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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato, Drama

El pintor de batallas (17 page)

BOOK: El pintor de batallas
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Habían seguido hablando del cuadro toda la tarde; primero junto al río y el puente viejo, bajo la estatua, en la fachada de Vasari, de Giovanni delle Bande Nere; y luego cenando temprano en la terraza de un restaurante del otro lado, desde donde veían el puente y los Uffizi iluminados por la penúltima luz del día. Olvido continuaba fascinada con el cuadro, que ya conocía pero que nunca, hasta entonces con Faulques, llegó a ver de ese modo. Es el orden abstracto hecho realidad, decía. Y tan denso como la
Alegoría sacra
de Bellini, ¿no te parece? Tan surreal. Los enigmas hablan entre sí, y nos dejan fuera de su conversación. Y estamos en el siglo XV, nada menos. Aquellos maestros antiguos sabían, como nadie, hacer visible lo invisible. ¿Te has fijado en las montañas y rocas del fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en Friedrich, en Schiele, en Klee. Y me pregunto cómo podríamos llamar a ese cuadro hoy en día.
La orilla ambigua
, quizás. O mejor:
Teología pictórica sobre una topografía geológica rigurosa
. Algo así. Dios mío, Faulques. Qué equivocados estamos. Ante un cuadro como ese, la fotografía no sirve para nada. Sólo la pintura puede. Todo buen cuadro aspiró siempre a ser paisaje de otro paisaje no pintado; pero cuando la verdad social coincidía con la del artista, no había doblez. Lo magnífico era cuando se separaban, y el pintor debía elegir entre sumisión o engaño, recurriendo a su talento para hacer que el uno pareciera la otra. Por eso la
Tebaida
tiene lo que tienen las obras maestras: alegorías de certezas que sólo serán ciertas al cabo de mucho tiempo. Y ahora, por favor, sírveme un poco más de ese vino. Decía todo aquello mientras enrollaba pasta en el tenedor con una soltura envidiable, se enjugaba los labios con la servilleta o miraba a los ojos de Faulques con toda la luz del Renacimiento reflejada en ellos. Dentro de cinco minutos, añadió de pronto bajando la voz —se había inclinado un poco hacia él, los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados, mirándolo con desenvoltura—, quiero que vayamos al hotel y me hagas el amor y me llames puta. ¿Capisci? Estoy aquí contigo, comiendo espaguetis exactamente a ochenta y cinco kilómetros del lugar donde nací. Y gracias a Starnina, o a Uccello, o a quien de verdad pintara ese cuadro, necesito con toda urgencia que me abraces con violencia razonable pero contundente, y dejes en blanco el cuentakilómetros de mi cerebro. O que lo rompas. Tengo el gusto de comunicarte que eres muy guapo, Faulques. Y me encuentro en ese punto exacto en el que una francesa te tutearía, una suiza intentaría averiguar cuántas tarjetas de crédito llevas en la cartera, y una norteamericana preguntaría si tienes un condón. Así que —miró el reloj— vamos al hotel, si no tienes inconveniente.

