—Esto es interesante —comentó Markovic, un dedo puesto sobre la imagen—. La dignidad del hombre, etcétera. Pero no todos mueren así, ¿verdad?… En realidad así mueren muy pocos. Lloran, suplican, se arrastran… Aquella vileza de la que hablábamos el otro día. Con tal de sobrevivir.
Los editores de la agencia a la que Faulques envió el carrete sin revelar, habían seleccionado la foto del druso erguido a causa de la dignidad ante la muerte que traslucía su actitud, la aparente duda de los ejecutores y el dramatismo de los hombres abatidos detrás. En su momento se publicó con gran despliegue —
El orgullo de morir
, tituló, grandilocuente, una revista italiana— ganando aquel mismo año los veinte mil dólares del International Press Photo. En el libro que Markovic tenía ahora delante, esa imagen estaba enfrentada, página con página, a otra que Faulques había tomado en Somalia quince años después: un miembro de la milicia de Farah Aidid matando a tiros a un saqueador en el mercado de Mogadiscio. Las dos escenas eran diferentes de motivo y composición, y Faulques había dudado mucho hasta decidir emparejarlas en el álbum; pero fue eso lo que terminó convenciéndolo: tenían más sentido juntas. La del Líbano era una foto en blanco y negro, serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto —aquella montaña con nieve en la cumbre, apenas visible entre el desenfoque de la bruma— y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los dos drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban la cara del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos —
action painting
absolutamente puro, diría Olvido más tarde, pálida todavía—, y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol. Aquella imagen no tenía profundidad, ni fondo, ni líneas lejanas, ni otra cosa que la pared con las sombras a modo de testigos anónimos y el triángulo cerrado, equilátero, geométricamente perfecto —como el triángulo simbólico que en los libros escolares de Faulques representaba a Dios—, formado por el hombre de pie, la víctima tendida en el suelo, y el arma como prolongación del brazo y de la voluntad racional que la ejecutaban. Lloran, suplican y se arrastran, había dicho Markovic. Con tal de sobrevivir. Ese no era el caso, pensó Faulques, de los tres drusos de la primera foto, que se dejaron matar sin decir esta boca es mía ni perder la compostura; pero sí del somalí de la segunda, que se había tirado a los pies del verdugo rogando por su vida mientras este lo maltrataba a puntapiés entre el gozo de los chiquillos que contemplaban la escena —suyas eran las sombras proyectadas en la pared—; y así, de rodillas y agarrado a las piernas del miliciano, había recibido primero el culatazo que lo volvió de espaldas, y luego, suplicante y con las manos alzadas para protegerse el rostro, había gritado cuando vio cerca la boca del fusil, antes del estremecimiento de todo el cuerpo y los espasmos finales entre el golpeteo de las balas. Esa vez Faulques tiró con motor y arrastre automático entre foto y foto, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, ocho veces, una serie completa a 1/500 de velocidad de obturación y 8 de diafragma. La quinta fue la mejor: aquella donde el moribundo, con la cara apenas visible entre sus propios estallidos rojos, levantaba brazos y piernas. Después, al reparar en el fotógrafo —Faulques se había acercado con impecable sigilo táctico mientras Olvido susurraba no lo hagas, por favor, quédate aquí y ni te muevas—, el miliciano somalí hizo un gesto fanfarrón, el fusil empuñado con ambas manos, poniendo un pie sobre el pecho del cadáver a la manera del cazador que posara con su trofeo.
Meik mi uan foto
. Sonrisa y relax. Y Faulques, alzando otra vez la cámara, fingió tomar también esa imagen, aunque no lo hizo. Ya había conseguido una escena idéntica en Tessenei, Eritrea: dos guerrilleros del FLE posando fusil en mano, uno de ellos con un pie sobre el cuello de un soldado etíope muerto. Y no era cosa de publicar dos veces la misma foto; resultaba absurdo plagiarse a sí mismo. En cuanto a todo aquello, el
meik mi uan foto
y todo lo demás, la más ajustada definición iba a correr a cargo de Olvido la noche misma de lo de Mogadiscio, mientras bebían a oscuras junto a la ventana, en el hotel. Me fascina África, dijo, porque parece una pista de pruebas del futuro. Supera el disparate dadaísta más extremo. Es como una película de dibujos animados de la tele donde los personajes enloquecieran, armados con machetes, fusiles y granadas.
