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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (3 page)

BOOK: El percherón mortal
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—No, gracias —contesté.

—¡Pero no sería mala idea! —insistió—. Si Eustace le ve llevar voluntariamente una flor en el pelo, puede contárselo a Joe y ello le ayudaría a congraciarse con él. ¡Podría trabajar para los dos, para Joe y para Eustace!

—No, gracias —le dije—. Por el momento puedo prescindir del hibisco.

Me alegré de que en ese momento llegara el ascensor interrumpiendo la conversación. A veces la vida de un psiquiatra se pone difícil.

2
CABALLO REGALADO

Jacob repartió todos los cuartos de dólar que le quedaban antes de que yo pudiera meterle en un taxi. Fue bastante embarazoso. Le dio uno al ascensorista, otro al portero, uno a una dama con abrigo de visón que entraba por la puerta giratoria mientras nosotros salíamos, uno a un limpiabotas negro estacionado en la puerta, y el último a un hombre que pasaba. Me sentí mejor cuando nos encontramos al fin dentro del taxi y Jacob le dio al conductor una dirección de la calle 53 Oeste. No me había gustado la mirada que nos dirigió la dama del visón cuando vio la monedita reluciente en su mano y después la flor colorada en el pelo de mi paciente.

Me contó algo más sobre sí durante el lento trayecto hasta su apartamento por las calles congestionadas de tránsito. Se había graduado en Dartmouth en 1940. El ejército lo había rechazado por una vieja herida en la rodilla, que se había producido en un partido de baloncesto durante sus años de colegio. Se había graduado a los veintiún años porque había entrado a los diecisiete, ya que en la infancia se había saltado un año de escuela. Dijo que le gustaban Bach, Mozart y Brahms, las pelirrojas y Hemingway. Su pelirroja actual estaba en el coro de
¡Nevada!
y la había conocido una noche cuando fue a saludar a alguien a los camerinos. Según sus palabras, era toda una beldad.

El taxi se detuvo a media manzana entre la Quinta y Sexta Avenidas en la calle 53 Oeste, y entramos en un edificio de apartamentos muy moderno. El portero saludó a Jacob y el ascensorista le sonrió y le llamó «señor Blunt». Al parecer, estas personas que le veían cotidianamente le conocían y apreciaban. Si le hubieran creído demente le habrían tratado de otro modo. Las cosas no me resultaban fáciles.

Me gustó su apartamento. Consistía en una sala extraordinariamente grande, un dormitorio pequeño, cocina y baño. Las paredes de la sala estaban pintadas de azul oscuro y una de ellas se encontraba cubierta de estanterías con libros; había un tocadiscos y estantes llenos de discos y una chimenea con un buen Miró colgado encima. La pelirroja se encontraba en el largo diván en el centro del cuarto, medio sentada y medio recostada en un almohadón a rayas. Tenía el pelo largo y suelto, en un desarreglo encantador. A su lado estaba sentada, más formal, otra joven, una criatura bajita, de aire infantil, con rizos castaños y una mirada abierta e inocente en sus ojos azules. La pelirroja nos miró cuando entramos, con ojos que eran intensos resplandores verdes en su rostro hermoso e inexpresivo.

—Hola, Jakey —dijo con voz baja y runruneante—. Denise y yo hemos salido de compras y hemos llegado hace un minuto a tomar un trago. ¿Quién es tu amigo?

Las dos chicas me miraban con curiosidad no disimulada.

Jacob había dejado de sonreír y su aire despreocupado y amistoso había desaparecido. Pareció a la vez sorprendido y disgustado de que hubiera alguien en su apartamento. No es que esto se mostrara en nada de lo que dijo. Sólo que de pronto lo noté tenso, e incluso quizá suspicaz.

