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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (3 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
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Kazgoroth recordó su festín bovino y eso lo satisfizo. Poco a poco sus hombros escamosos se encogieron y su cabeza, parecida a la de un lagarto, se transformó y adquirió un ancho hocico. Brotaron cuernos de su cabeza y las extremidades escamosas se convirtieron en pezuñas y en patas nudosas que sostenían el ancho y peludo cuerpo. Muy pronto, Kazgoroth se ocultó en el cuerpo de un enorme toro. El color rojo brillante de los ojos de la Bestia pareció adaptarse naturalmente a su nuevo disfraz.

Y el cambio fue oportuno, pues el monstruo sintió ahora que alguien venía a molestarlo. ¡Seres humanos! Dos de ellos, un hombre y una mujer, salían de los bosques y corrían hacia los esqueletos de la manada, emitiendo extraños y estridentes ruidos. A Kazgoroth le gustó su nuevo cuerpo. Era carne poderosa y veloz... carne asesina. Bajó la cabezota, balanceando los pesados cuernos. La embestida fue rápida; las muertes, satisfactorias. La Bestia se deleitó con la sangre humana, y pensó que la muerte de criaturas inferiores no podía compararse con ese regocijo sensual.

El gran toro se alejó majestuosamente de la cañada, siguiendo un ancho camino hacia el sol poniente. Sabía, sin conocer la razón, que encontraría mucha más gente en aquella dirección.

Al extinguirse el crepúsculo en la noche,la Bestia vio muchas personas que cerraban aprisa las ventanas y otras que corrían aterrorizadas al verla acercarse. El tosco cerebro, cada vez más despierto, le dijo que el cuerpo de toro atraería demasiado la atención de los humanos. Necesitaba algo más sutil.

El monstruo recordó a sus víctimas humanas. Una de ellas, la hembra, tenía un cuerpo redondeado, esbelto y de un extraño atractivo. Un cuerpo que le iría muy bien. Ocultándose en la sombra, la criatura se transformó de nuevo; se irguió gradualmente y caminó sobre dos piernas bien formadas. Los brazos y la cara de piel blanca y tersa completaban el redondeado torso.

Este tipo de cuerpo le serviría admirablemente. El instinto guió al monstruo para hacer varias rectificaciones. Cabellos del color del trigo maduro cayeron sobre su espalda. Los dientes se enderezaron y la pequeña nariz se inclinó apenas hacia el cielo. El cuerpo se adelgazó en la cintura y los muslos, pero sin perder sus restantes redondeces.

Entonces se dio cuenta de que necesitaría ropa para que el disfraz fuese completo. La noche se hizo más oscura y Kazgoroth entró con sigilo en un pequeño edificio donde tuvo la impresión de que había muchos humanos durmiendo. Las prendas necesarias estaban dentro de un gran baúl. Durante un momento, pensó en la sangre fresca que circulaba por los cuerpos de los humanos dormidos. Pero prevaleció la prudencia y el monstruo se marchó, perdonando la vida a aquellos seres.

La aurora coloreó el cielo al caminar de nuevo Kazgoroth hacia el oeste. Ahora vio el fresco reflejo del mar extendiéndose hasta el horizonte y más allá. Pero la meta del monstruo estaba mucho más cerca que el horizonte e incluso que el mar.

Delante de las aguas se alzaba un pequeño castillo y Kazgoroth sabía que habría allí humanos en abundancia. Y delante del castillo se extendían amplios campos, llenos de tiendas y banderas, que bullían de actividad y de vida.

Hacia ellos se dirigió Kazgoroth.

Feliz de ejercitar sus músculos a expensas de su prisionero, Erian empujaba con firmeza al ladrón hacia el castillo. Aunque diestro hombre de armas, el enorme luchador tenía poca paciencia en tiempo de paz, y era evidente que gozaba cuando se le ofrecía ocasión de ejercer la violencia. Robyn y Tristán caminaban detrás de Erian y de su prisionero, que todavía conservaba su buen humor. Empezaron a subir el camino empedrado que conducía a la puerta del castillo.

