—Buenos días —saludó.
Un acento que podía ser de cualquier sitio. El pintor compuso un gesto de fastidio. No le gustaban las visitas, y para disuadirlas había colocado carteles bien visibles en la cuesta —uno advertía
perros peligrosos
, aunque no había ninguno—, informando de que se trataba de una propiedad privada. En aquel lugar no frecuentaba a nadie. Sus únicas relaciones eran los contactos superficiales que mantenía cuando bajaba a Puerto Umbría: los empleados de correos o del ayuntamiento, el camarero del bar en cuya terraza del muellecito pesquero se sentaba a veces, los tenderos a quienes compraba comida y materiales de trabajo, o el director de la sucursal bancaria a la que se hacía transferir dinero desde Barcelona. Cortaba de raíz cualquier intento de aproximación; y a quienes franqueaban esa línea defensiva solía despacharlos con malos modos, pues sabía que la impertinencia no se desanima ante una simple negativa cortés. Para los casos extremos —aquel término incluía inquietantes posibilidades, aunque todas remotas— reservaba una escopeta repetidora de caza, que hasta entonces no había tenido ocasión de sacar de su funda, y que estaba en el baúl de arriba, limpia y engrasada, junto a dos cajas de cartuchos de postas.
—Es una propiedad privada —dijo, seco.
El desconocido asintió, tranquilo. Seguía mirándolo con atención desde diez o doce pasos de distancia. Era corpulento, de mediana estatura. Llevaba largo el pelo color pajizo. Usaba lentes.
—¿Usted es el fotógrafo?
La sensación incómoda se hizo más intensa. Aquel individuo había dicho fotógrafo, y no pintor. Era a una vida anterior a la que se estaba refiriendo, y eso no podía agradar a Faulques. Mucho menos en boca de un extraño. Esa otra vida nada tenía que ver con el lugar, ni con el momento. Al menos de modo oficial.
—No lo conozco —dijo, irritado.
—Quizá no me recuerde, pero sí me conoce.
Lo dijo con tal aplomo que Faulques no pudo menos que observarlo con atención mientras el otro se acercaba un poco, acortando la distancia a fin de facilitar las cosas. Había visto muchos rostros en su vida, la mayor parte a través del visor de una cámara. Algunos los recordaba y otros los había olvidado: una visión fugaz, un clic del obturador, un negativo en la hoja de contactos, que sólo a veces merecía el círculo de rotulador que lo salvaría de verse confinado a los archivos. La mayor parte de quienes aparecían en esas fotos se difuminaba en una multitud de rasgos indiscriminados, con el fondo de una sucesión de escenarios imposible de establecer sin un esfuerzo de la memoria: Chipre, Vietnam, Líbano, Camboya, Eritrea, El Salvador, Nicaragua, Angola, Mozambique, Irak, los Balcanes… Cacerías solitarias, viajes sin principio ni final, paisajes devastados de la extensa geografía del desastre, guerras que se confundían con otras guerras, gente que se confundía con otra gente, muertos que se confundían con otros muertos. Innumerables negativos entre los que recordaba uno de cada cien, de cada quinientos, de cada mil. Y aquel horror preciso, inapelable, que se extendía por los siglos y la Historia, prolongado como una avenida entre dos rectas paralelas larguísimas, desoladas. La certeza gráfica que resumía todos los horrores, tal vez porque no existía más que un solo horror, inmutable y eterno.
—¿De verdad no me recuerda?
El desconocido parecía decepcionado. Pero nada en él resultaba familiar a Faulques. Europeo, concluyó estudiándolo más de cerca. Fornido, ojos claros, manos fuertes. Cicatriz vertical en la ceja izquierda. Un aspecto algo rudo, dulcificado por los lentes. Y aquel leve acento. Eslavo, tal vez. Balcánico o de por allí.
—Me hizo una fotografía.
—Hice muchas en mi vida.
—Aquella era especial.
Faulques se dio por vencido. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, encogiendo los hombros. Lo siento, dijo. No me acuerdo. El otro sonreía a medias, alentador.
—Haga memoria, señor. Esa fotografía le hizo ganar dinero —indicó la torre con un ademán breve—… Quizá esto se lo deba a ella.
—Esto no es gran cosa.
Se intensificó la sonrisa del otro. Le faltaba un diente en el lado izquierdo de la boca: un premolar de arriba. El resto tampoco parecía en buen estado.
—Depende del punto de vista. Para algunos sí lo es.
Tenía un modo de hablar algo rígido, formal. Como si sacara las palabras y las frases de un manual de gramática. Faulques hizo otro esfuerzo por identificar su rostro, sin resultado.
—Aquel importante premio suyo —dijo el desconocido—. Le dieron el International Press por hacerme la fotografía… ¿Tampoco recuerda eso?
Faulques lo miró con recelo. Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados —dos cayendo, uno orgulloso y erguido— y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas. Su consagración como fotógrafo de guerra a los cinco años de haberse iniciado en el oficio.
