—Una vista bonita de verdad —insistió—. Me recuerda la costa de mi país… La conoce, claro.
Asintió Faulques. Conocía bien los quinientos cincuenta y siete kilómetros de sinuosa carretera entre Rijeka y Dubrovnik, el litoral de caletas escarpadas e innumerables islas, verdes de cipreses y blancas de piedra dálmata, salpicando un Adriático de aguas cerradas, quietas y azules, cada una con su pueblecito, su muralla veneciana o turca, su aguzado campanario de iglesia. También había visto demoler una parte de ese paisaje a cañonazos durante la semana que Olvido Ferrara y él pasaron en un hotel de Cavtat, presenciando el espectáculo de Dubrovnik bajo las bombas serbias. Algunos afirmaban que la fotografía de guerra era la única que no removía nostalgias, pero Faulques no estaba seguro de eso. Durante aquellos días, cada noche después de la cena se quedaban en la terraza de su habitación, una copa en la mano, viendo arder la ciudad a lo lejos, las llamas de los incendios reflejadas en las aguas negras de la bahía mientras fogonazos y explosiones daban a la escena una apariencia muda, irreal y distante; como el último término, rojo entre siluetas y sombras, de una pesadilla silenciosa de Brueghel o El Bosco —conozco restaurantes en París o Nueva York, comentó Olvido, donde la gente pagaría un dineral por cenar frente a un panorama como este—. Se quedaban allí los dos, quietos, fascinados por el espectáculo, y a veces el único sonido era el del hielo al tintinear en los vasos cuando bebían un sorbo, distraídos, con gestos que la situación, la extraña luz rojiza, hacían desmesuradamente lentos, casi artificiales. A ratos soplaba brisa del noroeste, un terral suave que traía olor intenso de materia quemada y también un sordo retumbar sincopado semejante a batir de timbales o trueno que se prolongase, monótono. Y al amanecer, después de haber hecho el amor en silencio y dormirse acompañados del rumor del bombardeo en la distancia, Faulques y Olvido desayunaban café y tostadas observando las columnas de humo negro que ascendían verticales desde la antigua Ragusa. Él despertó una noche sin encontrarla a su lado, y al levantarse la vio de pie en la terraza, desnuda, el espléndido cuerpo iluminado en escorzo, teñido de rojo por los incendios lejanos como si por su piel se deslizasen los pinceles del doctor Atl o la guerra distante la envolviera con extrema delicadeza. Me doy un baño de fuego, dijo cuando él la abrazó por detrás preguntándole qué hacía allí a las tres de la madrugada, e inclinó a un lado la cabeza para apoyarla en su hombro sin dejar de mirar Dubrovnik ardiendo en la distancia. Hay quien toma baños de sol o baños de luna, como en aquella canción italiana de la chica en el tejado. Yo tomo un baño de noche y de llamas de incendios. Y cuando él acarició su piel erizada, teñida de aquella claridad rojiza que no calentaba porque era lejana y fría como la de un volcán en la pared de un museo y como el paisaje torturado de Portmán, Olvido se agitó débilmente en sus brazos, y él estuvo un rato cavilando sobre las diferencias entre las palabras estremecimiento y presentimiento.
Ivo Markovic seguía mirando el mar. Creo que tiene usted razón, señor Faulques, dijo. La tiene en eso de las reglas y las rayas del tigre y las simetrías ocultas que de pronto se manifiestan, y uno descubre que tal vez siempre hayan estado ahí, dispuestas a sorprendernos. Y es verdad que cualquier detalle puede cambiar la vida: un camino que no se toma, por ejemplo, o que se tarda en tomar a causa de una conversación, de un cigarrillo, de un recuerdo.
—En la guerra, claro, todo eso importa. Una mina que no se pisa por centímetros… O que se pisa.
Alzó el rostro, y Faulques lo imitó. Muy alto, casi invisible a seis o siete mil metros de altura, se divisaba el minúsculo reflejo metálico de un avión dejando una estela de condensación larga y recta, de este a oeste. Lo estuvieron siguiendo con la mirada hasta que el trazo, blanco sobre azul, quedó oculto por las ramas de los pinos. Hay quien lo llama azar, prosiguió entonces Markovic. Pero usted no cree realmente que lo sea. Después de oírle hablar, basta recordar sus fotos. Observar esta pintura. Ya dije que llevo tiempo resoplando tras su pista, como un perro de caza.
—Y creo —concluyó— que estoy de acuerdo. Si dejamos aparte los desastres naturales donde no interviene el hombre… O al menos no intervenía; porque ahora, con la capa de ozono y todo eso… Si los dejamos aparte, quiero decir, resulta que la guerra es la mejor expresión del asunto… ¿Lo he comprendido bien?
Se lo quedó mirando con fijeza, muy atento, como si acabara de formular una pregunta decisiva. Faulques encogió los hombros. Todavía no había abierto la boca. El otro aguardó un momento, y al no obtener respuesta encogió los hombros también, imitando el gesto. Supongo que sí, dijo. La guerra como sublimación del caos. Un orden con sus leyes disfrazadas de casualidad.
