Parecía preocupado por aquello. Inquieto de veras. Faulques se acercó despacio. Estaban el uno junto al otro, mirando la pintura. Deformación profesional, dijo el pintor de batallas. Supongo. Reflejos de fotógrafo. Mujeres rapadas al cero, mujeres violadas.
—¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?… En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.
Markovic reflexionó y se mostró de acuerdo. Tiene razón, dijo. Dramática. El humo le hacía entornar los ojos, inclinado como estaba para estudiar de cerca la imagen pintada en la pared.
—Hay algo inquietante en esa mujer —comentó—. Tal vez su… No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?… Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella —miró a su interlocutor con renovado respeto—. No es casual, ¿verdad?… No es incompetencia por su parte.
Faulques hizo un gesto vago.
—No soy un pintor competente. Pero quizá sea cierto lo que dice. La violencia, cualquier violencia, convierte en cosa, en un trozo de carne animal, a quien está sometido a ella… Creo que estará de acuerdo.
—Lo estoy. Por experiencia.
Markovic se movió a lo largo de la pared circular, que la luz poniente iba oscureciendo en unos sitios y enrojeciendo en otros. Se detuvo en el hombre que remataba a un moribundo a golpes. El cuerpo en el suelo, apenas esbozado, no era más que trazos grises y ocres. Un rostro informe.
—Hay quien dice —comentó Markovic— que también quien golpea, quien tortura, quien mata, se vuelve un animal sin raciocinio… ¿Qué opina de eso? ¿Cree que nadie puede pensar y golpear al mismo tiempo?
Faulques lo meditó un instante. O aparentó meditarlo.
—Es compatible —dijo—. Matar y pensar.
—¿Como aquel francotirador suyo?… El artista del rifle.
—Por ejemplo.
—Una vez leí que no hay nada inteligente en el acto de matar.
—Quien afirme eso no está bien informado.
Asintió Markovic. Eso creo yo también, decía el gesto.
—¿Y qué tal? ¿Ha reflexionado sobre las cosas que le he venido contando estos días?… Me refiero a si se siente cómplice o partícipe de su pintura… ¿Cree que alguien puede pensar y fotografiar al mismo tiempo?
—Lo que creo es que habla demasiado. Empiezo a lamentar no tener esa escopeta.
—Tiene el cuchillo.
—No es lo mismo.
Ahora Markovic se rió de veras, complacido. Una risa franca, sincera. Apuró su cigarrillo, lo apagó en el frasco de mostaza y volvió a reír de nuevo. Luego estuvo otro rato mirando el mural, y al cabo señaló
The Eye of War
, que seguía sobre la mesa. Hay dos fotos suyas muy conocidas, dijo. Están en ese libro. De África. Un hombre al que apaleaban entre varios y luego machetearon ante su cámara. ¿Sabe a cuáles me refiero?
—Claro. Freetown, en Sierra Leona. El hombre al que mataron allí. Una foto antes y otra después.
Markovic asintió de nuevo, satisfecho. Era interesante, dijo, comparar esas dos fotos con las imágenes de un reportaje que había visto en televisión sobre los fotógrafos de guerra. Ignoraba si Faulques estaba al tanto, pero también aparecía en ese reportaje, en una secuencia grabada durante aquel suceso. Respecto a las fotos, en la primera se veía cómo apaleaban a la víctima y la golpeaban con machetes, y en la segunda cómo yacía en el suelo, sangrando, llena de tajos. Sin embargo, en las imágenes de televisión que se grababan en ese momento desde más atrás, aparecía Faulques disparando la primera foto, y luego de rodillas, pidiendo que no mataran al hombre. Con ademán de rezar, o de implorar.
El pintor de batallas torció la boca.
—No fui convincente.
Tampoco eso figuraba entre sus mejores recuerdos. Si toda guerra significaba un camino al infierno, África era el atajo. Chac, chac. Aquel chasquido de machetes golpeando carne y huesos era algo que tampoco podía fotografiarse, ni pintarse. Ciertos sonidos eran perfectos en sí mismos, y tenían color: el verde templado en los tonos medios y largos de un violín, el azul oscuro del viento nocturno, el gris del repiqueteo de lluvia en la ventana. Pero aquel chasquido era imposible componerlo en la paleta. Sus contornos se perdían como los planos en el color de Cézanne.
—No los convenció, en efecto —Markovic lo miraba con atención—. Aunque confieso que me sorprendió verle hacer eso. Lo creía un testigo indiferente.
—Ahí tiene su respuesta. A veces es compatible fotografiar y pensar.
