Faulques le sostenía la mirada.
—No lo olvido —dijo—. En ningún momento.
El caso, prosiguió en el mismo tono el croata, es que no puede guardarme rencor por ello. ¿Se da cuenta? Como yo tampoco se lo guardo a usted. Al contrario. Le estoy agradecido por ayudarme a entender las cosas. Según su punto de vista, los dos somos azares y determinaciones de esas leyes que intenta reflejar en esta torre tras haber intentado, sin éxito, descifrarlas con sus fotografías. En realidad el odio y el encarnizamiento deberían estar fuera de lugar en el mundo. Son inadecuados. Los hombres se destrozan entre sí porque la ley de su naturaleza, una ley objetiva y serena, así lo demanda. ¿No es cierto?… En su opinión, la gente inteligente debería matarse cuando corresponde, como el verdugo que ejecuta una sentencia que ni le va ni le viene… ¿Es eso?
—Más o menos.
Los ojos de Markovic parecían agua helada.
—Pues me alegro de haberlo comprendido bien y de que estemos de acuerdo, porque es así como lo voy a matar. Sin que haya, realmente, nada personal en ello.
El pintor de batallas reflexionó sobre lo que acababa de escuchar. Lo hizo de modo ecuánime, cual si estuvieran tratando sobre la suerte de una tercera persona. Para su sorpresa, sentía una calma perfecta. El hombre que tenía delante estaba en lo cierto: todo era como debía ser. Ajustado a las normas, o a la única norma. Miró la pared pintada y luego volvió a fijarse en su interlocutor. Markovic estaba muy serio, pero nada en él revelaba amenaza u hostilidad. Sólo parecía aguardar una respuesta o una reacción. Expectante, tranquilo. Cortés.
—¿Lo entiende como yo, señor Faulques?
—Absolutamente.
Por supuesto, comentó entonces el croata, era más divertido, o emocionante, matar por un buen y sólido odio. Más satisfactorio y común. Con la sangre caliente, aullando de júbilo mientras se desollaba a la víctima.
—Es como el alcohol o el sexo —añadió—. Calman mucho, alivian. Pero a los hombres que, como nosotros, han pasado mucho tiempo mirando el mismo paisaje, ese alivio nos queda lejos. Una navaja rota entre los escombros de una casa, una montaña desnuda tras las alambradas, el fondo de un cuadro al que se viaja durante toda una vida… Lugares, recuerde, de los que ya no se puede volver nunca.
Miró alrededor, como para comprobar si olvidaba algo. Luego giró sobre sus talones y salió afuera. Faulques fue detrás.
—Una de estas visitas puede ser diferente —dijo Markovic.
—Lo supongo.
El croata tiró la colilla al suelo y la aplastó concienzudamente con la puntera de una bota. Luego miró al pintor de batallas cara a cara, sin pestañear, y por primera vez le tendió la mano derecha. Este dudó un momento y al fin la estrechó con la suya. Un contacto áspero, fuerte. Manos de campesino, confirmó. Duras y peligrosas. Markovic hizo ademán de dar media vuelta e irse, pero se demoró un momento. Debería usted bajar al pueblo, dijo de pronto, el aire pensativo. Y conocer a esa mujer del barco. No queda mucho tiempo.
Faulques sonrió levemente. Una sonrisa suave y triste.
—¿Y qué pasa con el cuadro?… ¿Quién lo terminará?
El otro dejó entrever el hueco del diente. Su sonrisa, casi tímida, parecía una disculpa.
—Quedará inacabado, me temo. Pero lo importante lo ha pintado ya. El resto lo acabaremos juntos, usted y yo. De otra manera.
Al día siguiente, Faulques bajó al pueblo. Aparcó la moto en una calle estrecha, sin sombra, entornando los ojos ante la perspectiva cegadora de las fachadas blancas que se escalonaban cuesta abajo, hacia la masa ocre de la muralla antigua del puerto. Luego entró en la oficina bancaria a sacar dinero de su cuenta, fue a la ferretería donde encargaba las pinturas y pagó la última factura pendiente. Después anduvo despacio hasta la dársena pesquera y estuvo un rato inmóvil, mirando los barcos amarrados junto a las redes apiladas en el muelle. Cuando a su espalda el reloj del ayuntamiento dio doce campanadas, fue a sentarse bajo el toldo del bar restaurante más próximo; el que ofrecía mejor vista de la bocana del puerto y la extensión de agua, rizada por el viento de levante, que llegaba hasta la línea gris de Cabo Malo. Pidió una cerveza y estuvo allí inmóvil, frente al mar y al espigón vacío donde solía atracar la golondrina de turistas, pensando en Ivo Markovic y en él mismo. En las últimas palabras pronunciadas el día anterior por el croata, antes de marcharse. Debería usted bajar al pueblo. Conocer a esa mujer. No queda mucho tiempo.