Aquella tarde regresaron con la última luz, caminando despacio por la orilla del Arno, envueltos en una melancólica puesta de sol de otoño toscano que parecía copiada de un cuadro de Claudio de Lorena. Y luego, en la habitación, abiertas las ventanas sobre la ciudad y el río inmediato del que subía el rumor de la corriente al rebasar los diques, hicieron el amor prolongada y metódicamente, sin prisas, con pausas mínimas para descansar unos minutos y empezar de nuevo, acometiéndose en la penumbra sin otra iluminación que la del exterior, suficiente para que Olvido los contemplase a ambos, de soslayo, vuelto el rostro hacia la pared donde se proyectaban sus sombras. Una vez ella se levantó para acercarse a la ventana, y mirando la fachada desguarnecida y oscura de San Frediano in Cestello pronunció las únicas diez palabras seguidas que Faulques oyó aquella noche: ya no hay mujeres como la que yo quería ser. Después se movió despacio por la habitación, sin objeto aparente, bellísima, impúdica. Tenía inclinación natural al desnudo, a moverse de esa manera, indolente, con la elegancia de su fina casta y de la modelo que durante un corto tiempo había sido. Y aquella noche, cuando observaba desde la cama sus movimientos de animal delicado y perfecto, Faulques pensó que ella no necesitaba que la iluminaran. De día y de noche, desnuda o vestida, llevaba la luz como un foco móvil apuntado sobre su cuerpo, siguiéndola a todas partes. Todavía pensaba en eso por la mañana, mirándola dormir, su boca entreabierta y la frente ligeramente fruncida con un pliegue de dolor semejante al de algunas imágenes de vírgenes sevillanas. En Florencia, influido sin duda por el lugar y porque ella se hallase tan cerca de la propia cuna, Faulques descubrió con tranquilo desconcierto que su amor por Olvido Ferrara no era sólo intensamente físico, ni intelectual. También era un sentimiento estético, fascinado por las líneas suaves, los ángulos y campos de visión posibles de su cuerpo, el movimiento sereno tan vinculado a su naturaleza. Esa mañana, contemplándola dormida entre las sábanas arrugadas de la cama del hotel, Faulques sintió el desgarro de celos futuros superpuesto al de celos retrospectivos: desde los hombres que un día la verían moverse por museos y calles de ciudades y habitaciones sobre viejos ríos, a los que la habían visto así en el pasado. Sabía, porque ella se lo contó, que un fotógrafo de modas y un modisto bisexual fueron sus primeros amantes. Estaba al tanto de eso muy a su pesar, pues Olvido lo mencionó en una ocasión, sin que viniera a cuento ni él preguntara nada. Casual o deliberadamente, lo dijo y se quedó mirándolo atenta, al acecho, hasta que él, tras una breve pausa silenciosa, habló de otro asunto. Y sin embargo, la idea había despertado en Faulques —le ocurría aún— una fría cólera interior, irracional e inexplicable. Nunca mencionó en voz alta lo que ella le había confiado, ni habló de sus propias experiencias, excepto a modo de broma o comentario casual; como cuando, al comprobar que en algunos de los mejores hoteles y restaurantes europeos y neoyorkinos ella era cliente conocida, Faulques apuntó, burlón, que también en los mejores burdeles de Asia, África y Latinoamérica lo conocían a él. Entonces —esa fue la respuesta de Olvido—, procura que yo me beneficie de ello. Era en extremo perspicaz: sabía mirar los cuadros y a los hombres. Y capaz, sobre todo, de escuchar cada silencio con mucha atención; como si fuese una alumna aplicada ante un problema que el profesor acabara de exponer en la pizarra. Desmontaba cualquier silencio pieza a pieza, igual que un relojero desmonta relojes. Por eso adivinaba con facilidad la desazón de Faulques en la rigidez repentina de sus músculos, en la expresión de sus ojos, en la forma de besarla o de no hacerlo. Todos los hombres sois considerablemente estúpidos, decía interpretando lo que él nunca dijo. Hasta los más listos lo sois. Y no soporto eso. Detesto que se acuesten conmigo pensando en quién se acostó antes, o quién se acostará después.

Faulques subió a la planta de arriba con el vaso de coñac en una mano y el farol de gas en la otra. El licor le volvía los dedos torpes al revolver dentro del cajón que estaba a modo de mesa junto al catre militar donde dormía. Fue apartando papeles diversos, documentos, cuadernos de notas, hasta dar con la foto que buscaba: la única que conservaba de él mismo, y hacía mucho tiempo que no contemplaba. En realidad era una foto de los dos, pues también Olvido aparecía en ella: una casa destrozada después de un bombardeo, con Faulques —esta vez era él— dormido en el suelo, la boca entreabierta, el mentón sin afeitar, la cabeza apoyada en la mochila, botas y pantalones manchados de barro, las dos Nikon y la Leica sobre el pecho y un sombrero de lona cubriéndole los ojos. Y Olvido en el momento de apretar el obturador, el rostro medio oculto por la cámara, parcialmente reflejada en el espejo roto de la pared. Ella la había tomado en Jarayeb, sur del Líbano, después de un bombardeo israelí; pero Faulques no lo supo hasta mucho más tarde, una vez acabó todo, cuando ordenaba sus pertenencias para enviarlas a la familia. Se trataba de una foto en blanco y negro, con un hermoso contraluz de amanecer que alargaba las sombras a un lado de la imagen, encuadraba a Faulques e iluminaba en el otro lado la figura de Olvido, fragmentándola tres veces en el espejo roto. Uno de los reflejos mostraba el rostro detrás de la cámara, las trenzas, el torso vestido con una camiseta oscura, los tejanos amoldados a la cintura; otro, la cámara, el lado derecho del cuerpo, un brazo y una cadera; el tercero, sólo la cámara. Y en cada fragmento de aquella imagen incompleta, Olvido parecía desvanecerse en su propio reflejo, descompuesto cada instante de esa fuga y fijado en el tiempo, en la emulsión de la película fotográfica, como el guerrero de Paolo Uccello y el que Faulques pintaba en su mural.