—El doctor George Matthews, Nan Bulkely, Denise Hannover —murmuró. Por el gesto vago de la mano, supuse que la chica alta de mirada inexpresiva era Nan, y la más pequeña Denise. Jacob hizo un gesto en dirección a Nan y dijo con voz algo más alta—: Ella le dará de beber lo que quiera. Voy a afeitarme y vestirme.

Y entró en el dormitorio sin decir una palabra más.

Me senté en una silla frente al diván. Nan descruzó las piernas, que eran deliciosas, largas y bien proporcionadas, piernas de bailarina pero sin los músculos de una bailarina. Denise tomó la copa que tenía cerca y bebió un sorbo, mirando la bebida, pero Nan no apartó sus increíbles ojos de los míos. Eran tan verdes como los de un gato en la oscuridad, pero amplios y bien abiertos, llenos de sinceridad. Sin embargo, salvo los ojos, el rostro de Nan carecía de expresión, estaba vacío. Incluso cuando sonreía era como una foto publicitaria que cobrara vida, algo sacado del
Harper's Bazaar
o del
New Yorker.

—Perdón —dijo—. No capté su nombre. Jacob habla tan poco claro...

—George Matthews —respondí.

Abrió los ojos un poco más.

—¿Oí a Jacob decir «doctor», o me engañaban mis oídos?

—Soy médico. Psiquiatra.

Nan no me gustaba en absoluto. Me hacía sentir como un niño interrogado por un adulto. Miré a la otra chica, y en ese momento ella se levantó y fue a la cocina. Era como si ambas mujeres se hubieran transmitido alguna señal. Esto tampoco me gustó, como no me gustaba el interrogatorio de Nan, pero procuré que no percibiera mis sentimientos, pues podía decirme algo valioso sobre mi paciente. Así que respondí a sus preguntas.

—¿Son viejos amigos, usted y Jacob? —fue la siguiente.

—No. De hecho, le conocí esta tarde en mi consultorio. Es mi paciente.

Se sorprendió. Vi que la garganta se le tensaba y los hombros adquirían rigidez, aunque logró controlarse muy bien. De no haber sido por mi experiencia en la observación de las sutiles reacciones psicológicas que revelan las emociones de una persona, no habría advertido hasta qué punto mi simple información la había impresionado.

Se quedó callada un momento, y después me preguntó:

—¿Jacob fue a verle por su propia voluntad?

—Sí, por lo que sé. ¿Por qué me lo pregunta?

—Nunca pensé que llegara a hacerlo, eso es todo —dijo—. Me alegra que le haya consultado. He estado terriblemente preocupada por su manera de comportarse estos últimos meses, pero sabía que nunca podría sugerirle que viera a un psiquiatra. No me habría hecho caso.

Fue una estratagema inteligente. Cuando me preguntó si Jacob me había ido a ver por su propia iniciativa, noté que realmente quería saberlo; de hecho, por la urgencia en su modo de hacerme la pregunta, me di cuenta de que necesitaba saberlo. Pero el motivo que me dio después para haberme hecho esa pregunta era una excusa inventada. No pude evitar preguntarme por qué le preocupaba tanto que Jacob hubiera ido a verme.

—¿Qué ha hecho Jacob últimamente que le haya preocupado? —le pregunté.

—Vio la flor que lleva, ¿no? ¡En el pelo! ¡Dice que un amigo le paga por hacerlo! ¡Y tiene que ser una flor diferente todos los días!

—¿Ha visto usted a ese amigo?

Me miró fijamente, como si tratara de decidir si podía confiar en mí.

—No, eso es lo raro del asunto. Me los ha descrito... porque son varios, no uno solo, sino varios «hombrecitos» y me ha hablado mucho de ellos; incluso me dijo sus nombres, pero nunca he visto a ninguno. Opino que sólo existen en su imaginación.

—¿Había mostrado señales de extravío anteriormente, señorita Bulkely?

Negó con la cabeza, y su cabellera roja le acarició los hombros:

—Por supuesto, no hace mucho que le conozco, sólo desde el año pasado. Pero cuando le conocí me pareció totalmente normal.