—Usted no pudo estar allí. Los protagonistas murieron, y quienes disparaban eran falangistas libaneses.
El desconocido titubeó, confuso, sin apartar sus ojos de Faulques. Estuvo así unos segundos y al cabo movió la cabeza.
—Yo hablo de otra fotografía. La de Vukovar, en Croacia… Siempre creí que le dieron ese premio.
—No —ahora Faulques lo estudiaba con renovado interés—. La de Vukovar fue otro.
—¿También era importante?
—Más o menos.
—Pues yo soy el soldado de esa foto.
Faulques se quedó muy quieto, las manos en los bolsillos del pantalón y la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, escrutando de nuevo el rostro que tenía delante. Y ahora, al fin, como en el curso de un lento proceso de revelado fotográfico, la imagen que tenía en la memoria empezó a superponerse despacio sobre los rasgos del desconocido. Entonces se maldijo por su torpeza. Los ojos, naturalmente. Menos fatigados y más vivos, pero eran los mismos. Como la curva de los labios, el mentón con una leve hendidura, la mandíbula fuerte, ahora recién afeitada, que en la antigua imagen llevaba barba de un par de días. Su conocimiento de aquel rostro se basaba casi exclusivamente en la observación de la fotografía que había tomado un día de otoño en Vukovar, antigua Yugoslavia, cuando las tropas croatas, batidas por la artillería y las embarcaciones serbias que bombardeaban desde el Danubio, se mantenían a duras penas en el estrecho perímetro defensivo de la ciudad cercada. El combate era muy intenso en los suburbios, y en el camino de Petrovci, Faulques y Olvido Ferrara —habían entrado una semana antes por el único lugar posible, un sendero oculto entre maizales— se cruzaron con los supervivientes de una unidad croata que se replegaba, derrotada, después de luchar con armas ligeras contra los blindados enemigos. Caminaban dispersos, al límite de sus fuerzas, vestidos con una variopinta mezcla de prendas militares y ropa civil. Eran campesinos, funcionarios, estudiantes movilizados para el recién formado ejército nacional croata: rostros cubiertos de sudor, bocas abiertas, ojos extraviados de fatiga, armas que colgaban de sus correas o eran arrastradas por el suelo. Acababan de correr cuatro kilómetros con los tanques enemigos pegados a las botas, y entre la reverberación del sol sobre el camino se movían ahora con extrema lentitud, casi fantasmales, sin otro ruido que el retumbar sordo de las explosiones lejanas y el roce de sus pies sobre la tierra. Olvido no hizo ninguna foto —casi nunca fotografiaba personas, sino cosas—, pero Faulques, al pasar junto a ellos, decidió registrar la imagen de aquella extenuación. Así que se llevó a la cara una cámara, y mientras buscaba foco, diafragma y encuadre, dejó pasar un par de rostros y eligió el tercero a través del visor, casi por azar: unos ojos claros extremadamente vacíos, unos rasgos descompuestos por el cansancio, la piel cubierta de gotas del mismo sudor que apelmazaba sobre la frente el pelo sucio y revuelto, y un viejo AK-47 apoyado con descuido sobre el hombro derecho, sostenido por una mano envuelta en un vendaje manchado y pardo. Después el obturador hizo clic, Faulques siguió su camino, y eso fue todo. La foto se publicó cuatro semanas después, coincidiendo con la caída de Vukovar y el exterminio de todos sus defensores, y aquella imagen se convirtió en un símbolo de la guerra. O, como concluyó el jurado profesional que la premió con el prestigioso Europa Focus de aquel año, en el símbolo de todos los soldados de todas las guerras.
—Dios mío. Creía que estaba muerto.
—Casi lo estuve.
Se quedaron callados, mirándose como si ninguno de los dos supiera qué decir, o hacer.
—Bueno —murmuró Faulques al fin—. Admito que le debo un trago.
—¿Un trago?
—Un vaso de algo… Alcohol, si gusta. Una copa.
Sonrió por primera vez, algo forzado, y el otro correspondió con el mismo gesto de antes, descubriendo el hueco en la dentadura. Parecía reflexionar.
—Sí —concluyó—. Quizá me deba ese trago.
—Pase.
Entraron en la torre. El recién llegado miró alrededor, sorprendido, y giró despacio sobre sus pies para abarcar la enorme pintura circular, mientras el pintor de batallas buscaba bajo la mesa donde se amontonaban pinceles, botes y tubos de pintura, y luego entre las cajas de cartón puestas en el suelo, los papeles con bocetos, las escaleras, caballetes y tablones para montar andamios, las dos potentes bombillas de 120 vatios que, situadas sobre una estructura móvil con percha y ruedas, conectadas al generador de afuera, iluminaban el mural cuando Faulques trabajaba de noche. Coñac español y cerveza caliente, dijo este. Es cuanto puedo ofrecerle. Y no hay hielo. El frigorífico sólo funciona un rato cuando enciendo el generador.
