Sólo algo quedaba por hacer. De pronto parecía tan evidente que le torció la boca una sonrisa. Olvido Ferrara, de estar allí, habría reído a carcajadas con eso: la imaginó echando atrás la cabeza trigueña, mirándolo burlona con sus ojos líquidos y verdes. Cuestión de imaginación más que de óptica, Faulques. La fotografía miente, y sólo el artista, etcétera.
Fue hasta la mesa y cogió la portada de la revista con la foto de Ivo Markovic: un joven rubio con gotas de sudor en el rostro, ojos vacíos y gesto fatigado, tan diferente al hombre que aguardaba junto al acantilado. Mariposas de Lorenz y navajas rotas se concitaban en aquella imagen, que en el momento de fijarse sobre el negativo todavía se ignoraba a sí misma con sus consecuencias, prolongadas hasta el presente: Faulques contemplando esa foto en la vieja torre sobre el mar. La verdad está en las cosas, no en nosotros, recordó. Pero nos necesita para manifestarse. Olvido habría seguido riendo, pensó, si lo viera en ese momento con la portada de la revista en la mano, buscando entre los instrumentos de pintura, los tubos y frascos llenos y vacíos, los pinceles, los libros que cubrían la mesa. La recordaba tumbada en el suelo, sobre una alfombra, recortando durante horas aquellas fotos donde lo único vivo era el rastro impreciso de seres humanos extinguidos como fantasmas fugaces. Collages y objetos
trouvés
. Naturalmente. Al fin encontró un bote grande de medium acrílico brillante, casi lleno. Con un pincel grueso y limpio impregnó bien el dorso de la página y luego se volvió hacia el muro, en busca del lugar adecuado. Eligió un espacio todavía en blanco situado entre el volcán y la ciudad moderna y confiada, y la pegó allí, extendiéndola bien alisada sobre la superficie ligeramente irregular de la pared. Después retrocedió para observar el efecto, y sin apartar los ojos buscó a tientas la botella de coñac. La sostuvo entre los dedos entumecidos por la pintura que empezaba a secarse en sus manos, se llevó el gollete a la boca y bebió un trago tan largo que lo hizo lagrimear. Ahora sí, se dijo. Ahora todo está donde debe estar. Después, con varios tubos de color puro en la mano izquierda, se acercó de nuevo y empezó a aplicar pintura en gruesos trazos primero curvos y luego rectos y libres, húmedo sobre húmedo, usando los dedos como espátulas hasta que la foto de Ivo Markovic quedó integrada en el conjunto, unida a la pared y al resto del mural con un entramado poliédrico de ocres, amarillos y rojos, que remató con un trazo oscuro, alargado y fantasmal como una sombra, destinado a permanecer allí cuando el deterioro del mural hiciera desaparecer la página pegada.
El pintor de batallas dejó en el suelo los tubos de pintura y se lavó las manos en la jofaina. Se sentía extrañamente relajado. Vacío como una cáscara de nuez, pensó de pronto. Acabó de secarse despacio, reflexionando sobre eso. Era extraño verse a uno mismo como pintado en el mural, casi al final del viaje. Al cabo dejó el trapo sobre la mesa, buscó la caja de pastillas, se metió dos en la boca y las tragó con otro sorbo de coñac. Aquello prevendría que el dolor volviera a presentarse en un momento inoportuno. Después cogió el cuchillo y se lo metió en el cinturón por detrás. Equiparse para el combate, pensó de pronto, y sonrió apenas, inmóvil un instante. A Olvido le gustaba eso: recrearse en el momento inmediato a la partida, en la tensión de la espera, mientras revisaban en silencio el equipo en la habitación de cualquier hotel antes de dirigirse a un lugar difícil. Comprobar cámaras y película, llenar los bolsillos con lo necesario, meter en la mochila botiquín, mapas, agua, bloc de notas, rotuladores, aspirinas. Cargando sólo aquello que podía llevarse encima y no impedía caminar, correr, sobrevivir, antes de cerrar la puerta sobre lo superfluo. Parezco una niña disfrazándose, dijo ella en cierta ocasión. Dispuesta a ser otra. ¿No te parece, Faulques? O a no ser ninguna. En cualquier caso, cada vez dejo atrás una vieja piel, como las serpientes cansadas.
