—Pierro.
—Mandino. ¿Ha tenido suerte con el diagrama?
—Todavía no, pero estoy seguro de que con un poco de tiempo podremos...
—No disponemos de tiempo —dijo Mandino con brusquedad—. Acabo de enterarme de que Bronson ha alquilado un todoterreno en un taller al este de Roma, y eso podría significar que ya ha descifrado el diagrama. ¿Dónde ha estado buscando?
—Sobre todo por el norte de la ciudad, porque creo que Marcelo tenía propiedades por esa zona.
—Me da la impresión de que Bronson ha sido mejor que usted en esto, Pierro, y se supone que usted es el experto. Le sugiero que comience a buscar algún lugar al este de Roma, y rápido. Si Bronson encuentra la tumba antes que nosotros, me sentiré muy contrariado, y realmente usted no quiere que ocurra eso. Ya sabe lo que está en juego.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Bronson, mientras Ángela recorría el camino de hierba en su dirección.
Llevaban buscando aproximadamente dos horas y no habían encontrado nada, aparte de un puñado de cartuchos de escopeta usados. Al principio observaron juntos, siguiendo una cuadrícula lógica, pero luego se separaron a fin de cubrir más terreno.
—Solo tierra —respondió Ángela—. Estoy harta, hambrienta y sedienta. Voy a tomarme un respiro.
Los dos descendieron por la ladera en dirección al Toyota. Bronson abrió las puertas y encendió el motor para recibir el agradable frescor del aire acondicionado. Ángela sacó los paquetes con los bocadillos y se los pasó a Bronson para que eligiera uno.
—Me tomaré el de ensalada de pollo —dijo él, y le quitó el celofán.
—¿Estás seguro de que nos encontramos en el lugar correcto? —preguntó Ángela, mientras quitaba el envoltorio a un bocadillo de jamón y miraba con cierta incertidumbre la rosada carne de su interior.
—Sinceramente, no. El punto del diagrama del skyphos debe cubrir un territorio bastante extenso. Si alguien hubiera inventado la brújula y se la hubiera entregado a Marcelo para que se orientara, habría sido mucho más sencillo. Pero así, estamos dando palos de ciego.
—¿Realmente tienes la esperanza de que haya dejado algún tipo de indicador para poder encontrar de nuevo la ubicación exacta, en caso necesario? —dijo Ángela—. Todos estos acantilados y laderas me parecen muy similares.
—¿Qué tipo de indicador?
—No lo sé, una flecha tallada en una roca, algo así.
—Puede que lo hiciera —comentó Bronson—, pero la marca puede haberse erosionado con el paso de los siglos.
—Eso es muy alentador. Gracias.
—Vamos a beber algo —sugirió Bronson—, y luego volvemos a intentarlo.
Tres horas más tarde continuaban su búsqueda. Habían rastreado la meseta de un extremo al otro. Bronson había subido a la cima de la ladera y la había comprobado (pero no había encontrado nada) mientras que Ángela había trepado por los montones de rocas irregulares que delimitaban el perímetro de la meseta.
Bronson estaba dispuesto a abandonar y a dirigirse de vuelta al todoterreno cuando de repente Ángela lo llamó.
—¿Qué pasa?
Bronson se aproximó al lugar en el que ella estaba de pie, situado junto al acantilado bajo que indicaba el borde superior de la meseta y un pequeño sendero a la izquierda de donde habían pasado la mayoría del tiempo buscando. A unos cinco pies por encima del suelo, Bronson pudo ver algo que parecía ser una pequeña letra «V» sobre una roca, de unos cinco centímetros de altura, pero tan desgastada y erosionada que tuvieron que recorrer la hendidura con los dedos para asegurarse de que sus ojos no les engañaban.
—¿Lo sientes? —preguntó Ángela.
—Creo que sí, sí—dijo Bronson—, pero se puede tratar de una «V» o de lo que haya quedado de la letra «M» o de la «W», o incluso de una flecha boca abajo, ¿no crees? Está tan erosionada que podía ser cualquier cosa.
Ángela recorrió con los dedos los dos lados de la hendidura.
—No noto ninguna otra letra —dijo ella.
—Puede que no haya ninguna más —sugirió Bronson—, y supongo que es más probable que corresponda a una «V». Marcelo no habría deseado que alguien encontrara esto por casualidad, por lo que el indicador que dejara debió de haber sido bastante discreto. Tampoco habría querido que aparecieran sus iniciales sobre la piedra, y para mí tiene sentido que utilizara una simple «V» para vanidici.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ángela.
Bronson señaló la base de la roca que tenían enfrente, donde había un revoltijo de rocas que obviamente habían permanecido intactas durante años, probablemente siglos.
—Vamos a averiguar qué hay debajo de ese montón —dijo él—. Espérate aquí, voy a traer el todoterreno.
