de amor, pasamos de largo ante su pensión y entramos en la mía. A partir de entonces, aunque no fue un procedimiento constante y hubo muchas noches en que ella se fue a su cuarto y yo al mío, lo consideramos parte de nuestra relación y creo que a los dos nos gustó.

Una noche, Sonia no vino a la cafetería y yo volví solo a mi cuarto. Esto en sí no era raro. Sonia solía faltar una noche por semana y yo nunca la interrogaba sobre lo que hacía en esas ocasiones. Ni siquiera puedo decir que me sintiera solo esa noche; en realidad, era una hermosa noche de septiembre, había una gran luna rojiza y di una larga caminata por Surf Avenue, explorando las muchas callecitas laterales por las que nunca me había aventurado antes.

De noche y tarde, Coney Island es un lugar terriblemente solitario. A las dos de la mañana, casi todos los locales están cerrados, salvo algún que otro salón de baile o un bar. Esa noche unos marineros borrachos se tambaleaban calle arriba lanzando hurras, los escaparates sin luz brillaban a la luz de la luna y los edificios alzaban sus fachadas sombrías hacia el negro cielo.

Me sentía eufórico, casi como si hubiera bebido. Recuerdo haberme detenido ante una barraca de atracciones, en cuya fachada había pintadas caras de payasos con mejillas blancas y enormes sonrisas rojas, y solté la carcajada ante mi reflejo en el espejo deformante. Comprendí que era la primera vez que me miraba en un espejo con ecuanimidad. La distorsión de la superficie ondulada de éste era tan grotesca que aliviaba el horror natural de mi cara, y al hacerla ridícula me permitía por un instante aceptarla. Aún seguía riéndome de la figura demencialmente contorsionada que había visto cuando doblé por mi calle y me dirigí hacia mi pensión.

Salvo la avenida principal, las calles de Coney Island quedan oscuras cuando es de noche, y en 1944 estaban totalmente oscuras a causa de los apagones. Pero la luna proporcionaba su propia luz de neón. Había caminado muchas veces por esta calle y había llegado a gustarme su aspecto desvencijado; hasta el rugido ocasional del tren parecía familiar y tranquilizante. Y de pronto, tuve miedo.

No sé cuánto tiempo hacía que venía oyendo pasos detrás de mí, pero sólo entonces comprendí que no pertenecían a un peatón cualquiera, sino a alguien que me seguía. Temblando, me hice a un lado para dejar que esa persona se adelantara convencido de que no lo haría.

Cuando me volví, no había nadie.

Sentí el pánico de un niño en la oscuridad. Experimenté un ataque irracional de temor. Recuerdo que me llevé una mano a la cara para palpar la cicatriz automáticamente, como si fuera algo relacionado con mi fobia. Me quedé donde estaba varios minutos, conteniendo el aliento, sintiendo que el corazón golpeaba las costillas y la sangre se me helaba en las venas, dispuesto a correr si veía moverse una sombra o si oía un susurro. Pero no vino nadie.

Volví a caminar.

¡Y el sonido de los pasos me seguía! Quienquiera que fuese debía de haberse ocultado en el hueco de alguna puerta cuando me detuve y me volví. En la calle oscura, no había podido descubrirle. Ahora sabía que, quienquiera que fuese, quería atacarme... ¿Por qué, si no, se escondería? Apresuré el paso.

La persona que había detrás de mí aceleró también su andar. Comencé a correr. Corrió. Corrí tan rápido como pude, y ya estaba a una manzana de mi pensión. Si podía llegar a la puerta, ¿estaría a salvo? Todo lo que podía oír eran aquellos pasos. Mi perseguidor parecía estar a menos de diez metros de mí. En ese momento vi venir un automóvil. Salté a la calle, agitando los brazos con fuerza para que se detuviera. Vi que los faros eran apenas dos rayitas de luz, pero preferí el peligro conocido de ser atropellado al terror ignoto de los pasos...

La última persona en la que pensé antes de que el coche me golpeara fue Sonia. Por algún motivo la vi con el pelo peinado hacia atrás con fijador, como el de un hombre, y con bigote. La odié.

6
ENTRE DOS MUNDOS

En la vida de toda persona hay momentos en que es posible hacerse a un lado y ver lo que ha pasado, así como lo que pasa ahora, con una objetividad que escapa a lo natural, que es casi divina. Pocos minutos después de haber sido atropellado en la calle, cerca de mi pensión, desperté en lo que era para mí, en aquel momento, una cama extraña en un cuarto extraño. Era un cuarto pequeño, limpio, con muebles baratos. La puerta estaba parcialmente abierta y a través de ella podía ver un pasillo débilmente iluminado y un pasamanos. Sobre el tocador, allí donde normalmente habría un espejo, había varias reproducciones baratas de cuadros famosos, pegadas con chinchetas a la pared: un Van Gogh, un Cézanne y un Degas. Me agradó verlos, pues son mis pintores favoritos. Todo esto lo percibí en un instante neblinoso entre la plena consciencia y las profundidades del inconsciente.