Antes de apagar los focos y salir afuera, a la noche, el pintor de batallas contempló su obra por última vez. Se vería mejor, pensó, cuando la luz real penetrase por la ventana de levante y diese, como cada día, su característico tono dorado a los efectos de la luz pictórica representada en el mural. Entonces, a medida que los rayos de sol recorriesen la pared, el fuego de la ciudad sería más rojo, el volcán más sombrío y la lluvia más gris. Aunque no era una obra maestra, se dijo ecuánime. Movía despacio la cabeza, reflexionando sobre eso. No lo era en absoluto. De extraña la habían calificado Ivo Markovic y Carmen Elsken. Todos esos ángulos, etcétera. Con sonrisa absorta, Faulques se preguntó qué habría dicho Olvido Ferrara. Qué pensarían quienes en el futuro contemplasen aquel mural, mientras la torre estuviera en pie.
No era una buena pintura, concluyó. Pero era perfecta.
Cerró la puerta con llave y anduvo despacio hacia las siluetas negras de los pinos, que los destellos lejanos del faro recortaban a intervalos bajo un cielo todavía lleno de estrellas. La calma era absoluta; hasta el suave terral había cesado. Faulques sólo oía sus pasos, el chirriar de grillos entre los arbustos y el rumor de resaca que ascendía desde la playa de guijarros con estertor prolongado y sordo, casi humano. Cuando estuvo cerca del bosquecillo se detuvo y aguardó inmóvil entre los minúsculos rastros luminosos de las luciérnagas. Se encontraba tranquilo, limpio de mente. Sereno de memoria e intenciones. No había aprensión ni dolor. Bajo los efectos del calmante, su corazón latía acompasado. Preciso. Siguió latiendo así cuando una sombra se destacó bajo los árboles, cerca, y la luz del faro hizo clarear un instante la camisa de Ivo Markovic.
—Se ha dado prisa —dijo el croata—. Falta una hora para que amanezca.
—No necesitaba más tiempo. Usted tenía razón.
—No comprendo.
—Mi trabajo estaba casi acabado, y yo no lo sabía.
Permanecieron en silencio. Al cabo de un momento, la silueta oscura de Markovic se desplazó un poco. El siguiente destello del faro lo destacó sentado sobre una piedra. El pintor de batallas se puso en cuclillas, cerca.
—¿Viene armado, señor Faulques?
—Hasta cierto punto.
—No se acerque demasiado, entonces.
Hubo otra pausa larga. Parecía que el croata se riese entre dientes, quedo, pero tal vez fuera el rumor del mar bajo el acantilado.
—¿Debo entender que está satisfecho con su pintura?
Faulques encogía los hombros en la oscuridad.
—Creo que sí —movió la cabeza—. No. Estoy seguro. Es como debía ser.
Markovic no dijo nada. Los puntitos minúsculos de las luciérnagas revoloteaban entre las dos sombras inmóviles.
—Sin usted no habría sido capaz de verlo —prosiguió el pintor de batallas—. Habría seguido trabajando durante días y semanas hasta llenar la pared entera. Alejándome del momento… Del punto exacto.
—Celebro haberle sido útil.
—Ha sido más que eso. Me hizo ver cosas que no veía.
Una pausa. Quizá Markovic reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar. Faulques se desplazó un poco hasta sentarse apoyado en el tronco de un pino. Miró el destello del faro, el tapiz luminoso de las urbanizaciones que ascendían por la ladera de las montañas, más allá de Puerto Umbría, y la bóveda negra acribillada de estrellas hasta el horizonte.
—¿Estoy de verdad en el cuadro? — preguntó de pronto el croata.
Su interés parecía real. Sincero. Faulques sonrió en sus adentros.