—¿Y de verdad cree eso? — insistió.
El pintor de batallas habló al fin. Sonreía esquinado, con nula simpatía.
—Claro… Es casi una ciencia exacta. Como la meteorología.
El croata enarcó las cejas.
—¿La meteorología?
Podía preverse un huracán, explicó Faulques, pero no el punto exacto. Una décima de segundo, una gota más de humedad aquí o allá, y todo ocurría a mil kilómetros de distancia. Causas mínimas, inapreciables a simple vista, daban paso a espantosos desastres. Hasta se afirmaba que el invento de un insecticida había modificado la mortalidad en África, varió su demografía, presionó sobre los imperios coloniales y cambió la situación de Europa y del mundo. O el virus del sida. O un chip cuya invención podía alterar las formas tradicionales de trabajo, causar revueltas sociales, revoluciones y cambios en la hegemonía mundial. Hasta el chofer del principal accionista de una empresa, saltándose un semáforo en rojo y matando a su jefe en el accidente, podía desencadenar una crisis que hiciera desplomarse las bolsas de todo el mundo.
—En las guerras resulta más evidente. Después de todo, no son sino la vida llevada a extremos dramáticos… Nada que la paz no contenga ya en menores dosis.
Markovic lo observaba ahora con renovado respeto. Al cabo asintió despacio con la cabeza, el aire convencido. Comprendo, dijo. Lo comprendo muy bien. Y fíjese qué coincidencia. Cuando era pequeño, mi madre me cantaba una canción. Algo relacionado con esas leyes o cadenas ligadas al azar. Por culpa de un descuido se perdió un clavo, por culpa del clavo una herradura, por esta un caballo, por él un caballero. Y al final, por culpa de todo eso, cayó un reino.
Faulques se levantó, sacudiéndose los pantalones.
—Siempre fue así, pero se olvida. El mundo nunca supo tanto de sí mismo y de su naturaleza como ahora, pero no le sirve de nada. Siempre hubo maremotos, fíjese. Lo que pasa es que antes no pretendíamos tener hoteles de lujo en primera línea de playa… El hombre crea eufemismos y cortinas de humo para negar las leyes naturales. También para negar la infame condición que le es propia. Y cada despertar le cuesta los doscientos muertos de un avión que se cae, los doscientos mil de un tsunami o el millón de una guerra civil.
Markovic estuvo un rato callado.
—Infame condición, dice —murmuró al fin.
—Exacto.
—Usa bien las palabras.
—Tampoco usted se maneja mal.
Markovic cogió la bolsa con las cervezas, se puso en pie y asintió de nuevo. Miraba el mar, reflexivo.
—Infamia, clavos perdidos, descuidos, simetrías y azares… Estamos todo el tiempo hablando de lo mismo, ¿verdad?
—De qué, si no.
—También de navajas rotas y de fotos que matan.
De eso también, respondió el pintor de batallas, y se quedó mirándolo. Con aquella luz veía en el rostro del croata cosas en las que no había reparado.
—Nada es inocente, entonces, señor Faulques. Ni nadie.
Sin responder, el pintor de batallas dio media vuelta y se encaminó a la torre, y el otro lo siguió con toda naturalidad. Sus sombras, que caminaban juntas, parecían las de dos amigos bajo el sol del mediodía.
—Puede que lo del azar sea equívoco, en efecto —comentó Markovic con tono desenvuelto—. ¿Es el azar el que deja las huellas de los animales en la nieve?… ¿Fue eso lo que me puso delante de su cámara, o yo mismo anduve hasta ella, por causas inconscientes que no alcanzo a explicarme?… Lo mismo podría decirse de usted. ¿Qué lo hizo elegirme a mí, y no a otro?… En cualquier caso, una vez iniciado el proceso, la conjunción de azares y de circunstancias inevitables se hace demasiado compleja. ¿No cree?… Todo esto me parece nuevo, y extraño.
—Elegir, ha dicho.
—Sí.
—Le contaré lo que es elegir.
