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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (8 page)

BOOK: El percherón mortal
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Nos sentamos ante una de las mesas de la parte delantera de la cafetería. Era media tarde y el local estaba vacío. Afuera atronaba el tránsito, y en la misma manzana un altavoz exhortaba a una multitud sudorosa y apresurada a pagar «diez centavos para ver a Zozo, la hermosa italiana perversa que vive con una boa constrictor». El señor Fuller no prestaba atención a estos ruidos. Tomó mi carta y la estudió como si fuera un texto sagrado. La estuvo mirando tanto tiempo que empecé a preguntarme si alguna vez volvería a alzar la vista, pero al fin tosió, se restregó los ojos y se sonó la nariz.

—¿Trabajó antes en una cafetería, señor... —aquí volvió a mirar el papel— Brown?

—No, señor.

Me convenía decir «señor». Ahora que había decidido seguir siendo John Brown, tendría muy poco dinero. Los recursos del doctor George Matthews ya no estaban a mi disposición, si es que alguna vez lo habían estado, por lo que conseguir ese empleo era fundamental.

—¿Cómo sabe que puede hacer el trabajo? No estoy habituado a personal sin experiencia —se quejó.

—Sé tratar a la gente. Sé cómo hablarles. Y tengo paciencia.

No bien hube pronunciado estas palabras comprendí que eran las que no debía haber dicho, y me desanimé.

—El trabajo es algo más que eso —dijo. Me miró inquisitivamente—. Hay que andar con cuidado, ¿sabe? Últimamente se ha roto mucha vajilla. Y no les gusta eso.

—¿A quiénes? —pregunté.

—A la compañía. Vienen un par de veces por semana y echan un vistazo. Una vez al mes hacen inventario. Si se ha roto mucha vajilla se quejan. Me gustaría admitirle, pero debo tener tanto cuidado...

Hablé lenta y claramente, tratando con desesperación de que mi voz sonara sincera:

—Yo sería muy cuidadoso —dije—. No rompería nada.

Me miró largo rato, pensativo. Al principio no comprendía qué atraía su atención. Después lo recordé de pronto, y me llevé la mano a la cara.

—La gente no lo nota —dije rápidamente, al tiempo que la imagen torturada aparecía ante mis ojos y casi me impedía verle el rostro a aquel hombre—. No creo que a sus clientes les moleste. No les ha molestado en otros empleos —mentí.

Lo pensó un momento más. Vi que para él el esfuerzo de tomar una decisión era doloroso.

—Admito que hoy en día es difícil encontrar un buen empleado estable. Quizás un tipo como usted no consiga empleos todos los días. Si tuviera un buen empleo como éste, ¿se quedaría?

—Por supuesto.

Volvió a pensarlo. Se movió en la silla. Se sonó la nariz.

—Bueno, lo probaremos por una semana. Si trabaja duro y se aplica, puede tener un empleo estable. Esto es, si los clientes no se quejan.

Se levantó y caminó hacia el fondo. Le seguí. Me dio dos delantales limpios, un par de pantalones blancos anchos y una corbata de lazo de cuero negro. Me dijo que me presentara a las seis de la tarde. Mi horario sería de seis a dos, y entonces me relevarían. Nos estrechamos la mano y le di las gracias. Después fui a buscar un cuarto donde alojarme.

Durante el mes que siguió, el caluroso mes de agosto, trabajé en la cafetería seis noches por semana, dormí o me senté en la playa y leí durante el día, en una palabra: existí. Mentiría si dijera que fue un período desdichado. Más bien debería decir lo contrario. No tenía deseos de hacer nada más. Los libros que leía eran novelas de aventuras. No soñaba con mi vida anterior, o con una vida futura llena de satisfacciones. No hice amigos ni enemigos. Y aun así —si se puede llamar felicidad a una forma de contento no muy diferente al estupor inducido por las drogas— fui feliz.