—Con tal de sobrevivir —repitió Markovic.
Faulques, que regresaba despacio de sus recuerdos, torció el gesto.
—A muchos no les sirve de nada suplicar —murmuró—. Ni siquiera la vileza ante el verdugo garantiza nada.
El croata seguía pasando páginas del álbum. Al fin lo cerró.
—Lo intentan —dijo—. Casi todos, en realidad. Algunos lo consiguen.
Se quedó mirando, pensativo, la tapa del libro cerrado. Foto en blanco y negro, asfalto de la carretera del aeropuerto de Saigón: una mujer muerta en el suelo, con su bebé también muerto y abrazado. El marido un poco más allá, con otro niño cogido de la mano. Muertos también. Todos. Entre ellos, un sombrero de paja de forma cónica sobre un charco de sangre. No era la foto predilecta de Faulques, pero en su momento a él y a sus editores les había parecido una buena portada.
—Cuando me liberaron —prosiguió Markovic— iba con otros, en un camión… Apenas dijimos nada. Ni nos mirábamos siquiera. Avergonzados. Sabíamos cosas unos de otros, ¿comprende?… Cosas que queríamos olvidar.
Seguía de pie ante la mesa y el álbum de fotos, y ahora estuvo callado un rato. Faulques se acercó hasta la botella de coñac y la señaló, inquisitivo. El otro dijo no, gracias, sin volver la cabeza. El pintor se sirvió un poco en un vaso, mojó los labios y lo dejó sobre el álbum. Entonces Markovic levantó la vista.
—Había un chico jovencito. Guapo. Unos dieciséis o diecisiete. Bosnio. Un guardián serbio se encaprichó de él.
Sonreía un poco, el aire evocador. De no ser por la expresión de sus ojos, se habría dicho que era un recuerdo grato.
—Cuando algunas noches el guardián se lo llevaba —prosiguió— aquel chico siempre volvía con algo. Un poco de chocolate, un bote de leche condensada, tabaco… Nos lo daba todo. A veces hasta consiguió medicinas para los enfermos… Aun así, lo despreciábamos. ¿Qué le parece?… Sin embargo, tomábamos cuanto traía. Ávidos, se lo aseguro. Sí. Hasta el último cigarrillo.
El sol, que asomaba por una de las ventanas de la torre, iluminó el rostro del croata, y las pupilas se le aclararon más tras los cristales de las gafas. El apunte de sonrisa se esfumó de sus labios como borrado por la luz: los ojos imponían su dominio real, dando la impresión de que la sonrisa no había existido nunca. Faulques pensó que en otro tiempo se habría movido con cautela, alzando la cámara despacio para no alterar a la presa, a fin de capturar aquella mirada que no estaba al alcance de cualquiera. Era precisa determinada biografía para mirar así. Olvido la llamaba mirada de los cien pasos. Hay seres humanos, decía, que caminan cien pasos más allá que el resto, y ya nunca regresan. Luego entran en los bares y en los restaurantes y en los autobuses y casi nadie lo nota. Qué absurdo, ¿verdad? Todos deberíamos llevar nuestra biografía en la cara, como una hoja de servicios. Algunos la llevan, claro. Deja que te mire. La lleváis. Pero no siempre los otros saben leerla. La gente se cruza con ellos y no se da cuenta. Tal vez porque ahora nadie se mira de verdad. A los ojos.
—Una noche —seguía contando Markovic— varios de mis compañeros sodomizaron al chico. Si te dejas por el serbio, dijeron, te dejas por nosotros. Le habían metido un trapo en la boca para que no gritara. No hicimos nada por defenderlo.
Sobrevino un largo silencio. Faulques observó la pintura mural, allí donde el niño medio incorporado en la arena miraba a la mujer tendida boca arriba, los muslos desnudos y ensangrentados. El caudal de fugitivos procedente de la ciudad en llamas, vigilado por los esbirros armados, pasaba sin prestar atención. Sólo era una historia más, y cada uno tenía sus problemas.
—El chico se ahorcó al día siguiente. Lo encontramos detrás del barracón.
Markovic miraba ahora al pintor de batallas como si lo invitara a enjuiciar el asunto. Pero este no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza, sin apartar los ojos de la mujer violada y el niño pintados en la pared. El otro siguió la dirección de esa mirada.
—¿Alguna vez pudo impedir algo, señor Faulques? ¿Una paliza, una muerte?… ¿Alguna vez pudo impedirlo, y lo hizo? — dejó transcurrir una pausa deliberada—. ¿O lo intentó?