Me levanté y fui a la chimenea, a mirar de cerca el Miró.

Siempre me ha gustado Miró. Hay en su obra algo maravillosamente fluido, algo tranquilizante como el susurro del agua en la distancia. Pero esta vez presté poca atención a la pintura. Lo hice más que nada por el efecto, para que Nan no advirtiera hasta qué punto yo consideraba importante nuestra conversación.

—¿Y ahora cree que Jacob no es normal, señorita Bulkely? —le pregunté.

Ella también se levantó y se acercó a la chimenea. Era alta, delgada sin ser escuálida, de pechos altos. Me gustaba su aspecto, pero cuando la miraba me resultaba difícil mantenerme atento a lo que decía.

—Sí, doctor, casi he llegado a la conclusión de que Jacob se está volviendo loco.

—Eso es lo que él cree —le dije—. Yo no estoy tan seguro.

Estaba de pie a mi lado, sus ojos al nivel de los míos.

—Doctor, ¿cree que podría ponerse violento?

Busqué los cigarrillos en el bolsillo interno de mi chaqueta. Ahí es donde guardo mis tarjetas. Al sacar la pitillera cayó el tarjetero. Nan se agachó inmediatamente, antes de que yo pudiera hacerlo, lo tomó en las manos y lo miró. Sacó una tarjeta y me sonrió:

—¿Le molesta si me quedo una, doctor? Veo que tiene sus dos números telefónicos. Así podré ponerme en contacto con usted en cualquier momento del día o de la noche, si algo llegara a pasarle a Jacob...

¿Qué podía hacer sino acceder? Era como si me la hubiera sacado del bolsillo. Tuve la clara impresión de que todo este tiempo había andado en pos de mi número de teléfono... pero no sería yo tan tonto como para protestar. A fin de cuentas, no había ningún motivo por el que no pudiera llamarme.

—Apenas he hablado con Jacob una hora o menos esta tarde, y no estoy familiarizado con sus síntomas, pero no veo motivo de alarma por el momento.

En ese instante advertí que alguien que no era Nan había tosido. Al volverme, vi a la otra chica, Denise, de pie detrás de mí. Tenía la cara roja y los ojos muy abiertos. Parecía hacer un esfuerzo para comunicar algo a su amiga, trataba de hablar sin hablar.

Entonces vi a Jacob, al mismo tiempo que lo hacía Nan. Estaba en el pasillo del baño; se había puesto un traje oscuro y se había peinado cuidadosamente sus cabellos rizados. Tenía el rostro blanco por la ira.

—¿Qué le ha estado diciendo sobre mí, doctor? —preguntó.

Nan corrió hacia él y le abrazó.

—Le estaba hablando de tus amigos, Jakey. No le he dicho nada que no le hayas dicho tú mismo.

La apartó de su lado.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no me dijiste que vendrías?

Ella simuló un sollozo. Pero era algo que no le salía bien. Todo lo que logró fue una mala parodia de un niño.

—Sólo quería verte, Jakey. Pensé que querrías cenar con nosotras antes de la función.

—Me habrías llamado si hubiera sido por eso. ¿Cuántas veces tendré que decirte que no vengas sin llamarme antes? ¿Quieres que le diga al portero que te niegue la entrada?

Ahora Nan estaba enojada. Fue al vestíbulo, arrancó su capa del perchero y se la echó sobre los hombros. Denise, incómoda, la siguió. Nan se volvió a mirarnos a Jacob y a mí, despidiendo fuego verde por sus ojos entrecerrados, pero cuando habló, se dirigió a mí:

—¿Ve lo que le digo, doctor? Está loco..., ¡es un loco furioso!

Hasta se tomó el trabajo de dar un portazo después de haber dejado salir a su amiga. Una buena actuación.