Sin dejar de mirar el mural, el otro hizo un ademán negligente. Le daba igual una bebida que otra.
—No lo habría reconocido nunca —comentó el pintor de batallas—. Estaba más flaco entonces. En la foto.
—Llegué a estarlo mucho más.
—Supongo que fueron tiempos malos.
—Supone lo oportuno.
Faulques fue hasta él con dos vasos llenos de coñac hasta la mitad. Tiempos malos para todos, repitió en voz alta. Pensaba en lo ocurrido tres días después, cerca del lugar en donde había hecho aquella foto: cuneta de la carretera de Borovo Naselje, afueras de Vukovar. Le pasó un vaso al visitante y bebió un sorbo del suyo. A esa hora no resultaba adecuado, pero había dicho una copa y aquello era una copa. El desconocido —ese ya no era un término riguroso, pensó de pronto— había dejado de mirar la pintura mural y sostenía el vaso sin prestarle mucha atención. Tras los cristales de las gafas, sus ojos claros, de un gris muy pálido, estaban ahora fijos en el pintor.
—Sé a qué se refiere… Vi morir a la mujer.
Faulques no era propenso a mostrar estupor, ni a desvelar emociones. Pero algo debió de reflejarse en su cara, pues vio asomar otra vez el agujero negro en la boca del visitante.
—Fue días después de que me hiciera la fotografía —prosiguió este—. Usted no advirtió mi presencia, pero yo estaba aquella tarde en la carretera de Borovo Naselje. Cuando oí la explosión pensé en uno de los nuestros… Al pasar lo vi arrodillado en la cuneta, junto al cuerpo.
Había titubeado un instante con la última palabra, como si tras dudar entre cadáver y cuerpo hubiese optado por esta. Y resultaba pintoresco, decidió Faulques, aquel modo entre cortés y anticuado de rebuscar ciertas palabras, con pausas en demanda del término exacto. Ahora el visitante se llevó por fin el vaso a los labios, sin dejar de mirar a su interlocutor. Los dos permanecieron un poco más en silencio.
—Lo lamento —dijo Faulques—. No lo recordaba a usted.
—Es natural. Parecía sensiblemente afectado.
—No me refiero a lo de Borovo Naselje, sino a la foto que le hice días antes… Su cara fue portada de varias revistas, y desde entonces la he visto cientos de veces. Ahora sí, claro. Sabiéndolo, resulta más fácil. Pero ha cambiado mucho.
—Usted lo dijo antes, ¿no?… Tiempos malos. Y después pasaron muchos años.
—¿Cómo me ha encontrado?
Preguntando, repuso el otro volviendo a mirar la pintura. Aquí y allá. Es usted un hombre notorio y famoso, señor Faulques, añadió mojando distraído los labios en el coñac. Aunque lleve tiempo retirado, mucha gente lo recuerda. Se lo aseguro.
—¿Cómo logró salir de allí?
El visitante le dirigió una extraña mirada. Supongo que habla de Vukovar, repuso. Me hirieron dos semanas después de que me hiciera la fotografía. No la herida de la mano que se ve en la imagen —mire, conservo la cicatriz—, sino otra más grave. Fue cuando los chetniks aún no habían cortado el paso de los maizales. Me evacuaron a un hospital de Osijek.
Se tocaba el costado izquierdo indicando el lugar exacto. No con un dedo, sino con la mano abierta; así que Faulques dedujo que el destrozo habría sido grande. Asintió con vaga simpatía.
—¿Metralla?
—Una bala del doce punto siete.
—Tuvo mucha suerte.
No se refería a que su visitante no hubiese muerto de la herida, sino a que esta se produjera mientras aún era posible sacar de Vukovar a los heridos. Cuando los serbios cortaron también aquel sendero, nadie pudo abandonar la ciudad cercada. Y al caer esta, todos los prisioneros en edad de combatir fueron asesinados. Eso incluyó a los heridos, arrastrados fuera del hospital, muertos a tiros y enterrados en gigantescas fosas comunes.
Al oír la palabra suerte, el otro había mirado a Faulques de modo extraño. Seguía haciéndolo. Al cabo puso el vaso sobre la mesa y echó otra larga ojeada circular.
—Curioso lugar. Pero no veo recuerdos de otros tiempos.
Faulques señaló la pintura: la ciudadela de sombras en contraluz sobre el fuego semejante a un volcán, los reflejos metálicos de las armas modernas, el tropel acerado desbordando la brecha de un muro, los rostros de mujeres y niños, los ahorcados pendiendo como racimos de los árboles, las naves alejándose en el horizonte gris.
—Esos son mis recuerdos.
—Me refiero a fotos. Usted es fotógrafo.
—Lo fui.
—Lo fue, eso es. Y los fotógrafos suelen colgar fotos en las paredes. Fotos que han hecho. Y más cuando tienen importantes premios. ¿No se avergonzará de sus fotos, verdad?
—Ya no me interesan. Es todo.
—Claro —el visitante sonrió de un modo extraño—. Eso es todo.