Se dirigió al Toyota, encendió el motor y dio marcha atrás hasta colocarse lo más cerca posible de la pared de la roca. Abrió la puerta trasera y sacó la palanca, luego introdujo la punta por detrás de una de las rocas de menor tamaño de la parte superior del montón y la retiró haciendo palanca. Cayó al suelo con un satisfactorio estrépito.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó Ángela.
—No —dijo Bronson con un gruñido—, porque estas malditas rocas son muy pesadas, y lo único que puedo hacer es desplazarlas. Pero puede que sea una buena idea que hagas fotografías cada vez que logre mover un par, solo para documentar la escena.
Ángela se dirigió al Toyota para coger una botella de agua y la cámara digital, y Bronson soltó otra roca de la parte superior del montón. Cuando se desprendió, se quedó mirando con incredulidad la piedra que había detrás.
—Ángela —dijo, con un tono de voz ligeramente tenso.
—¿Qué?
—Olvídate del agua —dijo él—, y trae la cámara ahora mismo. Lo hemos encontrado.
Talladas en la roca que había detrás de la que acababa de mover se encontraban tres letras en mayúscula, que habían permanecido protegidas frente a la erosión por las piedras que las habían cubierto durante siglos, y que se conservaban tan claras y nítidas como el día en el que fueron talladas: «H*V*L».
—«Hic vanidici latitant.» Aquí yacen los mentirosos —susurró Bronson en voz baja.
Durante los siguientes diez minutos movieron todas las rocas, con la excepción de tres situadas en la base que eran sencillamente demasiado grandes como para moverlas sin que las arrastrara el Toyota con una cadena o un cable de acero. Detrás de ellas, una piedra plana y casi circular, obviamente trabajada y con visibles marcas de cincel, reposaba contra la pared de la roca. Alrededor de su borde, había una especie de argamasa que se había utilizado en un intento por sellar la cavidad.
—Esto es sencillamente increíble —dijo Ángela suspirando—. Parece que Jeremy estaba equivocado. Nadie se tomaría todas estas molestias solo para enterrar unos libros. Más bien parece una tumba.
—Incluso intentaron sellar la entrada —dijo Bronson.
—Probablemente fuera una medida de precaución frente a los carroñeros, por si Nerón necesitaba recuperar los cuerpos enterrados. No habría deseado volver a destaparlo para descubrir que zorros u otros animales se habían comido los restos.
—¿Y por qué demonios iba a necesitar recuperar un cadáver?
—Ah, por varios motivos —dijo Ángela—. El más evidente sería una forma de robo legal.
—¿Se robaban cadáveres? —preguntó Bronson, mientras utilizaba el martillo y el cincel para quitar la argamasa de los bordes de la roca, que había sido utilizada a modo de sello.
—Era algo más sutil que eso. En el pasado, algunos delitos, entre los que cabe destacar la traición y la brujería, implicaban castigos mucho más severos que la mera muerte. Si un individuo era declarado culpable, todos sus bienes pasaban a ser propiedad del soberano. Existen bastantes casos registrados en los que los cadáveres eran desenterrados, vestidos con ropa limpia y sentados en un tribunal para ser juzgados por este tipo de delitos, solo porque el soberano en el poder ansiaba sus tierras. Y, por razones evidentes, el acusado no podía hablar en su defensa, por lo que el veredicto solía ser una conclusión prevista.
—Qué extraño.
—Sí, ese puede ser un calificativo. ¿Qué tal lo llevas?
—He retirado la argamasa —dijo Bronson—, así que ahora podré moverla.
Deslizó la punta de la palanca por detrás de la parte superior de la piedra y la levantó. Se oyó un crujido, y la parte superior de la roca plana se desplazó unos cinco centímetros de la pared del acantilado.
—Eso ha logrado romper el sello —dijo Bronson—, pero voy a tener que utilizar el Toyota para apartarla del camino. Es demasiado pesada como para moverla yo solo.
Se dirigió al Toyota y volvió al poco rato con el cable de remolque de alta resistencia. Utilizó la palanca para alejar la roca del acantilado, para poder así dejar caer el cable por detrás de ella, aseguró el gancho y luego ató el otro extremo al enganche de remolque del todoterreno.
—Mantente alejada —le ordenó a Ángela—, por si el cable se parte. De hecho, será mejor que te metas conmigo en el coche.
Arrancó el Toyota y avanzó lentamente hasta tensar el cable, y luego comenzó a aumentar la tensión a un ritmo constante. Durante algunos segundos no ocurrió nada, excepto que el ruido del diésel del Toyota se convirtió en un rugido, y más tarde el vehículo empezó a avanzar dando bandazos.
—Esto debe de haber sido suficiente —dijo Bronson. Apagó el motor y salió del vehículo.
Pero cuando miraron por detrás del todoterreno, quedó claro que no lo había sido. El cable de remolque se había partido en dos justo detrás del enganche del remolque del todoterreno, y cuando volvieron a la pared de la roca, comprobaron que la piedra redonda apenas se había movido.
—Mierda. Tenía que haber traído un cable de acero. No sé cómo vamos a mover eso.