Después, en el esfuerzo que hice para despertarme del todo, volvió a mí el pasado reciente: sentí un dolor agudo y constante en la base de la nuca, volví a oír el rugido de un automóvil lanzado a la carrera y sentí el viento que alzaba su marcha como una masa inmensa y amenazante que me atrapaba y me arrojaba. Esto último me confundía terriblemente. Se me aparecieron varias imágenes en conflicto, muchas caras se inclinaban para mirarme: una era la de un hombre con bigote, otra la cara de un enano bajo un sombrero hongo, y había otras que no podía siquiera describir. Las manos me alzaron, y, sobrenaturalmente, fue como si me alzaran dos veces al mismo tiempo (tal como en una película con doble impresión uno ve duplicada la misma acción, dos series de imágenes paralelas haciendo lo mismo) y había voces que decían cosas diferentes, voces diferentes. Una decía: «¡Está muerto! ¡Busca la foto, rápido!» Otra exclamaba: «¡Oh, yo vi cómo pasó! ¿Está malherido? Ayúdenme. Vive aquí enfrente... podemos llevarlo.»

Y después el combate cesó y una de las series de recuerdos triunfó sobre la otra. Al mismo tiempo, reconocí al hombrecito que estaba sentado a los pies de mi cama. Me sentí oscuramente desalentado. Era Eustace.

Mientras le miraba, recordé que me había asustado en la calle, que había saltado al paso de un automóvil y que Sonia había aparecido inmediatamente y había ayudado a llevarme a mi propio cuarto. Pero ¿qué significaba el otro recuerdo con el que me había despertado, el que había luchado durante un instante con el más reciente? ¿Habría empezado a recordar lo que había sucedido en la estación del subterráneo? ¿Y qué estaba haciendo Eustace aquí? ¿Había sido él quien me había seguido?

Comprendí que necesitaba con urgencia saber la respuesta a estas preguntas. ¿Podría contestarlas él? Si jugaba mis cartas con cuidado, averiguaría algo. Lo que me convenía hacer ahora era simular confusión. Lo pensé un momento y se me ocurrió un plan que parecía brillante. Actuaría como si hubiera sufrido otro ataque de amnesia. Diría que había olvidado todo lo que había sucedido recientemente. Con esa táctica pasaría por encima de sus defensas. Y si me había seguido con algún propósito, lo averiguaría.

Esta vez Eustace no llevaba ropas llamativas, sino un traje de corte tradicional y un sombrero hongo cuidadosamente cepillado que ahora reposaba en sus rodillas.

—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunté.

—¡Pudo matarse, amigo! —dijo—. Ese auto le dio una buena sacudida. Tenía que subir para asegurarme de que estuviera bien.

Su voz seguía teniendo aquel tono gutural y mecánico, pero ya no sonaba en ella el acento sarcástico de cuando la oí por primera vez. De hecho, sonreía incómodo, acariciando el sombrero con una mano y palmeándose una rodilla con la otra. Trataba de congraciarse.

—Le vi en la avenida —siguió—. Hace mucho tiempo que quería verle, pero nunca esperé encontrarle aquí. Quería hablar con usted. Le seguí y empezó a correr. Antes de que pudiera alcanzarle... —se miró las cortas piernas— saltó a la calle, cuando pasaba aquel bólido.

Me pasé una mano por la cabeza y la retiré con manchas de sangre. Había movido de su sitio un vendaje improvisado. Eustace se levantó de un salto y chasqueó la lengua. Se inclinó sobre la cama y me ayudó a sujetar con más fuerza el vendaje.

—No es más que un rasguño profundo —dijo—, pero será mejor que se quede en cama un día o dos. Nunca se sabe si un golpe como éste no ha producido una lesión.

Vi que mi plan funcionaba. El hombrecito estaba confundido. No había esperado encontrarme con amnesia, y ahora que advertía que tal era el caso no sabía qué decir. Yo no sabía si podría sacar algo interrogándole, pero al menos sabría qué clase de juego había estado practicando con Jacob. Eso era lo que más curiosidad me producía.

—¿Qué ha estado haciendo? ¿Se lo había quitado?

Sonia estaba en el umbral. Llevaba una palangana con agua en las manos y sonreía. Tenía los ojos en sombra, el cabello relucía bajo la luz escasa, y su silueta delgada se dibujaba sobre la luz, más brillante, que provenía del pasillo. Me gustaba su aspecto. Esta noche llevaba una blusa cosaca holgada y pantalones de franela que realzaban sus largas piernas. Lamenté que, hasta que Eustace se marchara, tuviera que simular que la había olvidado.

—¿Por qué no me presentas a tu amigo, John?—preguntó—. Fue muy amable al esperar para comprobar si estabas bien después de ese golpe tan terrible. Sobre todo, después de que el conductor del coche te dejara tirado en la calle.

Eustace me miraba con ansiedad, esperando que le presentara. Sonia me miraba con una sonrisa. Decidí incomodar todo lo posible al hombrecito:

—Es Eustace —dije—. Un
leprechaun.

Sonia lo tomó con calma, y se limitó a alzar una ceja.

—¿Irlandés? —me preguntó.

Vi que creía que yo estaba bromeando. Y quizás era cierto.

—No. Es un
leprechaun
norteamericano.

Eustace parecía disgustado. Se movió en su silla.

—Me proponía hablarle de eso —dijo—. Es uno de los motivos por los que he querido verle. Quiero decirle cómo ocurrió aquello.

—¿Qué apellido, John? —preguntó Sonia.

—No sé su apellido —contesté.

—Mather —dijo Eustace. Volvió a moverse.

—¿Eustace Mather?

Ella alzó un poco más la ceja.

—No, señora —dijo el hombrecito—. No me llamo Eustace, sino Félix. Félix Mather. —Me miró compungido—. Eso era lo que me proponía decirle.

En este punto, Sonia se acercó a la cama y me pasó un brazo por encima de los hombros. Eso me gustó mucho.

—Nunca me habías hablado de Félix, John —dijo—. ¿Es un amigo tuyo?

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