Me había prometido un tiempo «para pensar bien las cosas». Pero no pensé nada, ni tomé ninguna decisión. Algún día podría tratar de volver a ser el doctor George Matthews, el eminente joven psiquiatra. Algún día volvería a Sara... Mi corazón se aceleraba cuando pensaba en Sara. Pero los días pasaban, y no hacía nada.

Varias veces durante las primeras semanas que trabajé en la cafetería All-Brite experimenté ataques recurrentes de ansiedad. De pronto recordaba mi desfiguración (quizás un cliente me miraba con demasiado interés) y tenía que abandonar lo que tenía entre manos, correr al lavabo y mirarme en el espejo. Pero con el tiempo el primer horror del descubrimiento se disipó y ocupó su lugar un peculiar y pervertido sentimiento de orgullo por mi diferencia. Ninguna otra cualidad de mi personalidad adoptada difería en lo más mínimo de la de cualquier hombre que pudiera encontrar en la calle o en la playa. En todo lo demás estaba cortado según el mismo patrón que los demás: tenía un modesto empleo, estaba solo, tenía poca seguridad. Pero tenía una vistosa cicatriz en la cara, y esta desfiguración no tardó en alzarse en mi mente como un símbolo de mi nueva identidad. Era John Brown, y como John Brown tenía una cicatriz que me cruzaba la cara en diagonal. Era un atributo extrañamente satisfactorio.

Había ocasiones en que volvía a mí un poco de mi antigua objetividad y me examinaba con extrañeza, pero tales ocasiones eran raras y no tardaron en desaparecer del todo. Sabía que me enorgullecía de un defecto como una defensa, y eso era un paso en dirección a la neurosis, pero no me preocupaba. Me concentraba en mis tareas, procuraba mantener siempre una porción de cada empanada a la vista y bastante hielo picado en las bandejas de ensalada y cambiaba cada hora el agua de la cafetera. Aprendí a ser cortés para obtener centavos de propina. Y durante todo este tiempo el recuerdo de Sara, de la casa que habíamos tenido, de mi consultorio y mi prestigio profesional era tan sólo un recuerdo desvaído y molesto que acudía por la noche como un dolor de muelas y al que expulsaba con facilidad de la mente e ignoraba como pudiera hacerlo con cualquier distracción menor. Mi vida se había vuelto el producto de mis propias fantasías deformadas, y no permitiría que las visiones de una realidad anterior perturbaran mi precario equilibrio, aun cuando en lo más recóndito de mi mente añorase mi antigua vida.

Y tampoco me permitía pensar en Jacob Blunt. Toda la complicada historia del último día del doctor George Matthews era algo olvidado. Solemos tener recuerdos y sabemos que los tenemos, pero nunca permitimos que se vuelvan enteramente conscientes. Esos recuerdos siempre están agazapados bajo la superficie de nuestra razón, y en momentos de crisis algunas de nuestras acciones sólo pueden explicarse en términos de estas experiencias recordadas, pero nunca se vuelven tangibles y nunca nos permitimos hablar de ellas cuando contamos nuestro pasado. Así me pasaba a mí respecto a los detalles de Jacob Blunt y sus «hombrecitos» y el otro absurdo de aquel último día que podía o no haber dado por resultado la muerte de Francés Raye y mi accidente en el metro. Sabía que todo eso había sucedido, pero había decidido olvidarlo. No era parte de mi vida actual.

Incluso llegué a mostrarme muy capaz en mi oficio, si es que puede llamarse oficio a lo que hace un mozo de mostrador en una cafetería. Éramos tres empleados, y cada uno de nosotros se ocupaba de un sector del mostrador. Mi provincia era la cafetera, las ensaladas y los postres; era mi responsabilidad ocuparme de que la cocina proveyese la cantidad suficiente de estos elementos para reemplazar los platos vacíos a medida que los clientes los consumieran. Un trabajo simple, pero que tenía sus dificultades. Algunas de las dificultades procedían de los clientes, pues había quienes insistían en tocar todos los postres antes de elegir uno, o pedían algo especial que llevaba tiempo preparar y se ponían nerviosos porque debían esperarlo. También podía ser que en la cocina se mostraran lentos con los platos que se vendían más, y en cambio me inundaran con grandes cantidades de otros de menor demanda. Inventé sistemas con los que podía equilibrar la oferta y la demanda, por ejemplo recomendar la tarta de whisky y vender menos de manzana, librarme lo antes posible de la ensalada de aguacates cuando los aguacates no eran lo que debían ser... Sistemas que funcionaron tan bien que llegó el día en que el señor Fuller tuvo una pequeña conversación conmigo y me concedió un aumento.