Conocer a esa mujer. Sin apenas darse cuenta de ello, Faulques torció la boca en una sonrisa. Ya no había mujeres que pintar en el gran fresco circular de la torre. Todas estaban allí: la violada con los muslos llenos de sangre, las que se agrupaban como un rebaño asustado bajo los fusiles de los verdugos, la de rasgos africanos que miraba moribunda al espectador, la que en primerísimo plano abría la boca para emitir un silencioso alarido de horror. Y también Olvido Ferrara, en todos los rincones y en todos los trazos del vasto paisaje que habría sido imposible advertir, componer, sin su presencia. Como en aquel volcán rojo, negro y pardo que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo. El que, frente a Troya, al moverse tensando el arco asesino —también letal combinación de curvas, ángulos y rectas, como de costumbre— iba semejante a la noche. Obediente al tejer inevitable de las Parcas.
Ya entiendo lo que buscas, había comentado Olvido en cierta ocasión. Estaban en Kuwait, recién abandonado por las tropas iraquíes. Habían entrado el día anterior con una unidad mecanizada norteamericana y se encontraban en el quinto piso del Hilton, sin electricidad, sin cristales en las ventanas —cogieron una llave al azar tras el mostrador desierto de la conserjería—, con el agua de las cañerías reventadas corriendo por el suelo, escaleras abajo. Quitaron la colcha cubierta de hollín de petróleo incendiado para dormir toda la noche, exhaustos, con el panorama de los pozos en llamas y el estampido de los últimos cañonazos. Lo entiendo al fin, insistió Olvido —se asomaba a la ventana con una camisa de Faulques puesta y una cámara en las manos, observando la ciudad—, y me ha llevado tiempo, besos, miradas, averiguarlo. Estudiarte moviéndote por las catástrofes con tu cautela de cazador, tan fiable, tan seguro de lo que haces y no haces, tan poco charlatán como un soldado viejo. Preparando cada foto con los ojos antes de hacer un movimiento, evaluando en décimas de segundo si merece la pena o no. No te rías, porque es así. Te lo juro. Y también sé lo que sé de tanto sentirte estallar dentro de mi vientre mientras me abrazas, y tenerte ahí, bien adentro, relajado al fin, en el único momento de tu existencia en que bajas la guardia. Veo lo que ves. Te observo pensar antes y después, pero nunca mientras haces una fotografía, porque sabes que entonces no la harías nunca. Mi única duda es si esa horrible comprensión mía se debe a un contagio, como si se tratara de un virus o una enfermedad secreta e incurable. Si estoy cogiendo la guerra, o si ya estaba en mí y sólo has ejercido de agente provocador, o de testigo. El asunto es algo parecido a lo que mi abuela, mientras alineaba coliflores y lechugas en su jardín —qué bien os entendisteis vosotros dos, la chica Bauhaus y el arquero zen—, llamaba
gestalt
: una estructura compleja que sólo puede ser descrita en su conjunto, siendo indescriptibles sus partes. ¿Verdad? Pero tienes un problema, Faulques. Un problema serio. Ninguna fotografía puede conseguirlo. Yo soy más práctica, y me limito a coleccionar eslabones rotos: esas ruinas con antecedentes clásicos, hallazgo de los imbéciles literatos románticos y revisitadas por artistas más imbéciles todavía. Pero no es el aroma del pasado lo que busco. No deseo aprender, ni recordar, sino largar amarras. Dicho en tu jerga psicópata, esos lugares desiertos, mecanismos y objetos rotos son las fórmulas matemáticas que señalan el camino. El mío. Un poco de fósforo fugaz en las meninges del mundo. No pretendo resolver el problema, entenderlo o asumirlo. Sólo es parte del viaje hacia donde voy: un lugar que