—Quizá debiéramos haber alquilado un Toyota equipado con un torno —dijo Ángela, mirando a la piedra—. Espera un segundo, Marcelo no disponía de cables de acero ni de un motor turbodiesel aquí arriba, ¿verdad? Sin embargo, tuvo que ser capaz de volver a entrar a la tumba.
—Se supone que sí. ¿Qué quieres decir entonces?
—Por eso el sello de piedra es redondo. Has intentado arrastrarla al peso, pero creo que deberíamos ser capaces de hacerla rodar de lado.
—Eres un genio —dijo Bronson. Se puso en cuclillas junto a la piedra y empezó a limpiar la tierra y los escombros. Luego volvió a levantarse.
—Bingo —dijo él—. Hay una especie de corte en canal en esta roca, una especie de surco para hacer rodar la piedra.
Bronson trepó por las rocas hacia el otro lado de la piedra, clavó la palanca en su base y la levantó. Con una facilidad sorprendente, la piedra se movió ligeramente, rodando unos cinco centímetros.
—Sigue —dijo Ángela animándolo.
Bronson volvió a tirar con gran esfuerzo y la piedra rodó aproximadamente un metro, de forma que ambos pudieron ver lo que había exactamente detrás de ella. Ahora había quedado al descubierto la entrada a una pequeña cueva, cuya apertura era demasiado lisa y regular como para ser natural. Aunque habían logrado retirar el sello de piedra con éxito, tres rocas grandes parecían seguir obstruyendo la entrada.
—No puedes mover esas piedras tan grandes —afirmó Ángela.
—No fácilmente, y puede que no del todo —dijo Bronson—, pero creo que puedo entrar a gatas a través del hueco.
—¿Y si el techo se hunde cuando estés en su interior?
—Ángela, esta cueva ha permanecido intacta durante los últimos dos mil años, así que si se mantiene igual durante diez minutos más, no correré ningún peligro.
—Bueno, pero ten cuidado.
—Siempre lo tengo. Pásame la linterna y la cámara, por favor.
Bronson se metió la cámara en el bolsillo y encendió la linterna dentro de la cavidad.
—¿Ves algo? —preguntó Ángela.
—No mucho. Tendré que meterme del todo.
Bronson se tumbó sobre el estómago, sujetó la linterna enfrente de él, y entró en la cueva arrastrándose lentamente.
La pequeña caverna tenía una longitud de unos tres metros, una anchura aproximada de dos metros, y un techo abovedado de alrededor de un metro en el centro que se estrechaba hasta un poco más de la mitad en los lados. Bronson se agachó y miró a su alrededor, apuntando con la linterna a los muros de piedra toscamente labrados y al polvoriento suelo.
Quedó claro de inmediato que Ángela tenía razón: los «mentirosos» no eran libros ni documentos. A ambos lados de la cueva yacían dos esqueletos, los dos obviamente muy antiguos y tremendamente frágiles. Diminutos pedacitos de ropa tejida toscamente continuaban aferrados a algunos de los huesos. El cráneo de uno de los esqueletos se encontraba a aproximadamente medio metro de las vértebras del cuello.
—¿Qué pasa? —dijo Ángela.
—Espera —dijo Bronson, incapaz de hablar por unos segundos. Se sentía abrumado por la increíble sensación de antigüedad, del paso del tiempo. Salió y tocó las marcas de cincel situadas en las paredes de piedra. Estaban tan nítidas y claras como si se hubieran tallado el día anterior, aunque sabía que el mampostero debía de llevar muerto dos mil años.
Olisqueó el aire. Ligeramente parecido al de una iglesia o una catedral, la cueva tenía un olor a humedad, cubierto por un ligero toque de olor a setas. Setas realmente antiguas.
Y entonces bajó la mirada hacia los dos patéticos montones de huesos, sintiendo que se le ponían de punta los pelos de la nuca.
—Aquí dentro hay dos esqueletos —dijo, mientras observaba detenidamente el cráneo separado del cuello—. Son solo polvo y huesos, y realmente antiguos. Pero no creo que ninguno de los dos muriera de vejez.
—¿Quieres decir que fueron asesinados? ¿Cómo lo sabes?
—Espera mientras tomo algunas fotografías. No me atrevo a tocarlos, es probable que se desmenucen y se queden en nada.
Bronson colocó la linterna en una roca para que su luz iluminara el prolongado eje de la cueva y empezó a realizar fotografías del interior de la cavidad. Comenzó con una vista panorámica de la estructura completa, fotografiando el suelo, el techo, las paredes y la entrada, antes de ocuparse de los restos de los cuerpos. Tomó varias de cada uno, primero del esqueleto completo y luego numerosos primeros planos, concentrándose en el cráneo y en los huesos del cuello, y en particular en una vértebra claramente rota del primer esqueleto. Con el segundo, tomó varias fotografías de los huesos de la muñeca y del tobillo, donde aún sé podían ver los restos de clavos oxidados.