—Ya se lo dije. Usted, yo mismo… Todos estamos en él.
El otro tardó un poco en hablar de nuevo.
—Simetrías, ¿no?
—Eso es.
—Todas aquellas líneas y ángulos pintados.
—Sí.
Markovic encendió un cigarrillo. Con el resplandor del mechero que se reflejaba en los cristales de las gafas, Faulques vio su perfil inclinado, los ojos entornados por el deslumbramiento de la llama. Era un buen momento, pensó. Cinco segundos de ceguera bastarían para usar el cuchillo y terminar con todo. Su instinto adiestrado calculó ángulos, volúmenes y distancia. Consideraba, desapasionado, la aproximación más conveniente, el gesto que pondría las cosas en su sitio. A tales alturas de su historia, Faulques sabía de sobra que entre el acto de tomar una fotografía —aquel ballet mecánico sobre el tablero que acercaba al cazador a la presa, o la presa al cazador— y el acto de matar a un ser humano, mediaban mínimas diferencias técnicas. Pero dejó extinguirse el pensamiento. Permanecía recostado con indolencia contra el árbol, la espalda pegajosa de resina. Estaba estropeando, pensó absurdamente, su última camisa limpia.
—¿Hay una conclusión, señor Faulques?… En las películas siempre hay alguien que resume las cosas antes del desenlace.
El pintor de batallas miró la brasa inmóvil del cigarrillo. Las luciérnagas iban y venían alrededor, fugitivas y doradas. Sus larvas, pensó, se alimentaban en las vísceras de caracoles vivos. Crueldad objetiva: luciérnagas, orcas. Seres humanos. En millones de siglos, pocas cosas habían cambiado.
—La conclusión está ahí —señalaba hacia la masa oscura de la torre, consciente de que el otro no podía ver su ademán—. Pintada en la pared.
—¿También su sentimiento por lo que me hizo?
Aquello irritó a Faulques.
—Yo no le hice nada —repuso, áspero—. No tengo nada que sentir. Creí que había entendido eso.
—Lo entiendo. Las alas de la mariposa no son culpables, ¿verdad?… Nadie lo es.
—Al contrario. Lo somos. Usted y yo mismo. Su mujer y su hijo. Todos formamos parte del monstruo que nos dispone sobre el tablero.
De nuevo un silencio. Al cabo sonó la risa queda de Markovic. Esta vez no era el rumor del mar en las piedras de abajo.
—Topos locos —apuntó el croata.
—Eso es —Faulques también sonreía, retorcido—. Usted lo expresó bien el otro día… Cuanto más evidente es todo, menos sentido parece tener.
—¿No hay salida, entonces?
—Hay consuelos. La carrera del prisionero que, mientras le disparan, cree ser libre… ¿Comprende lo que quiero decir?
—Me parece que sí.
—A veces basta eso. El simple esfuerzo por comprender las cosas. Vislumbrar el extraño criptograma… En cierto modo, una tragedia tranquiliza más que una farsa, ¿no le parece?… También hay analgésicos temporales. Con suerte, dan para ir tirando. Y bien administrados, sirven hasta el final.
—¿Por ejemplo?
—La lucidez, el orgullo, la cultura… La risa… No sé. Cosas así.
—¿Las navajas rotas?
—También.
Se avivó la brasa del cigarrillo.
—¿Y el amor?
—Incluso el amor.
—¿Aunque se acabe o se pierda, como el resto?
—Sí.
La brasa del cigarrillo se avivó tres veces antes de que Markovic hablase de nuevo.
—Creo que ahora lo entiendo bien, señor Faulques.
Hacia el este, donde la isla de los Ahorcados destacaba su cresta oscura adentrándose en el mar, la línea del alba empezaba a insinuarse en tonos más claros, intensificando el contraste entre el agua y el cielo todavía negros. El pintor de batallas sintió frío. Maquinalmente tocó el mango del cuchillo que llevaba en el cinturón, a la espalda.
—Deberíamos acabar con esto —dijo en voz baja.