Caer Corwell se cernía sobre la feria, el pueblo y el puerto de Corwell, en lo alto de un montículo rocoso. La muralla exterior del castillo, una alta empalizada de troncos, trazaba un círculo alrededor de la loma, interrumpido sólo por el gran edificio de piedra de la casa de la guardia. La cima del montículo estaba principalmente ocupada por el patio, pero las partes altas de algunos edificios, y en particular las tres torres de guardia, sobresalían de la empalizada.

El ancho parapeto de la más alta de las tres torres era visible como el punto más elevado en todo el valle. Sobre esta plataforma ondeaba con orgullo la bandera negra con el oso de plata, el Gran Oso de los Kendrick.

Si los tres ffolk que subían por el camino del castillo hubiesen estado menos familiarizados con aquella vista, se habrían maravillado ante el panorama que se extendía a su alrededor a medida que ganaban altura. El campo comunal, resplandeciente con las tiendas de colores y las banderas de la fiesta, y en abierto contraste con las tranquilas aguas azules del estuario de Corwell que se extendía hacia el oeste, llamaba al instante la atención. En el centro de aquel campo, el verde y bucólico círculo de la Arboleda del Druida permanecía prístino, digno y natural.

La aldea de Corwell se hallaba junto a la ensenada, en la orilla más alejada del campo del festival. Compuesta casi en su totalidad por casitas de madera y tiendas, la pequeña población estaba ahora casi vacía, ya que sus habitantes estaban todos en la fiesta. Una baja muralla, más símbolo de un lindero que verdadero bastión, rodeaba el pueblo por tres de sus lados. Los muelles de madera sobre el estuario formaban el cuarto lado.

Estos muelles se extendían hasta un plácido círculo azul, formado por un alto rompeolas de piedra. Dentro del círculo había ancladas docenas de barcas de los pescadores Corwellianos, así como las embarcaciones más grandes de los mercaderes visitantes.

El pequeño grupo se acercó al castillo, con paso cada vez más lento por lo empinado de la cuesta. El camino formaba una espiral alrededor de la abrupta loma, y describía una larga curva hasta la casa de la guardia. A la izquierda de los caminantes, la falda del montículo descendía en rápida pendiente hasta el campo comunal. A su derecha, la misma falda ascendía casi vertical hasta la base de la empalizada.

Robyn rompió por fin el tenso silencio entre los cuatro. Se adelantó hasta la altura del ladrón, lo miró y, con una amplia sonrisa, le dijo:

—Yo soy Robyn y éste es Tristán.

Daryth miró al príncipe con aire burlón.

—¿Tu... hermana? —preguntó, señalando a Robyn.

—No. Robyn fue criada como pupila de mi padre —explicó Tristán, con una súbita ansiedad por aclarar la relación.

Recordó, fugazmente, lo mucho que le había molestado la manera en que Robyn había mirado al ladrón después de la pelea. Ahora volvía a mirarlo de manera parecida, con algo más que curiosidad en sus ojos.

—El gusto es mío —dijo el ladrón—. Lamento que las circunstancias me impidan... ¡Uy!

Erian había dado un fuerte tirón a la capa de Daryth, cortándolo a media frase.

—No seas bruto, Erian —dijo Tristán al guardia— No opone resistencia.

Erian estuvo a punto de reírse del príncipe, pero se conformó con volverle la espalda disgustado.

—Muy amable —murmuró Daryth, asintiendo con la cabeza—. En realidad, espero convencerte de que todo esto ha sido un tremendo equívoco. En verdad me gusta este pueblo y pretendo quedarme aquí, al menos por un tiempo. Mira —siguió diciendo, en tono confidencial—, yo no soy en realidad un marinero. Vine aquí en el
Silver Crescent,
trabajando para pagarme el viaje. Yo, maestro en adiestramiento de perros, obligado a... Bueno, en todo caso, vuestra pequeña población me pareció un lugar conveniente. Iba a establecerme aquí, empezar un negocio honrado...