12.

Se había ido con el, sin más. Muy pronto. Quiero acompañarte, dijo. Necesito un Virgilio silencioso, y tú eres bueno en eso. Quiero un guía de agradable aspecto, callado y duro como en las películas de safaris de los años cincuenta. Olvido se lo había dicho un atardecer de invierno frente a una mina abandonada de Portmán, cerca de Cartagena, junto al Mediterráneo. Llevaba un gorro de lana, tenía la nariz roja de frío y los dedos asomaban por las mangas demasiado largas de un jersey rojo y grueso. Habló muy seria, mirándole los ojos, y luego vino la sonrisa. Estoy harta de hacer lo que hago, así que me pego a ti. Decidido. Oh muerte, zarpemos. Etcétera. Mis propias fotos me aburren. Es mentira que la fotografía sea la única de las artes donde la formación no es decisiva. Ahora todas son así. Cualquier aficionado con una Polaroid se codea con Man Ray o Brassaï, ¿comprendes? Pero también con Picasso o con Frank Lloyd Wright. Sobre las palabras arte y artista pesan siglos de trampas acumuladas. Lo que tú haces no sé muy bien qué es; pero me atrae. Te veo tomar todo el tiempo fotos mentales, concentrado como si practicaras una disciplina bushido extraña, con una cámara en lugar de un sable samurái. Sospecho que el único arte actual vivo y posible es el de tus despiadadas cacerías. Y no te rías, tonto. Hablo en serio. Empecé a comprenderlo anoche, cuando me abrazabas como si estuviéramos a punto de morir. O como si alguien fuera a matarnos a los dos de un momento a otro.

Ella era inteligente. Mucho. Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre. Olvido, por su parte, era consciente de haber vivido en un mundo ficticio desde niña, como aquel Buda joven al que, contaba, su familia ocultó durante treinta años la existencia de la muerte. La cámara, decía, tú mismo, Faulques, sois mi pasaporte a lo real: allí donde las cosas no pueden ser embellecidas con estupidez, retórica o dinero. Quiero violar mi vieja ingenuidad. Mi maltrecha inocencia, tan sobrevalorada. Quizás por eso, cuando hacía el amor susurraba densas procacidades o hacía que él la tratara, a veces, casi con violencia. Detesto, dijo en cierta ocasión —ahora estaban en la National Gallery de Washington, ante el
Retrato de señora
de Van der Weyden—, ese talante hipócrita, casto, difícil, de las mujeres pintadas por esos tipos del norte. ¿Comprendes, Faulques? Por el contrario, las madonnas italianas o las santas españolas tienen todo el aire, en caso de que escape de sus labios una obscenidad, de saber perfectamente lo que dicen. Como yo.

A partir de aquel tiempo, Olvido ya nunca produjo obra alguna desde la estética y el glamour en los que había sido educada y vivido, sino que les volvió la espalda deliberadamente. Todas sus nuevas fotos habrían de ser una reacción contra eso. Ya nunca hubo en ellas personas, ni belleza; sólo cosas acumuladas como en una tienda de ropavejero, restos de vidas ausentes que el tiempo arrojaba a sus pies: ruinas, escombros, esqueletos de edificios ennegrecidos que se recortaban en cielos sombríos, cortinas rasgadas, loza rota, armarios vacíos, muebles quemados, casquillos de bala, huellas de metralla en los muros. Ese fue durante tres años el resultado de su trabajo, siempre en blanco y negro, antítesis de las escenas de arte o de moda que había protagonizado o fotografiado antes; del color, la luz y el enfoque perfectos que hacían el mundo más bello que en la vida real. Mira qué guapa era yo en las fotos, dijo en cierta ocasión, mostrándole a Faulques la portada de una revista —Olvido maquillada, impecable, posando en el puente de Brooklyn reluciente de lluvia—. Qué increíblemente guapa; y repara, si eres tan amable, en el adverbio. Así que dame, por favor, lo que a ese viejo mundo mío le falta. Dame la crueldad de una cámara no cómplice. La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser; prefiere que yo, vestida por los mejores modistos, le robe las frases a Sasha Stone o a Feuerbach. Por eso te amo, de momento. Eres mi forma de decir: al diablo las revistas de modas, al diablo la colección de primavera en Milán, al diablo Giorgio Morandi, que pasó media vida haciendo naturalezas muertas con botellas, al diablo Warhol y sus latas de sopa, al diablo la mierda de artista que se vende enlatada en las subastas millonarias de Claymore. Pronto no te necesitaré, Faulques; pero estaré siempre agradecida a tus guerras. Liberan mis ojos de todo eso. Es una licencia ideal para ir a donde quiero ir: acción, adrenalina, arte efímero. Me libra de responsabilidades y me hace turista de élite. Puedo mirar, al fin. Con mis ojos. Contemplar el mundo mediante los dos únicos sistemas posibles: la lógica y la guerra. En eso tampoco hay tanta diferencia entre tú y yo. Ninguno de los dos hacemos fotoperiodismo ético. ¿Quién lo hace?