Entonces Faulques habló durante un rato —a su manera, entre prolongadas pausas y silencios— de elecciones y de azares. Lo hizo refiriéndose al franco tirador junto al que había pasado cuatro horas tumbado en el piso de la terraza de un edificio de seis plantas desde el que se dominaba una amplia vista de Sarajevo. El francotirador era un serbio bosnio de unos cuarenta años, flaco y de ojos tranquilos, que había cobrado a Faulques doscientos marcos por permitirle estar a su lado cuando le disparaba a la gente que corría a pie o pasaba a toda velocidad en automóvil por la avenida Radomira Putnika, con la condición de que lo fotografiase a él y no la calle, para evitar que localizaran su posición por el encuadre. Habían conversado en alemán durante el acecho, mientras Faulques jugueteaba con las cámaras para acostumbrar al otro a ellas, y su interlocutor fumaba un cigarrillo tras otro, inclinándose de vez en cuando a echar un vistazo atento a lo largo del cañón de un rifle SVD Dragunov, que tenía adosada una potente mira telescópica y apuntaba a la calle, encajado entre dos sacos terreros, por una estrecha tronera abierta en el muro. Sin complejos, el serbio había admitido que disparaba igual contra hombres que contra mujeres y niños, y Faulques no le hizo preguntas de índole moral, entre otras cosas porque no estaba allí para eso, y también porque conocía de sobra —no era su primer francotirador— los motivos simples por los que un hombre con las dosis adecuadas de fanatismo, rencor o ánimo de lucro mercenario podía matar indiscriminadamente. Hizo preguntas técnicas, de profesional a profesional, sobre distancia, campo de visión, influencia del viento y de la temperatura en la trayectoria de las balas. Explosivas, había precisado el otro en tono objetivo. Capaces de hacer estallar una cabeza como un melón bajo un martillo, o de reventar las entrañas con absoluta eficacia. Y cómo eliges, preguntó Faulques. Me refiero a si disparas al azar o seleccionas los blancos. Entonces el serbio expuso algo interesante. No hay azar en esto, explicó. O había muy poco: el justo para que alguien decidiera cruzar por allí en el momento adecuado. El resto era cosa suya. A unos los mataba y a otros no. Así de fácil. Dependía de la forma de caminar, de correr, de pararse. Del color de pelo, de los gestos, de la actitud. De las cosas con las que los asociaba al mirarlos. El día anterior había estado apuntando a una jovencita a lo largo de quince o veinte metros, y de pronto un gesto casual de esta lo hizo pensar en su sobrina pequeña —en ese punto, el francotirador abrió la cartera y le enseñó a Faulques una foto familiar—. Así que a esa no le disparó, y eligió en cambio a una mujer que estaba cerca, asomada a una ventana y, quién sabe, quizá esperando ver cómo mataban a la chica que caminaba distraída y al descubierto. Por eso decía que lo del azar era relativo. Siempre había algo que lo decidía por este o por aquel, dificultades operativas aparte, claro. A los niños, por ejemplo, era más difícil acertarles, porque nunca se estaban quietos. Pasaba como con los conductores de automóviles en marcha: a veces se movían demasiado rápidos. De pronto, a media explicación, el francotirador se había puesto tenso, sus facciones parecieron enflaquecer y las pupilas se contrajeron mientras se inclinaba sobre el rifle, ajustaba la culata en el hombro, pegaba el ojo derecho al visor y situaba con suavidad el dedo en el gatillo.
Jagerei
, había susurrado en su mal alemán, entre dientes, como si desde abajo pudieran oírlo. Caza a la vista. Transcurrieron unos segundos mientras el rifle describía un lento movimiento circular hacia la izquierda. Después, con un solo estampido, la culata golpeó su hombro, y Faulques pudo fotografiar el primer plano de aquella cara flaca y tensa, un ojo entornado y el otro abierto, la piel sin afeitar, los labios prietos como una línea implacable: un hombre cualquiera, con sus criterios selectivos, sus recuerdos, antipatías y aficiones, fotografiado en el momento exacto de matar. Aún tomó una segunda exposición cuando el francotirador apartó la mejilla de la culata del rifle, miró al objetivo de la Leica con ojos helados, y tras besarse juntos tres dedos de la mano con la que había disparado, pulgar, índice y medio, hizo con ellos el saludo serbio de la victoria. ¿Quieres que te diga a quién le acerté?, preguntó. ¿Por qué elegí ese blanco y no otro? Faulques, que comprobaba la luz con el fotómetro, no quiso saberlo. Mi cámara no fotografió eso, dijo, luego no existe. Entonces el otro lo miró un rato en silencio, sonrió apenas, después se puso serio y le preguntó si dos días atrás había pasado junto al puente Masarikov al volante de un Volkswagen blanco con un cristal roto y las palabras
Press-Novinar
compuestas con cinta adhesiva roja sobre el capó. Faulques se quedó inmóvil un instante, terminó de guardar el fotómetro en su bolsa de lona y contestó con otra pregunta cuya respuesta intuía. Entonces el serbio palmeó con suavidad la Zeiss telescópica de su rifle. Porque te tuve, respondió, en esta mira durante quince segundos. Me quedaban sólo dos balas, y tras pensarlo me dije: hoy no voy a matar a este
glupan
. A este gilipollas.
Cuando el pintor de batallas terminó de contar la historia del francotirador, Ivo Markovic se quedó un rato pensativo, sin decir nada. Estaban sentados en el interior de la torre, bebiéndose la cerveza del croata. Markovic en los peldaños bajos de la escalera de caracol y Faulques en una silla, junto a la mesa de las pinturas.
—Como ve —dijo este—, la incertidumbre corresponde al jugador, no a las reglas… De las infinitas trayectorias posibles de una bala, sólo una ocurre en la realidad.
El croata asintió entre dos sorbos. Se miraba la cicatriz de la mano.
—¿Leyes ocultas y terribles?
—Eso es. Incluido el origen microscópico de la irreversibilidad.
—Me asombra que pretenda conocer eso.