—Pero la tentación pudo más —concluyó el príncipe.

—Pues... siento de verdad lo ocurrido. Fue una mala acción por mi parte. Si hubiese sabido entonces lo que sé ahora... Pero de nada sirven las lamentaciones.

El grupo llegó a la casa de la guardia y la mole de Caer Corwell se recortó sobre ellos. La gran empalizada se extendía a derecha e izquierda, rodeando la loma, hasta perderse de vista.

La casa de la guardia, que se alzaba al final del empinado y pedregoso camino, consistía en un gran edificio de piedra con cuatro torres bajas en las esquinas.

Como el camino era la única vía de acceso desde la llanura costera a la loma, ésta estaba perfectamente defendida. Como de costumbre, estaba abierta la pesada puerta de madera y la sólida reja se alzó para dejarlos pasar.

Daryth se detuvo un momento y miró presurosamente atrás, hacia los campos del festival y el puerto. Sus ojos observaron la escena, como si buscase algo.

—Muévete —ordenó Erian, empujando a Daryth bajo el arco abierto de la casa de la guardia. Tristán se adelantó para reprenderlo, pero se detuvo al sentir la presión de la mano de Robyn en su brazo.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró ella, apremiante—. ¡Seguro que no merece la muerte!

Su tono no admitía discusión, y en todo caso, Tristán compartía sus sentimientos.

—Parece un tipo decente —dijo en voz baja—. Pero el rey tratará con mano dura a cualquier ladrón que haya atentado contra los asistentes al festival. ¿Qué puedo hacer yo?

—No lo sé —respondió ella, irritada—. Por una vez, ¡piensa en algo!

Antes de que él pudiese replicar, se adelantó y alcanzó al guardia y a su prisionero al entrar éstos en el soleado patio. Maldiciendo en voz baja, Tristán la siguió.

Una docena de perros de caza llegaron corriendo desde la perrera que se hallaba en el fondo del patio. Husmeando y moviendo el rabo, saltaron alrededor de Tristán, y olfatearon a Daryth y a Robyn. Se mantuvieron a distancia de Erian, ya que las pesadas botas del corpulento guardia eran bien conocidas de los perros que se aventuraban a acercarse demasiado.

Daryth observó con atención a los perros, sorprendido por su salvaje aspecto y su cariñosa disposición. Les habló y acarició sus peludos cuellos. Pronto se agruparon a su alrededor y lo siguieron, mientras él avanzaba empujado por Erian.

Al llegar a la puerta del gran vestíbulo, el príncipe, súbitamente inspirado, se volvió al hombre de armas.

—Vete, Erian —dijo—. Dile a mi padre que deseamos verlo.

Robyn le dirigió una mirada sorprendida.

El guardia abrió la boca para protestar, pero Tristán lo atajó con un severo ademán.

—Está bien —dijo el hombrón, encogiéndose de hombros, y se volvió para acabar de cruzar el patio.

Daryth, que estaba rascando el morro de Angus, el perro más viejo de Tristán, no pareció advertir la breve conversación. Estaba absorto en el veterano perro de caza, que arrugó satisfecho su cara parda y trazó lentos círculos con el rabo.

—Son unos perros muy hermosos —declaró, admirado, el calishita—. Son tuyos, ¿verdad?

Tristán sintió una oleada de orgullo. Los perros de caza eran la pasión de su vida, y siempre le complacía que los alabasen.

—Cierto —dijo—. ¿Conoces los perros de caza de las Moonshaes?