La decisión de acompañarlo la tomó Olvido mientras contemplaban el devastado paisaje de Portmán. O al menos fue entonces cuando lo dijo. Sé de un sitio, había sugerido Faulques, idéntico a un cuadro del doctor Atl, pero sin fuego ni lava. Ahora que conozco esos cuadros y te conozco a ti, me gustaría volver allí y fotografiarlo. Ella lo miró, sorprendida, por encima de su taza de café —desayunaban en la casa de Faulques en Barcelona, cuando a él se le ocurrió la idea— y dijo eso no es una guerra, y yo creía que sólo fotografiabas guerras. En cierto modo, respondió él, ahora esos cuadros y ese lugar también forman parte de la guerra. Así que alquilaron un automóvil y viajaron hacia el sur, hasta un atardecer de invierno en el silencio de sinuosas carreteras de tierra asomadas a barrancos y montañas de escoria de mineral, arruinadas torres y casas derribadas, muros sin techos, antiguas minas a cielo abierto que mostraban las entrañas pardas, rojas y negruzcas de la tierra, vetas de óxido ocre, filones agotados, enormes lavaderos cuyo fango agrietado y gris, tras escapar por los taludes rotos, tapizaba el fondo de las ramblas, entre chumberas muertas y troncos secos de higueras, como lenguas de lava solidificada y vieja. Parece un volcán frío, murmuró Olvido, admirada, cuando Faulques detuvo el coche, cogió la bolsa de las cámaras y caminaron por aquel paisaje de belleza sombría, escuchando el crujido de las piedras bajo sus pasos en el silencio absoluto de la inmensidad desierta, abandonada por las manos del hombre desde hacía casi un siglo, pero que el viento y la lluvia habían seguido erosionando con formas caprichosas, torrenteras, surcos entrelazados, derrumbes. Se diría que una mano gigantesca y caótica, manejando herramientas poderosas, hubiera removido la tierra hasta arrancarle sus vísceras de mineral y piedra, y después hubiese dejado al tiempo trabajar en todo aquello como el artista en un taller desaforado. Entonces, el sol, que estaba a punto de ponerse entre las escombreras que se extendían hasta el mar cercano, asomó un instante bajo la capa de nubes plomizas, y un resplandor rojo estalló en el agua para derramarse como una erupción de lava incandescente por el paisaje atormentado, sobre las crestas rotas de los lavaderos, los barrancos de escoria y las arruinadas torres mineras recortadas en la distancia. Y mientras Faulques se llevaba la cámara a la cara para fotografiar aquello, Olvido dejó de frotarse las manos para aliviar el frío, abrió mucho los ojos bajo el gorro de lana, se dio una palmada en la frente y dijo: por supuesto, dios mío, es exactamente lo que ocurre. No es la pirámide de Gizeh, o la esfinge, sino lo que de ellas queda cuando el tiempo, el viento, la lluvia, las tormentas de arena han hecho su trabajo. No será la verdadera torre Eiffel hasta que la estructura de hierro, al fin rota y oxidada, vigile una ciudad muerta a la manera de un espectro en su atalaya. Nada será en realidad lo que es hasta que el Universo, que no tiene sentimientos, despierte como un animal dormido, estire las patas desperezando la osamenta de la Tierra, bostece y dé unos cuantos zarpazos al azar. ¿Te das cuenta? Sí, claro que te la das. Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador, Arquímedes triunfe sobre Shakespeare y la Humanidad se palpe desconcertada los bolsillos, comprobando que no lleva moneda suelta para el barquero. Fotografiar no al hombre, sino su rastro. Al hombre desnudo bajando una escalera. Pero yo nunca lo había visto así antes. Sólo era un cuadro en un museo. Dios mío, Faulques. Dios mío —la luz rojiza le iluminaba el rostro como las llamas de un volcán colgado en la pared—. Un museo es sólo cuestión de perspectiva. Gracias por traerme aquí.

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