El primer hombre de Roma (54 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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No obstante, nada estipulaba que hubiese que volver al paso al campamento después de que pastasen los animales. Por consiguiente, Publio Vagienio hizo unas modificaciones en su programa. Como montaba a pelo y sin brida —sólo un necio habría dejado silla y brida todo el día en pleno campo—, tomó la costumbre de colgarse una bolsa de agua al hombro y un zurrón con comida a la cintura cuando salía del campamento. Luego, tras soltar a los dos animales cerca de las laderas del monte de la fortaleza, se retiraba a la sombra a dejar pasar el día.

En su cuarto viaje colocó tranquilamente la cantimplora y el zurrón en un declive entre peñascos, lleno de fragantes flores, se acomodó en una hondonada, cerró los ojos y se adormeció. En ese momento sopló una ráfaga de viento procedente de la montaña, de un fuerte olor muy curioso. Un olor que a Publio Vagienio le hizo abrir los ojos, excitado, e incorporarse de un salto. Porque era un olor que él conocía: caracoles. ¡Caracoles grandes, gordos, dulces, suculentos, pura ambrosía!

En los Alpes costeros de Liguria y en los todavía más altos allende aquéllos —que era la tierra de origen de Publio Vagienio— había caracoles. Los había comido desde pequeño, y gracias a los caracoles se había acostumbrado a echar ajo a todo lo que comía. Publio Vagienio era un avezado gastrónomo de caracoles, soñaba criarlos algún día para comercializarlos, e incluso llegar a criar una nueva especie. Hay quien tiene olfato para los vinos, otros para los perfumes, pero Publio Vagienio tenía olfato para los caracoles. Y aquel aroma de caracoles que traía el viento procedente del monte de la fortaleza le decía que allí arriba había caracoles de una exquisitez sin igual.

Con la diligencia del cerdo que sigue un rastro de trufas, se dispuso a responder al estímulo de su sentido olfatorio, ascendiendo por la falda de aquella altura hasta la colonia de caracoles. Desde que había llegado a Africa en septiembre del año anterior con Lucio Cornelio Sila, no había probado un solo caracol. Los caracoles africanos tenían fama en todo el orbe, pero él no había logrado descubrir dónde anidaban, y los que llegaban a Utica y Cirta iban directamente a la mesa de los tribunos y legados, si es que no iban directamente a Roma.

Otra persona sin tanto acicate no habría dado con aquella fumarola de vapores volcánicos hacía tiempo extinguidos, porque se encontraba tras un muro de basalto, aparentemente compacto, formado por enormes cristales a guisa de columnas; pero Publio Vagienio, con la nariz baja, siguió el rastro hasta descubrir una gran chimenea en un punto disimulado por un efecto óptico. En el transcurso de millones de años de inactividad, el viento había llenado de polvo la abertura a ras del terreno y éste se acumulaba a gran altura contra la pared, pero aún quedaba sitio para acceder al interior de la cavidad. Tendría unos siete metros de ancho y tal vez setenta y cinco hasta lo alto, por donde asomaba un pedazo de cielo. Era de paredes verticales, que a cualquiera le habrían parecido inaccesibles, pero Publio Vagienio era un buen escalador, además de un goloso de caracoles que seguía el rastro de una delicia gustatoria inenarrable. Y se puso a escalar la fumarola, con dificultad, si, pero sin correr el menor riesgo de despeñarse.

Al coronarla, salió a una plataforma herbosa de unos treinta metros de largo y quince de ancho en el punto máximo de su proyección, que era donde terminaba la chimenea. Como el paraje estaba situado en la cara norte del escabroso promontorio volcánico —que era en realidad el resto erosionado de la erupción de lava, pues la montaña externa había desaparecido muchos eones atrás—, la cornisa se hallaba constantemente humedecida por filtraciones, algunas de las cuales chorreaban por el borde de la fumarola, aunque la mayor parte escurría rocas abajo por una fisura que había en la plataforma, dominada casi toda ella por un risco de más de cien metros. Y ese acantilado que la dominaba tenía en su base una concavidad llena de filtraciones con una espesa cortina de helechos, musgo, plantas muscíneas y juncos; había una zona en que se filtraba tanta agua de la roca por la enorme presión de la montaña, que brotaba un pequeño riachuelo que salpicaba en su descenso y discurría con las otras filtraciones hasta el borde de la cornisa. Era evidente que por eso los pastos por aquel lado de la llanura eran de hierba más tierna.

La gran concavidad había sido antaño un depósito de musgos, que penetraba en profundidad en el hueco del tapón volcánico, acumulaba agua y emergía a la superficie, donde lo erosionaban fuertemente los vientos y las heladas. Algún día, se dijo el experto montañero Publio Vagienio, aquel imponente muro de basalto quedaría tan socavado que se desplomaría, sepultando la concavidad, la cornisa y la vieja chimenea volcánica.