Se había colocado detrás de mí, viéndome trabajar y poniéndome nervioso. Le oí toser y sonarse la nariz. Incluso se aclaró la garganta antes de decir:

—Están complacidos con su trabajo, Brown. Muy complacidos. Igual que yo, temieron que los clientes se quejaran, pero no ha habido una sola queja. Y hubo menos vajilla rota este mes. Se ha desenvuelto usted muy bien.

—Hago todo lo que puedo —le dije.

—Me pidieron que le comunicara que quieren que siga con nosotros, que no se le ocurra siquiera ir a trabajar a otra parte. Le subiremos el salario dos dólares por semana.

Volvió a carraspear y se sonó la nariz con un pañuelo sucio. ¿Por qué iban a temer Fuller o sus omnipresentes terceras personas que yo me fuera? ¿Por qué iba a buscar otro empleo? Estaba satisfecho aquí.

Los dos dólares más por semana no significaron nada para mí. Vivía de lo que ganaba, y lo gastaba todo en comida, albergue y ocasionalmente una camisa, pero no necesitaba nada más. Ahora que los tenía, no sabía qué hacer con ellos. Comencé a guardar dinero que me sobraba en el primer cajón de mi escritorio, y todas las semanas metía un poco más; no ahorraba al modo de un hombre prudente que lo hace con un objetivo o por principio de prudencia sino que simplemente lo apartaba porque no tenía deseos de gastarlo y el cajón del escritorio parecía un sitio más apropiado que el cesto de la basura.

Durante el día y las primeras horas de la noche, los clientes de la cafetería eran gente común que salía a tomar el fresco: comerciantes con sus familias, empleados con sus chicas, bandas de adolescentes que pedían una hamburguesa y un refresco y se quedaban hasta que llegaban a molestar. Pero después de las diez el carácter de la clientela cambiaba radicalmente. Era a esa hora cuando empezaba a aparecer la gente carnavalesca.

Eran de toda clase y especie. Hombres flacos y mal alimentados que se acercaban al mostrador, pedían café y un bollo, lo llevaban a la mesa y pasaban allí el resto de la noche. Era la gente menos próspera, el «desecho». Se ganaban la vida vendiendo entradas, haciendo funcionar atracciones, vendiendo caramelos o salchichas, o en empleos extraños e impredecibles. Nunca se mezclaban con el segundo grupo, el de los «artistas».

Rubias demasiado teñidas, pelirrojas con peinados artificiosos, rara vez una morena de pelo brillante, bailarinas de segunda, esposas de empresarios... a todas ellas se las consideraba «artistas»; así como a su contrapartida masculina con sus trajes a cuadros y zapatos en punta, feriantes, encargados de juegos para cazar incautos, ganchos y los «peces gordos» dueños de concesiones. Los «artistas» venían más tarde que los «desechos», gastaban más y hacían más ruido. Eran una sociedad, pero una sociedad amistosa y abierta, y pude advertir que los «desechos» no se mezclaban con ellos por decisión propia, no por altivez de los «artistas».