Markovic no dio muestras de haberlo oído. Había apagado el cigarrillo y prendía otro. La llama del encendedor daba al croata un aspecto demacrado. Hundía sus mejillas y acentuaba la sombra en las cuencas de los ojos, tras las gafas.
—¿Por qué fotografió a la mujer muerta?
Más irritación, fue el primer sentimiento de Faulques al oír aquello. Una cólera templada que le recorrió las venas como un latido suplementario. Era la segunda vez que Markovic formulaba esa pregunta.
—No es asunto suyo.
El otro parecía reflexionar sobre si lo era o no lo era.
—En cierto modo lo es —concluyó—. Piénselo y tal vez esté de acuerdo conmigo.
Faulques lo hizo. Tal vez, se dijo al fin, esté de acuerdo con él.
—Porque debo decirle —proseguía el otro— que fue sorprendente… Iba con mis compañeros por la carretera, oímos el estampido y algunos se acerca ron a mirar. Pero estábamos en zona batida, y nuestro oficial nos ordenó seguir adelante. Una mujer muerta, dijo alguien. Entonces los reconocí. Usted me había fotografiado tres días antes, cuando huíamos de Petrovci… A la mujer no la pude ver bien, pero supe que era la misma. Y cuando pasaba cerca, lo vi levantar la cámara y hacer una foto.
Hubo un silencio y se avivó la brasa del cigarrillo. Faulques miraba aquel punto rojo, semejante a los innumerables puntos rojos, más oscuros y líquidos, que salpicaban el cuerpo de Olvido, inmóvil, insólitamente pálida —la piel emblanquecida de pronto, como en una sobreexposición—, tumbada boca abajo en la cuneta, la mano derecha asomando junto a la cámara fotográfica a la altura del estómago, el brazo izquierdo doblado, esa otra mano con el reloj en la muñeca, la palma vuelta hacia arriba y cerca del rostro, el pendiente en forma de pequeña bolita de oro en el lóbulo de la oreja por donde salía el hilillo rojo que manchaba una trenza, corría por la mejilla hasta el cuello y la boca y bordeaba los ojos entreabiertos, fijos en la hierba y en los fragmentos de tierra removida sobre la que se extendía un charco de sangre. Arrodillado junto a ella con las cámaras colgando, ensordecido y confuso por el estallido próximo de la mina, mientras la sahariana y los pantalones de la mujer se iban empapando de rojo oscuro en la parte del cuerpo que estaba en contacto con el suelo, Faulques había extendido las manos, primero en busca de un sitio donde taponar la hemorragia, y después palpando el cuello inerte, al acecho de latidos ya imposibles.
—¿La amaba? — preguntó Markovic.
Faulques miró hacia levante. No había un soplo de brisa y la línea de claridad era más concreta: viraba a tonos azules y grises mientras por aquella parte se amortiguaba la luz de las estrellas.
—Quizá por eso hizo la foto… ¿No? Para devolver las cosas a su estado natural.
El pintor de batallas permaneció callado. Ante sus ojos, en la cubeta del laboratorio, iban apareciendo, a la manera de aquella sutil línea de horizonte que se insinuaba en la distancia, los contornos y sombras de la imagen fotográfica. Es oscura la casa donde ahora vives, recordó. Había mirado a Olvido muerta a través de la cámara, borrosa primero y nítida luego, a medida que giraba de infinito a 1,6 metros el anillo de la distancia focal. La imagen en el visor aparecía en color; pero el recuerdo principal superpuesto a todo lo demás, lo que el tiempo o la memoria de Faulques conservaban —había destruido aquella única copia en papel, y el negativo yacía sepultado entre kilómetros de película archivada—, era la gama de grises afianzándose despacio en el papel fotográfico, la lenta impresión revelada por el proceso químico bajo la luz roja del laboratorio. La bolita del pendiente de oro en el lóbulo de la oreja fue lo último en aparecer bajo el líquido de la cubeta. Caronte debía de estar satisfecho.