—De cualquier forma, siguió trabajando. Hizo la segunda foto con el hombre muerto a sus pies… ¿Pensó, en el intervalo, que tal vez lo mataron porque estaba usted allí?… ¿Que lo hicieron para que lo fotografiase?
El pintor de batallas no respondió. Por supuesto que lo había pensado. Incluso sospechaba que había ocurrido exactamente así. Ahora sabía que ninguna fotografía era inerte, o pasiva. Todas incidían en el entorno, en la gente a la que encuadraban. En cada uno de los infinitos Markovic de cuyas vidas se apropiaba la lente. Por eso Olvido sólo fotografiaba lugares y objetos, nunca a personas; había sido objeto de las cámaras demasiado tiempo como para ignorar los peligros. Las responsabilidades. Mientras viajaron juntos a la guerra, fue ella la que logró mantenerse al margen, y no él.
—¿Cree que arrodillarse durante diez segundos lo redime? — insistió Markovic.
Faulques volvió despacio al presente: la torre, el hombre que estaba a su lado mirando el mural. Aquellas fotografías de las que hablaba el croata. Tras meditarlo un momento, encogió los hombros.
—Otras veces mi cámara evitó cosas.
Markovic chasqueó la lengua, dubitativo. Luego también pareció reflexionar e hizo un gesto que rectificaba el anterior. Quizá, concluyó al fin, Faulques no se enorgullecía de eso. De evitar nada. Y posiblemente tampoco lamentaba lo contrario. Pensaba, por ejemplo, en aquellos chicos a los que había fotografiado en el Líbano, atacando un tanque.
El pintor de batallas miró a su interlocutor con sorpresa. Aquel individuo había hecho bien los deberes.
—Le dije que usted es mi navaja rota —Markovic se tocaba la frente con un dedo—. He tenido mucho tiempo… ¿Se acuerda de esa foto?
Faulques se acordaba. En las afueras de Beirut, cuatro jovencísimos palestinos habían salido al descubierto para que él los fotografiase atacando con un lanzagranadas RPG un tanque Merkava israelí. El tanque giró la torreta como un monstruo perezoso, disparó un cañonazo y mató a tres. Primera plana en los diarios de todo el mundo: David contra Goliat, etcétera. Un chico erguido en el polvo frente al tanque, lanzagranadas al hombro, mirando desconcertado a sus tres compañeros muertos. Faulques sabía que, de no haber estado allí con sus cámaras, aquello no habría ocurrido nunca. O no de ese modo. Por lo visto, su interlocutor pensaba lo mismo. El pintor de batallas se preguntó cuánto tiempo habría dedicado el croata a estudiar cada una de sus fotos.
—¿Sabe lo que pienso ahora? — comentó Markovic—. Que fotografiar a personas también es violarlas. Golpearlas. Se las arranca de su normalidad, o tal vez se las devuelve a ella, de eso no estoy muy seguro… También se las obliga a afrontar cosas que no entraban en sus planes. A verse a sí mismas, a que se conozcan como nunca se habrían conocido de otro modo. Y a veces se las puede obligar a morir.
—Ahora es usted quien dramatiza. Todo es más simple.
Los ojos grises se empequeñecieron tras el cristal de las gafas.
—¿Lo cree así?
—Claro. La incidencia de la cámara es mínima. La vida y sus reglas están ahí. Si no hubieran sido esos chicos, si no hubiera sido usted, habría sido cualquier otro… Es una hormiga que se da excesiva importancia. Da igual qué hormigas pise el hombre. Desde abajo siempre parecerá el zapato de Dios, pero quien las mata es la geometría. Los pasos del Azar sobre un tablero estricto de ajedrez.
—Ahora sí comprendo lo que dice —Markovic le dirigió una ojeada aviesa—. Eso lo tranquiliza, ¿verdad?
—Por supuesto. No hay forma de pedirle a nadie cuentas. Imposible ir hasta ahí y romper una cara en particular… Además, recuerde cómo tomé la foto: sin teleobjetivo, con un treinta y cinco y desde la altura de la cabeza de un hombre. Eso significa que yo estaba cerca de esos chicos cuando disparó el tanque. Y que estaba de pie.
Los dos se quedaron en silencio. Markovic estudiaba ahora las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas, frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía primero a Héctor y Andrómaca, se deslizaba con naturalidad hasta el campo de batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente, y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el niño vivo, este último víctima y también futuro verdugo de sí mismo —sólo los niños muertos no eran verdugos del mañana—. A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado de hierro, en la mujer que encabezaba la fila de fugitivos, en los muslos de la otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día.