—¿No fue tal vez demasiado duro con ellas? —le pregunté a Jacob cuando esperábamos el ascensor—. Creo que la señorita Bulkely está sinceramente preocupada por usted. Y usted mismo está preocupado. En cuanto a Denise, bueno..., creo que se sintió bastante incómoda.

—No es que me preocupara tanto que Nan hablara de mí a mis espaldas —dijo—. Es que ha empezado a perseguirme. Dondequiera que voy, va ella, o esa amiga suya. ¡Me siento como si quisiera atarme!

Pude comprenderlo y, al mismo tiempo, advertí por qué Nan podía tener buenos motivos para actuar como lo había hecho. Aunque su actitud no me había parecido la correcta, me sentí obligado a defenderla ante Jacob, pero no me atreví a seguir adelante. Si quería ayudarle, tendría que hacerle creer que yo estaba de su lado.

El taxi nos llevó a un bar restaurante en la calle Sesenta y la Tercera Avenida. Era el típico bar de la Tercera Avenida, con carteles de neón en las vidrieras y serrín en el suelo de baldosas. Mientras Jacob pagaba el taxi, noté que había un camión estacionado frente al bar, un camión con una gran caja cerrada y con ventanillas altas. Me pregunté qué contendría, pero me olvidé de él casi de inmediato.

Entramos y pedimos un par de cervezas. Jacob paseó la mirada por el gran salón lleno de humo y después dijo:

—Creo que Eustace todavía no ha llegado.

Yo también miré. No sé qué esperaba ver, seguramente no a Eustace. Había unos pocos reservados a lo largo de una pared, y al fondo algunas mesas que habían sido apartadas para hacer lugar a una partida de dardos. Casi todos los clientes hacían rueda junto a los jugadores, uno de los cuales parecía tener una puntería excelente. Vi que tres tiros consecutivos daban en el centro de un blanco dibujado con tiza en la pared. Después miré a Jacob.

—Dígame —le pregunté—, ¿en realidad espera que venga Eustace?

—Oh, ya vendrá. Por lo general, llega un poco tarde. Duerme mucho y tiene problemas con su despertador.

¿Me estaría tomando el pelo? En ese caso mantenía perfectamente la compostura y llevaba la farsa hasta el punto de volverse para mirar cada vez que se abría la puerta. Seguí tomando cerveza; volví a prestar atención a la competición de dardos. Ya terminaba. Los hombres se volvían, sacudiendo la cabeza y soltando silbidos por lo bajo. Vi que todos los dardos estaban ya en el blanco, y casi todos en el centro. Me pregunté quién sería el hombre de la puntería perfecta. Resultó ser Eustace.

Era un enano de poco más de noventa centímetros de altura. Llevaba una chaqueta de terciopelo verde botella, pantalones de pana color malva y un impermeable. Se abrió camino con paso airoso entre los hombres de estatura normal, con una amplia sonrisa en la cara. Alguien le gritó:

—¿Dónde aprendió a tirar los dardos así?

Y él, sin volverse, respondió:

—Una vez participé en el lanzamiento de cuchillos en una feria.

En ese momento vio a Jacob. Se acercó al mostrador y tendió una mano para que le ayudara a subir a un taburete. Una vez cómodamente instalado, miró ceñudo a Jacob y le preguntó, con una voz desproporcionadamente grave:

—¿Quién es este tipo?

Jacob hizo un ademán en dirección a mí.

—El doctor George Matthews, Eustace. Él también querría trabajar para usted.

Antes de que yo pudiera protestar, Eustace me dio ostentosamente la espalda.

—No puedo usarlo —le dijo a Jacob—. No es nuestro tipo.

Esto me enfureció. ¿Por qué no iba yo a poder repartir dinero como cualquiera?

—¿Qué tiene de difícil repartir monedas? —contesté. Advertí que mi voz había subido de tono—. ¡No veo por qué yo no podría hacerlo!

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