—Cualquier hombre a quien le gusten los perros ha oído hablar de ellos. Yo he adiestrado a muchos tipos de canes en mi vida. Durante muchos años, trabajé en Calismshan con corredores del desierto. Creía que ningún perro podía compararse a éstos como cazadores, pero los de las Moonshaes son superiores en tamaño y en fuerza. ¡Oh, daría cualquier cosa por poder adiestrar a perros como éstos!

Robyn miró con simpatía a Daryth; después se volvió a Tristán, con una muda súplica en sus ojos negros. De nuevo sintió el príncipe la punzada de los celos.

Se abrió la puerta del gran vestíbulo y apareció una doncella para acompañarlos, ya que en Caer Corwell no había heraldo.

—El rey os espera —anunció, inclinando cortésmente la cabeza.

El trío entró en el oscuro salón y avanzó entre dos enormes mesas de roble en dirección a la gran chimenea del fondo. Delante de la chimenea, sentado en un pesado sillón de madera, estaba el rey Kendrick de Corwell.

El rey levantó la cabeza al acercarse ellos, pero no dijo nada. Tristán no pudo dejar de experimentar un irracional sentimiento de culpa al ver las profundas arrugas de dolor que surcaban la cara de su padre. Intentó endurecerse para el encuentro.

El rey Byron Kendrick tenía cabellos negros veteados de gris, y en las armgas de su rostro se leía fuerza y decisión, así como pena y sufrimiento. La negra barba del rey, manchada de gris y de blanco como los cabellos, cubría parte del pecho.

Como de costumbre, el rey Kendrick pareció contrariado al acercarse el príncipe. No era un secreto para nadie que el príncipe de Corwell no era bien visto por el rey. Tristán esperó que no le hablase con sarcasmo en presencia de Robyn y los otros.

Para alivio de Tristán, el rey se volvió para sonreír a Robyn, y sus ojos mostraron un fugaz destello de afecto. Después, fríos de nuevo, contemplaron al calishita que se acercaba.

Junto al rey se hallaba sentado Arlen, capitán de la guardia real y maestro de Tristán de toda la vida. El canoso veterano observó con atención al príncipe cuando éste se aproximó junto con sus compañeros.

—Hola, padre; Arlen —empezó Tristán, mientras Robyn hacía una rápida reverencia.

El príncipe miró de nuevo a Daryth, y el calishita respondió a la mirada con una sonrisa. Y con esta sonrisa sintió Tristán que comenzaba una profunda y verdadera amistad, algo firme y bello que duraría entre ellos durante el resto de sus vidas. Tomada su resolución, concibió rápidamente una estrategia para salvar la vida del calishita.

—Padre —repitió Tristán, volviéndose al rey—, desearíamos que tomases a este hombre como adiestrador real de los perros de caza.

Grunnarch el Rojo estaba audazmente en pie sobre la oscilante cubierta de su barco, que surcaba las aguas y se mecía en las imponentes olas. A su alrededor, como un bosque de altos árboles, se alzaban los orgullosos mástiles de los grandes barcos que surcaban el mar de Moonshae. ¡Los hombres del nort se preparaban para la guerra!

Grunnarch y docenas de barcos de sus secuaces (señores de Norland que le debían fidelidad como a su rey) se habían hecho a la mar una semana antes de lo que aconsejaba la prudencia. Una tormenta tardía de invierno podría haber sorprendido a su flota y causado terribles estragos.

Pero el rey de Norland era un hombre arriesgado y no conocía el miedo. Nunca había vacilado en jugarse la vida, y no toleraba a ningún seguidor que no estuviese dispuesto a hacer lo mismo. Y así, miles de sus hombres lo habían seguido al mar.

Los dioses de la guerra habían sacudido la mente de Grunnarch durante todo el invierno, y él había paseado por su fortaleza gris como un firbolg furioso y enjaulado. Sabía que la tensión se había sentido en toda Norland. Así, incluso antes de que se despejase completamente el tiempo, los hombres del norte habían aprovisionado sus grandes barcos, se habían despedido de sus familias y se habían hecho a la mar.

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