—Algunas.
—¿Muchas?
—Nunca llevé la cuenta.
El croata sonreía, malévolo.
—Bueno. Al menos sé que una vez sí quiso hacerlo.
Pareció decepcionado porque Faulques no hizo comentarios, los ojos fijos en el mural. Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba, comprendió Faulques. No era el terror lo que debía reflejar la cara de aquel hombre a punto de morir. Si no observaba a su verdugo sino al testigo, a la cámara transformada en pinceles y mirada del pintor, al ojo imaginario que con tanta impudicia se disponía a presenciar su muerte, la expresión del sentenciado no podía reflejar miedo, sino indignación. Una sorpresa indignada, era el matiz exacto. Naturalmente. Estaba en pijama, acababan de sacarlo de su casa, el pelo revuelto, legañas en los ojos, ante las miradas pasivas, cobardes, regocijadas o cómplices de los vecinos. Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos, llevándolo hasta el lugar donde ya estaban en el suelo, asesinados, otros cuatro vecinos del inmueble. El hombre del pijama sabía lo que le esperaba, pero su expresión de miedo —llegaba desencajado, la piel de un amarillo ceniciento— se trocó en sorpresa e irritación cuando vio detrás de sus verdugos la cámara con la que Faulques, que una semana antes había cumplido veinticinco años, lo fotografiaba. Y este oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto. La foto fue oportuna, pues cuando Faulques volvió a oprimir el disparador, el hombre ya tenía balas en el cuerpo y se desplomaba sobre los otros cadáveres. Hubo una tercera foto posible, pero no la hizo. Al ver acercarse a uno de los ejecutores al cadáver e inclinarse sobre él, Faulques pasó el diafragma de 8 a 5.6 y se dispuso a disparar. Pero cuando a través del visor vio que el hombre sacaba del bolsillo unos alicates para arrancarle al muerto los dientes de oro, la náusea le impidió enfocar. Entonces dejó caer la cámara sobre el pecho, caminó sin apresurarse hasta el taxi destartalado que estaba lejos, el cartel
Press-Sahafi
pegado en el cristal, y ante la mirada risueña del chofer libanés a quien pagaba dos dólares de comisión por cada buena foto que le facilitaba, vomitó cuanto había desayunado esa mañana en el hotel Commodore.
—Un testigo indiferente e ideal —comentó Markovic—. ¿De eso se trata?… Pues nadie lo diría, viendo lo que pinta aquí. Tampoco me pareció indiferente el día que lo vi arrodillado en la cuneta de la carretera de Borovo Naselje… Al menos hasta que cogió la cámara y fotografió a la mujer.
Faulques no respondió. Había ido hasta la pared, e inclinándose un poco sobre la escena pintada la estudiaba de cerca. Era tan evidente que se maldijo por no haberlo advertido antes. Cogió estropajo verde de cocina y frotó con suavidad y mucho cuidado el rostro del hombre que iba a morir, difuminando ligeramente sus rasgos, sobre todo en la parte de la boca, hasta que algunas irregularidades arenosas de la imprimación blanca sobre el cemento de la pared asomaron debajo. Luego pasó un cepillo de panadero para limpiar la superficie raspada y volvió a la mesa, revolviendo los pinceles secos, agavillados en los botes de conserva y latas de café, hasta encontrar uno redondo del número 4. Sentía en su nuca los ojos de Markovic. El pintor de batallas nunca había trabajado delante de nadie, pero en ese momento le daba igual.
—Qué extraño —murmuró el croata—. Hay quien identifica el arte con algo culto, delicado. Yo mismo lo creía así.
Era difícil establecer si se refería a los dramáticos motivos del mural o al estropajo, pero Faulques no se entretuvo en averiguarlo. Destapó dos frascos de cristal con tapa hermética donde tenía mezclas de color —solía preparar las mas usuales en cantidad suficiente para no perder tiempo en busca del matiz deseado—, e hizo una prueba con el pincel sobre la gran bandeja de horno que usaba como paleta. Las mezclas mantenían la textura adecuada. Enjuagó el pincel, lo secó con un trapo, chupó la punta, puso un poco de cada frasco sobre la bandeja y volvió junto a la pared. Markovic le fue detrás. Había cogido un pincel inglés plano, de pulgada y media, que estudiaba con curiosidad.