Pero había numerosas formas de seguirle el rastro a una persona, y Mandino sabía que los dos ingleses habían volado a Roma desde Gran Bretaña: la Cosa Nostra tenía enormes conexiones y contactos con todos los niveles de burocracia italiana. Así que marcó un número y dio unas determinadas órdenes.
Transcurridas solo tres horas, Antonio Carlotti lo llamó con el resultado.
—Mandino.
—Hemos descubierto algo, capo —dijo Carlotti—. Nuestro contacto en el control de pasaportes de Roma ha identificado al hombre como Christopher James Bronson, y dispongo de su dirección en Tunbridge Wells.
Mandino cogió lápiz y papel mientras Carlotti le dictaba la dirección y el número de teléfono de Bronson.
—¿Dónde está ese Tunbridge Wells? —preguntó Mandino.
—En Kent, a unos cincuenta kilómetros al sur de Londres. Y hay algo más. La razón por la que su consulta ha llevado tanto tiempo ha sido que mi hombre ha tenido que explicar las razones de su solicitud a las autoridades británicas. Por lo general, el control de los pasaportes es una mera formalidad, pero en este caso se negaron a proporcionar información hasta que les dijera por qué deseaba saberlo.
—¿Qué les ha dicho?
—Les ha dicho que puede que Bronson haya sido testigo de un accidente de carretera en Roma, y eso parece haberles bastado.
—¿Pero por qué se negaban a dar información? —dijo Mandino, formulando la pregunta evidente.
—Porque este hombre, Bronson, es un oficial de policía en activo —explicó Carlotti—. De hecho, es oficial de policía de la comisaría de Tunbridge Wells y, al igual que los Carabinieri, los policías británicos se protegen entre ellos.
Durante un momento, Mandino no respondió. Era un descubrimiento inesperado, y no estaba seguro si eran buenas o malas noticias.
—¿Qué hay de su familia? —preguntó por fin Mandino.
—Sus padres están los dos muertos, no tiene hijos, y se acaba de divorciar. Su ex mujer se llama Ángela Lewis y trabaja en el museo Británico de Londres.
—¿En qué? ¿De secretaria o algo así?
—No. Es conservadora de objetos de cerámica.
Y eso sin duda eran malas noticias, pensó Mandino. En realidad no tenía ni idea de qué era un conservador de objetos de cerámica, pero el simple hecho de que la señora Lewis trabajara en uno de los museos más populares del mundo significaba que tendría acceso inmediato a expertos de una gran variedad de disciplinas.
En ese momento supo Mandino que el tiempo se agotaba. Tenía que llegar a Londres lo más rápido posible para tener alguna posibilidad de recuperar el control de la situación. Pero antes de colgar, apuntó también la dirección y el número de teléfono de Ángela Lewis. Además, dio instrucciones para que se hicieran algunos cambios en el sistema de control de Internet y se añadieran algunos criterios muy específicos para las búsquedas que los revisores de sintaxis deberían analizar.
El sistema de control que estaba instalando era muy completo y costoso, pero como el Vaticano corría con los gastos, el coste no le preocupaba. Estaba basado en un producto llamado NIS, o Naruslnsight Intercept Suite, que los hombres de Mandino habían modificado para que pudiera ser instalado en servidores remotos y funcionara como el virus de un ordenador o, para ser más exactos, como un troyano. Una vez instalado, el software del sistema NIS se podría programar para que controlara redes completas a fin de detectar cadenas de búsqueda específicas en Internet o incluso mensajes electrónicos privados.
Siempre que Bronson accediera a Internet, e independientemente de lo que buscara, Mandino estaba seguro de que se enteraría.
Bronson sacó el Nokia y marcó el número del trabajo de Ángela. El viaje a la ciudad desde Tunbridge Wells había sido sencillo y rápido, incluso había conseguido coger dos asientos en el tren para él solo, por lo que había logrado ponerse cómodo.
—¿Ángela?
—Sí. —Su tono de voz era seco y distante.
—Soy Chris.
—Ya lo sé. ¿Qué quieres?
—Estoy cerca del museo y he traído las fotografías de las inscripciones para que les eches un vistazo.
—No me interesan, pensaba que ya te habías dado cuenta.
Los pasos de Bronson comenzaron a titubear ligeramente. Estaba claro que no esperaba que Ángela lo recibiera con los brazos abiertos, la última vez que se habían visto fue en el despacho de un abogado y su despedida había sido muy fría (por no decir algo peor) pero tenía la esperanza de verse con ella.
—Pero creí... bueno, ¿qué hay de Jeremy Goldman? ¿Está disponible?
—Debe de estarlo. Mejor que preguntes por él cuando llegues aquí.