Era una buena composición, decidió Faulques. O al menos era razonablemente buena. Como la música al oído, obligaba al ojo a mirar sin prisas allí donde debía mirarse. Llevándolo a uno de la mano desde lo evidente a lo oculto, aquel entramado de líneas y formas sobre el que lo figurativo —personajes, enigmas destilados en manifestaciones físicas— encajaba con sobria intensidad, lo mantenía todo en límites naturales. Impedía el desafuero, el grito. El exceso. Desmentía el caos aparente. En la paleta mental de Faulques, aquella pintura tenía el peso de un círculo azul, el dramatismo de un triángulo amarillo, la inexorabilidad de una línea negra. Porque —Olvido apuntó eso una vez, aunque seguramente era robado a alguien— una manzana podía ser más terrible que un Laocoonte. O unos zapatos, había añadido más tarde, mientras observaban a un hombre que, con las muletas apoyadas en la pared, lustraba su único zapato en una calle de Maputo, en Mozambique. Recuerda, dijo, aquellas fotos inquietantes de Atget en París: zapatos viejos alineados en sus estantes, aguardando a dueños que parecen imposibles. O las de esos otros cientos de zapatos amontonados en los campos de exterminio nazis.
—Qué extraño —comentó Markovic—. Siempre pensé que los pintores embellecían el mundo. Que suavizaban lo feo.
Faulques no respondió. Todo era cuestión, pensaba en ese momento, de lo que el observador tuviera en la cabeza al mirar, o de lo que el artista pusiera en la cabeza de quien observaba. Zapatos o manzanas. Hasta la más inocente de estas podía sugerir un laberinto, con su hilo de Ariadna enroscado dentro como un gusano.
—¿Sabe lo que creo, señor Faulques? Que usted no se hace justicia. Quizá sea un pintor muy competente, después de todo.
Se movía ahora Markovic girando sobre sí mismo, atento a las ventanas, la puerta, la planta superior. Parecía levantar un plano mental de todo aquello. Una última revisión.
—Estoy seguro de que cualquiera que entre en esta torre, aunque no sepa lo que usted y yo sabemos, sentirá cierto desasosiego —miró de pronto a Faulques con interés cortés—… ¿Cómo se sintió la mujer que estuvo aquí?
Por un momento, los dos hombres se sostuvieron la mirada. Al cabo el pintor de batallas sonrió.
—Desasosegada, supongo. Hasta cierto punto. Dijo que esto era maligno, y terrible.
—¿Ve? A eso me refiero. Luego no es tan mal pintor como dice. A pesar de tantos ángulos y tantas líneas rectas y tantas sombras largas…
Levantaba los brazos, abarcando con el ademán la totalidad de la pintura mural. Al fin dejó caer las manos a los costados.
—Circular, como una trampa —fruncía el ceño—. Una trampa para topos locos.
Luego miró a Faulques con afecto. Un afecto que, detrás de los cristales de las gafas, las pupilas de color gris claro hacían irónico, o frío. El pintor de batallas barajó las palabras frialdad y afecto, intentando conciliarlas en su cabeza como en una paleta. Desistió, pero aquella mirada seguía frente a él, y era exactamente así. De alguna manera, murmuró entonces el croata, estoy orgulloso de usted.
—¿Perdón?
—Digo que estoy orgulloso de usted.
Hubo un silencio. Markovic seguía mirándolo del mismo modo.
—Y espero, señor Faulques, que también esté orgulloso de mí.
El pintor de batallas se pasó una mano por la nuca. Perplejo no era la palabra exacta. En realidad comprendía perfectamente lo que el otro quería decir. Lo que le causaba estupor eran sus propios sentimientos.
—Ha sido un largo camino —concedió.
—Tan largo como el suyo.
Markovic observaba ahora el mural. Creo, añadió, que no hay mucho más que decir. Salvo que usted quiera hablarme de aquella última foto.
—¿Qué foto?
—La que le hizo a la mujer muerta, en la carretera de Borovo Naselje.
Faulques lo miró, impasible.
—Acabemos con esto —dijo—. Es hora de que se vaya.
El otro inclinó un poco la cabeza hacia un lado, como para asegurarse de que había oído bien y todo estaba en regla. Que todo estaba cual debía estar. Después asintió despacio, se quitó las gafas para limpiarlas con el faldón de la camisa y volvió a ponérselas.
—Tiene razón. Ya es suficiente.
Sonaba como nostalgia anticipada, pensó el pintor de batallas. Dos hombres acostumbrados uno al otro, a punto de separarse. Para su íntima sorpresa, se sentía extrañamente tranquilo. Las cosas llegaban cuando debían. A su tiempo y a su ritmo. Por un momento se preguntó qué haría Markovic después, sin él. Sin la navaja rota clavada en el cerebro. De cualquier modo, ese ya no iba a ser asunto suyo.