Había también un tercer grupo que se mantenía parcialmente aparte, pero a veces también se mezclaba con las bailarinas y sus amigos. Zozo, «la hermosa italiana que vive con una boa constrictor», formaba parte de este grupo, lo mismo que un hombre llamado Barney Gorham, dueño de una galería de tiro al blanco. Barney me interesaba mucho. Era un enorme gorila de cabellera y barba negras y relucientes. Cuando caminaba, los hombros se le balanceaban, y al observarlo no se podía dejar de percibir el juego de los músculos bajo la basta camisa de franela. Cuando uno le conocía siempre daba la impresión de disponer de dinero en abundancia, pero si alguien le seguía la conversación durante un rato, terminaba por pedir prestado un dólar o dos. Decía ser pintor, y era cierto que pintaba en su tiempo libre. Varias veces vi sus cuadros, cuando los trajo a la cafetería: paisajes marinos mal dibujados, escenas pastorales excesivamente románticas, y ambiciosos retratos de las chicas con las que se había acostado. Porque Barney tenía éxito con los «poneys», como llamaban a las coristas. Por lo general, le acompañaban una o dos chicas, que hablaban con vivacidad mientras él se quedaba hundido en su silla mirando a su alrededor.

A estos últimos yo les llamaba «personajes», y había muchos de ellos, pero, de los tres grupos, era el más difícil de definir y limitar. Algunos eran intelectuales o seudointelectuales, y yo no podía entender qué hacían en Coney Island. Otros eran fenómenos; enanos y mujeres barbudas, el microcéfalo, que en realidad era un retrasado mental, pero se le aceptaba como miembro de esta vaga sociedad (siempre le acompañaba una mujer alta y maternal con un bocio monstruoso), un dueño de un cine pequeño y una fotógrafa. Decidí al fin que lo que todos ellos tenían en común era un sentimiento de insatisfacción. Tanto los «desechos» como los «artistas» estaban contentos de su vida, pero los «personajes», aunque muchos de ellos tuvieran éxito en términos financieros, estaban descontentos. No eran característicos de Coney Island, salvo por su concentración; pueden encontrarse grupos así en la zona de teatros de cualquier ciudad. Por más separados que estuvieran durante los meses de invierno, en tanto cada uno buscaba su modo de ganarse la vida (algunos haciendo giras con sus compañías por el Sur, otros trabajando como extras en Broadway o el Radio City, otros en los hipódromos o con cualquier empleo que pudieran conseguir), siempre volvían aquí en verano, se reunían en las cafeterías y consideraban este lugar como el centro de sus vidas.

Supongo que fue natural que al cabo de un tiempo yo empezara a formar parte de este último grupo. John Brown tampoco tenía hogar, y, como todo el mundo, necesitaba sentir que pertenecía a algún lugar. Nada costaba sentarse a una de las mesas que habían sido pensadas para cuatro personas, pero alrededor de las cuales se reunían siempre seis o siete, y pronto empecé a participar en las conversaciones. Éstas, lejos de limitarse a charlas de feriantes, como había imaginado al principio, versaban sobre casi cualquier tema. Me sorprendió ver lo culto que era Barney, por ejemplo, y me divirtió y aterrorizó el hecho de que Zozo, que vivía con una boa constrictor, no sólo hubiese leído a Kant, sino también a Fichte y a Spinoza. Uno de los temas favoritos de discusión era el psicoanálisis (salía a colación siempre que alguien del grupo recordaba la vez que el Hombre Salvaje de Borneo, «un tipo tranquilo al que le gustaban Guy Lombardo y la cerveza de Wisconsin», se había vuelto loco y había liquidado a tres hombres; «el show batió récords de público el resto de la temporada, y nunca ganamos tanto dinero como ese año»), y pude sorprenderles con mis conocimientos del tema. Si bien me prohibía tener recuerdos de mi vida pasada, no me molestaba usar la información que había obtenido durante esa vida; de hecho, una de las razones por las que no tardé en convertirme en un miembro fijo y fascinado de este grupo fue el placer de descubrir tantas personalidades neuróticas juntas. La cafetería All-Brite era un verdadero zoológico para el psiquiatra aventurero, pero cuando llevaba trabajando un mes en la cafetería conocía a varios de los «personajes» lo bastante bien como para considerarles mis amigos y olvidar que en algún momento les había considerado excéntricos.

BOOK: El percherón mortal
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