Cinco minutos más tarde, Bronson introdujo la tarjeta de memoria en la ranura USB de la parte frontal del ordenador de escritorio del espacioso pero abarrotado despacho de Jeremy Goldman en el museo. El especialista en lenguas antiguas era un tipo alto y delgado como un fideo, y su pálida y pecosa tez quedaba parcialmente oculta tras unas enormes gafas con cristales redondos, que en opinión de Bronson, no eran precisamente la mejor elección para la forma de su rostro. Iba vestido de manera informal, con vaqueros y una camiseta, y tenía más el aspecto de un universitario rebelde el que de uno de los expertos británicos líderes en el estudio de las lenguas muertas.
—Aquí tengo fotografías de las dos piedras inscritas —le dijo Bronson—. ¿Cuál prefiere ver primero?
—Nos envió un par que mostraban la frase en latín, pero me gustaría volverlas a ver, y cualquier otra que haya tomado.
Bronson asintió, hizo clic con el botón del ratón y apareció la primera instantánea en el monitor de pantalla plana de veintiuna pulgadas que tenían delante.
—Tenía razón —masculló Goldman, tras aparecer una tercera imagen. Siguió con los dedos las palabras de la inscripción—. Hay algunas letras adicionales por debajo de la talla principal.
Se giró para mirar a Bronson.
—La fotografía tomada en primer plano que nos envió era bastante nítida —dijo—, pero el reflejo del flash en la piedra no me permitió distinguir si las marcas que veía estaban realizadas con un cincel o formaban parte de la inscripción.
Bronson miró la pantalla y vio a lo que se estaba refiriendo Goldman. Por debajo de las palabras en latín había dos grupos con letras mucho más pequeñas que no había visto antes.
—Ya las veo. ¿Qué significan? —preguntó.
—Bueno, yo creo que la inscripción debe datar del siglo I o II d. C. y baso mi conclusión en la forma de las letras. Al igual que en el resto de alfabetos escritos, las letras en latín han ido cambiando su apariencia a lo largo de los años, y este me parece un texto bastante clásico del siglo I.
»Vale, los dos grupos de letras más pequeñas puede que nos ayuden a refinar esa fecha. Las letras «PO» de «PO LDA» podrían ser la abreviatura en latín de per ordo, que significa «por orden de». Se trata de una abreviatura que los romanos utilizaban para indicar cuál era el oficial que había ordenado una misión en particular, aunque no es algo común encontrarla como parte de una inscripción sobre un bloque de piedra. Era más frecuente que apareciera al final de un pergamino, por lo general había una serie de instrucciones que se debían llevar a cabo en una fecha fijada y entonces «PO» y el nombre o las iniciales del senador o quienquiera que hubiese ordenado que el trabajo se llevara a cabo. Así que, si puede descubrir quién era «LDA», quizá podamos precisar con mayor exactitud a qué fecha se remonta la piedra.
—¿Alguna idea de quién puede ser? —preguntó Bronson.
Goldman le sonrió.
—Me temo que ninguna en absoluto, y averiguarlo no va a ser tarea fácil. Aparte de la evidente dificultad que presenta identificar a alguien que vivió hace dos milenios a partir únicamente de sus iniciales, los romanos tenían el hábito de cambiarse el nombre. Le voy a poner un ejemplo. Todo el mundo ha oído hablar de Julio César, pero muy pocos saben que su nombre completo en latín era Imperator Gaius Julius Caesar Divus, o que normalmente se le conocía con el nombre de Gaius Julius Caesar. Por lo que sus iniciales podrían ser «JE», «GJC» e incluso «IGJCD».
—Entiendo lo que quiere decir. Entonces «LDA» podría ser casi todo el mundo, ¿no?
—Bueno, no todo el mundo. Quienquiera que haya inscrito esta piedra debió de ser una persona de relevancia, por lo que buscamos a un senador o a un cónsul, o alguien similar, lo que evidentemente acotará nuestra búsqueda. La persona a la que hacen referencia las iniciales debe formar parte, casi con total seguridad, del registro histórico de algún lugar.
Bronson volvió a mirar la pantalla.
—Y estas otras letras de aquí, «MAM». ¿Qué cree que significa? ¿Puede ser otra abreviatura?
Goldman negó con la cabeza.
—De ser así, no se trata de una con la que esté familiarizado. No, creo que estas letras son simplemente las iniciales del hombre que talló la piedra, el mampostero. ¡Y no creo que tenga la más mínima oportunidad de identificarlo!
—Bueno, eso parece haber agotado el potencial de la primera inscripción —dijo Bronson—. Como pensó que esta piedra podía haber sido partida en dos mitades, buscamos la otra mitad por toda la casa. No la encontramos pero, al otro lado de la misma pared, en el comedor y justo detrás de la primera piedra, encontramos esto.
Con cierta floritura, Bronson hizo doble clic con el ratón y se reclinó hacia atrás antes de que una fotografía de la segunda inscripción llenara la pantalla.
—Ah —dijo Goldman— esto es mucho más interesante y más moderno. El texto en latín de la primera inscripción se esculpió en letras mayúsculas, típico de las inscripciones de los monumentos romanos del siglo I y II. Pero esto está escrito en cursiva, una letra mucho más atractiva y elegante.
—Pensamos que podría tratarse de occitano —sugirió Bronson.