reconoceré cuando llegue a él. Tu caso es distinto: estás en ese lugar toda tu vida, y naciste sospechándolo. Pero dudo que lo confirmes así. ¿Cuántas veces han calificado los críticos y el público esas fotos de bellas? Recuerda al Che Guevara muerto, bello como un Cristo en la foto que le hizo Freddy Alborta. O la belleza de los parias de Salgado, la belleza de los niños mutilados de Gerva Sánchez, la belleza de aquella mujer africana a la que fotografiaste agonizando, la belleza de las fotos que Roman Vishniac hizo en los guetos de Polonia, la belleza de las seis mil fotografías hechas por Nhem Ein a cada preso, niños incluidos, que iba a ser ejecutado por los jemeres rojos. La belleza de toda esa bella gente que sabemos iba a morir. No, querido. ¿Conoces aquel viejo anuncio de la Kodak? Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto. En un mundo donde el horror se vende como arte, donde el arte nace ya con la pretensión de ser fotografiado, donde convivir con las imágenes del sufrimiento no tiene relación con la conciencia ni la compasión, las fotos de guerra no sirven para nada. El mundo hace el resto: se las apropia apenas suena el obturador de la cámara. Clic, alehop, gracias, ciao. Al menos, la foto es más efectiva que la imagen pasajera de la tele. No fluye indiscriminadamente. Pero ni aun así. Para lo que tú querrías hacer, puede que sólo la pintura tuviera alguna oportunidad; pero lejos del público y sus interpretaciones. Ella posee su propio foco, encuadre y perspectiva, imposibles a través de la lente de una cámara. Aunque dudo que ningún pintor lo haya logrado nunca. ¿Goya? Puede ser. No es lo mismo trasladar de la realidad al lienzo que de la retina al lienzo. ¿Comprendes? Una cosa es reproducir el aspecto de la vida, imitándola o interpretándola: placer, belleza, horror, dolor y cosas así. Es sólo cuestión de buen ojo, de técnica y de talento. Otra cosa sería guiarse con la fatalidad de la retina. Pintar el horror con líneas frías —seguía en la ventana, desnuda bajo la camisa de hombre, observando la sombrilla de humo negro que cubría la ciudad, y de vez en cuando alzaba a medias la cámara como para hacer una foto, pero la bajaba en seguida—. Un paisaje homicida donde engendrar verdugos no fuese ninguna virtud. Pero a ver quién es el guapo que ve eso, y lo pinta.
Faulques apagó el recuerdo con un sorbo de la cerveza que acababa de traerle la camarera. Luego miró hacia levante, donde el espigón ocultaba el mar. Un ruido distante de motores se acercaba desde el otro lado del rompeolas, y al momento una chimenea blanca y roja se movió a lo largo de este, hacia la farola de entrada al puerto. Un poco después la golondrina de turistas cruzaba la bocana e iba a atracarse al muelle, cerca de la terraza. Tras una maniobra rápida y precisa, un marinero saltó a tierra para hacer firmes las amarras en los norays y tender la pasarela, y una veintena de pasajeros abandonó la embarcación. El pintor de batallas observó con curiosidad, intentando identificar a la mujer de la megafonía mientras los turistas se dispersaban. Al fin quedó un grupo más pequeño, y de él se destacó una mujer aún joven, rubia, alta y fuerte, de rostro agradable, que caminó en dirección a la oficina de turismo. Llevaba un vestido de lino blanco que resaltaba su bronceado, sandalias de cuero y un bolso grande en bandolera. Parecía cansada. Faulques la vio abrir la oficina y entrar. Siguió sentado, mirando a los turistas que se alejaban por el muelle haciéndose las últimas fotos o tomas de vídeo entre las redes de pescadores y junto a los barcos, con el fondo del puerto y el mar abierto más allá de la bocana.