Goldman asintió con la cabeza.
—Tiene toda la razón, es occitano, y estoy bastante seguro de que es medieval. ¿Sabe algo de ese idioma?
—Nada en absoluto. Introduje unas palabras en los motores de búsqueda de Internet y las palabras que generaron resultados se identificaron como occitanas. Todas con la excepción de esa palabra —señaló la pantalla— que parece ser latina.
—Ah, calix. Un cáliz. Tengo que pensar en ello. Pero el uso de occitano medieval resulta interesante. Sitúa esta talla en el siglo XIII o XIV, pero el occitano no era un idioma de uso común en el área de Roma, donde encontró esto, lo que sugiere que la persona que haya realizado esta talla probablemente procediera del sudoeste de Francia, del área de Languedoc. «Languedoc» significa literalmente «el idioma de Oc», u occitano.
—Pero, ¿qué significa la inscripción?
—Bien, no se trata de un texto en occitano estándar, o es lo que creo. Quiero decir, no se trata de una oración ni poema que yo conozca. También me desconcierta la palabra calix. ¿Por qué incluir una palabra en latín en un poema en occitano?
—¿Cree que se trata de un poema? —preguntó Bronson.
—Eso es lo que sugiere la distribución de las palabras. —Goldman se quedó en silencio, se quitó las gafas y limpió bien las lentes.
»Si quiere, puedo traducirlo al inglés moderno, pero no podré dar fe de una traducción completamente fiel. ¿Por qué no va a tomarse una taza de café o a echar un vistazo por el museo? Vuelva en aproximadamente media hora y para entonces habré terminado mi versión para usted.
Cuando Bronson salía del despacho de Goldman, miró a su alrededor con expectación. Había albergado la esperanza de verse con Ángela mientras estaba en el museo, pero su negativa a encontrarse con él lo había decepcionado.
Salió paseando hacia la calle Great Russell Street, y bajó por una de las calles laterales. Tomó asiento en una cafetería y pidió un capuchino. El primer sorbo le hizo darse cuenta de lo malo que era la mayoría del café inglés en comparación con el auténtico café italiano, lo que le llevo a pensar de nuevo en Italia y, de forma inevitable, en Jackie.
Mientras estaba allí sentado, bebiéndose el amargo líquido, sus pensamientos se remontaron a tiempos pasados, y recordó lo contentos que ella y Mark estaban cuando por fin concluyeron la compra de la antigua casa. Había viajado a Italia con los Hampton porque no hablaban el idioma lo suficientemente bien como para gestionar la transacción y había pasado un par de días con ellos en un hotel de la zona.
Le vino a la mente una imagen muy viva de Jackie, bailando en el césped con un vestido de verano de color blanco y rojo intenso, mientras Mark permanecía de pie junto a la puerta principal, con una amplia sonrisa en su rostro, el día que por fin les dieron las llaves.
—Quédate aquí con nosotros, Chris —había dicho ella entre risas bajo los rayos de un sol de primavera—. Hay sitio de sobra. Quédate todo lo que quieras.
Pero no lo hizo. Se excusó diciendo que tenía mucho trabajo y voló de vuelta a Londres la tarde siguiente. Aquellos dos días que pasó con ellos en Italia habían reavivado sus sentimientos hacia Jackie, algo que realmente creía haber superado, sentimientos que sabía que eran una traición tanto para Mark como para Ángela.
Bronson hizo un esfuerzo por volver a la realidad, y apuró su café, haciendo muecas mientras degustaba los posos. Luego se reclinó en su asiento, y en un repentino arrebato de pesimista introspección, se planteó seriamente si su vida podía hacer cualquier otra cosa que no fuera mejorar.
Para su eterno pesar, Jackie estaba ahora muerta, se había ido. Mark estaba destrozado, aunque Bronson sabía que era lo suficientemente fuer te como para salir adelante, y Ángela apenas le hablaba. No estaba seguro de seguir teniendo trabajo y, por algún motivo que aún no había logrado entender, se había visto envuelto en un conflicto con una banda de italianos armados por un par de inscripciones antiguas y polvorientas. En lo que respecta a la mediana edad, podía afirmar tranquilamente que cumplía con todos los requisitos del manual. Y él ni siquiera era de mediana edad. O, bueno, no del todo.
Tres cuartos de hora después volvió al despacho de Goldman.
Si Bronson tenía la esperanza de obtener una pista que les condujera a la sección que faltaba de la primera piedra escrita, o incluso una descripción por escrito de su contenido, sufrió una enorme decepción. Los versos que Goldman le había entregado no eran más que una divagación sin sentido:
GB'PS'DDDBE
De la segura montaña la verdad descendió
abandonada por todos salvo los bondadosos
las llamas purificadoras acallan solo carne
y los espíritus puros vuelan alto por encima de la pira
la verdad como las piedras siempre perdurará
aquí roble y olmo divisan la huella
está por encima y por debajo
la palabra alcanza la perfección
dentro del cáliz todo es la nada
y resulta atroz de contemplar