Turistas. Público. Y de nuevo los recuerdos. Nosotros hacemos el resto, decía el anuncio de la Kodak al que había hecho referencia Olvido. La asociación hizo sonreír a Faulques. Durante algún tiempo aún lo había intentado con la fotografía, o casi. Como objeto último habría resultado una fórmula mixta e insatisfactoria; pero se trataba de una preparación, un calentamiento previo, una forma de adiestrarse para el proyecto que iba fraguando en su cabeza. Un modo de afinar los ojos, obligándose a mirar fotografía y pintura de un modo diferente. Después del sesgo que la cuneta de la carretera de Borovo Naselje impuso a su vida —los efectos secundarios los mantuvo a raya con dos años de intenso trabajo que incluyeron Bosnia, Ruanda y Sierra Leona—, Faulques había dejado el fotoperiodismo bélico. La decisión fraguó tras un largo proceso acumulativo: la tierra desgarrada de Portmán, la nube negra sobre Kuwait, Dubrovnik ardiendo en la distancia y el cuerpo de Olvido tiñéndose de luz roja, las noches frías y solitarias, más tarde, en una habitación sin cristales del Holiday Inn de Sarajevo, ante la panorámica de la geometría urbana recortada por las explosiones y los incendios, habían ido encaminando a Faulques, con la inevitabilidad de sus líneas rectas y convergentes, hasta la sala del tribunal donde una mañana de invierno, hacia la mitad de esa guerra, un serbio bosnio llamado Borislav Herak, antiguo miembro de la brigada de exterminio étnico Boica, había relatado con minuciosa frialdad, ejecuciones masivas aparte, sus treinta y dos asesinatos personales —antes se había entrenado degollando cerdos en una carnicería—, incluidos los de dieciséis mujeres, estudiantes y amas de casa, a las que, como sus camaradas a otros cientos de ellas, violó y mató tras sacarlas del hotel—prisión Sanjak, convertido en burdel para las tropas serbias. Y cuando, ante el tribunal y los periodistas, Herak contó, con la mímica oportuna, el asesinato de una joven de veinte años —«le ordené que se desnudara y gritó, pero le pegué otra vez y se quitó la ropa, así que la violé y se la entregué a mis compañeros, y después de violarla todos la llevamos en coche al monte Zuc, donde le disparé un tiro en la cabeza y la echamos entre unos matorrales»—, Faulques, que encuadraba el rostro de Herak en el visor de su cámara —un rostro insignificante, vulgar, que en tiempo de paz se habría considerado propio de un pobre hombre—, bajó esta despacio, sin apretar el obturador, con la certeza de que ninguna fotografía del mundo, ni siquiera la imagen y el sonido que en ese instante grababan las cámaras de televisión, podría reflejar aquello ni interpretarlo —amoralidad geológica, había dicho Olvido una vez hablando de otra cosa, aunque quizá era de lo mismo; imposible fotografiar el bostezo indolente del Universo—. Y de ese modo llegó el final de treinta años de fotografía de guerra por parte de Faulques. La inercia de aquellas tres décadas todavía lo llevó a otros escenarios bélicos durante cierto tiempo; pero entonces ya había perdido los restos de fe en lo que el objetivo mostraba, la antigua esperanza que animaba sus dedos sobre el obturador y los anillos de foco y diafragma. Después —Olvido nunca llegó a saber cuánto había tenido que ver ella con todo— Faulques pasó mucho tiempo recorriendo museos para una colección sobre cuadros de batallas con público incluido; una extraña serie cuya intención él mismo iría descubriendo poco a poco. Tras un trabajo exhaustivo de investigación y documentación, provisto de los permisos adecuados y de una Leica sin flash ni trípode, objetivo de 35 milímetros y película en color idónea para tirar con luz natural y a bajas velocidades, el antiguo fotógrafo de guerra se situaba durante varios días frente a cada uno de los sesenta y dos cuadros de batallas que había seleccionado de una amplia lista que comprendía diecinueve museos de Europa y América, y fotografiaba el cuadro y a la gente que se encontraba ante él, los visitantes aislados o en grupo, los estudiantes y los guías artísticos, los momentos en que la sala estaba vacía, o cuando era tan numeroso el público que el cuadro apenas podía verse. Trabajó así durante cuatro años, seleccionando, descartando, hasta que reunió una serie última de veintitrés fotografías, que incluía desde los ojos enloquecidos del hombre que apuñalaba a un mameluco en
El 2 de mayo de 1808 en Madrid
, apenas entrevistos entre las cabezas de la gente que abarrotaba la sala goyesca del museo del Prado, hasta el
Mad Meg
de Brueghel en penumbra, con el guerrero saqueador y su espada a un lado, y al otro el perfil de un escolar contemplándolo en una sala casi vacía del museo Mayer van den Bergh de Amberes. El resultado final de todo aquello fue el álbum
Morituri
: su último trabajo publicado. El camino más corto entre dos puntos: del hombre al horror. Un mundo donde la única sonrisa lógica era la de las calaveras pintadas por los viejos maestros en los lienzos y en las tablas. Y cuando las veintitrés fotografías estuvieron listas, comprendió que él también lo estaba. Entonces dejó las cámaras para siempre, puso al día cuanto de pintura había aprendido en su juventud, y buscó el lugar apropiado.