La gran concavidad era un criadero de caracoles por su filtración incesante, que en aquella tierra tan seca producía una bolsa de aire húmedo llena de gran cantidad de humus y diminutos insectos, tan codiciados por los caracoles, siempre en sombra, y protegida de los vientos por el farallón que, en dos tercios de la longitud de la cornisa, se alzaba sobre ella en forma convexa desviando los vientos.

Aquello apestaba a caracoles, pero a unos caracoles que Publio Vagienio no conocía, según su nariz. Cuando por fin vio uno, tuvo que contener un grito. ¡El caparazón era tan grande como la palma de la mano! Y en seguida vio docenas, cientos de ellos; el más pequeño con un caparazón tan largo como su dedo índice y algunos más largos que la mano abierta. Sin dar crédito a lo que veía, trepó a la concavidad, explorándola lleno de asombro, y llegó hasta su extremo, donde encontró una auténtica pista ascendente de caracoles que no acababa.

La pista llegaba a una grieta que daba paso a una concavidad más estrecha llena de helechos. Cada vez había más caracoles. Y de pronto se encontró al otro extremo del muro extraplomado, vio que tendría más de treinta metros escalables y siguió trepando hasta que, al coronarlo, se tropezó con un caracol gigante: la lava seca y erosionada del tapón de lava en la cima del extraplomo. Aterrado, contuvo un grito, y se escondió sin perder tiempo tras una roca. A menos de doscientos metros sobre su cabeza estaba la fortaleza. La pendiente era tan suave que habría podido subirla sin ningún cayado con pincho; y la muralla de la fortaleza era tan baja que habría podido saltarla sin necesidad de que le empujasen desde abajo.

Publio Vagienio volvió sobre sus pasos por la pista de caracoles, llegó a la parte baja de la concavidad y recogió media docena de los caracoles más gordos, que envolvió en unas hojas húmedas y se guardó entre pecho y túnica. Después, acometió el dificil descenso, con el impedimento de su preciosa carga, pero estimulado por ella y haciendo proezas de escalada. Finalmente llegó a la hondonada florida.

Un buen trago de agua y se sintió mejor. Los caracoles estaban bien, pegajosos y vivos. Como no pensaba compartirlos con nadie, los metió en el zurrón con las hojas y unos puñados de humus más seco recogido en la hondonada, que mojó con agua de la bota. Ató bien el zurrón para que no se escapasen y lo dejó a la sombra.

Al día siguiente cenó como un rey, pues se trajo la cazuela para cocer dos de sus presas, acompañándolas con ajo. ¡Qué caracoles! Estaba claro que el tamaño en nada influye para que los caracoles estén duros; al contrario, lo que hace es dotarlos de otros sabrosos matices y procurar más carne para comer sin necesidad de hurgar tanto.

Durante seis días la cena consistió en un par de caracoles, y efectuó otro viaje a la fumarola para coger otra media docena. Pero el séptimo día su conciencia comenzó a remorderle. De haber sido otra persona con mayor capacidad de análisis, habría constatado que aquel aguijoneo interno aumentaba en proporción aritmética a los retortijones provocados por el hartón de caracoles. Al principio pensó que era un mentula egoísta por guardarse los caracoles sólo para él, cuando tenía buenos amigos en su escuadrón. Luego dio en pensar en la circunstancia de haber descubierto una vía de escalada a la montaña.

Tres días más estuvo luchando con su conciencia, pero, finalmente, sufrió un ataque de gastritis que casi acaba con su afición por los caracoles y que incluso le hizo desear no haberlos probado. Eso le decidió.

No se entretuvo en informar al jefe del escuadrón; fue directamente a la cúspide.

La tienda del general, con su bandera, estaba situada aproximadamente en el centro del campamento, junto a la intersección de la vía praetoria, que unía la puerta principal con la trasera, y la vía principalis, que unía las dos puertas laterales; a ambos lados había una explanada para las asambleas. Allí, en una estructura de recias pieles, sostenidas por una armadura de madera, tenía Cayo Mario su puesto de mando y su cuartel; a la sombra de un toldo que se extendía ante la entrada principal había una mesa y una silla, ocupadas por el tribuno militar del día, cuyo cometido era cribar a los que deseaban ver al general y hacer llegar a su destino las diversas órdenes. Había, a ambos lados de la puerta, dos centinelas en posición de descanso pero vigilantes, aliviados en la monotonía del servicio por la circunstancia de que podían escuchar lo que hablaba el tribuno con los visitantes que acudían a la tienda.

Estaba de servicio Quinto Sertorio y lo hacía con gran placer. Le gustaba aquello de resolver problemas de abastecimiento, disciplina, moral y atender a los que solicitaban algo, y le encantaban las tareas cada vez más difíciles e importantes que le encomendaba Mario. Si había un caso de culto a la personalidad, la palma se la llevaba Quinto Sertorio por su admiración hacia Mario, que para él representaba la encarnación perfecta del señor-soldado. Nada de lo que Cayo Mario le hubiese pedido le habría resultado desagradable a Quinto Sertorio, y, mientras que otros tribunos militares noveles detestaban estar de servicio en la tienda del general, a Quinto Sertorio le encantaba.

Cuando el ligur de las tropas auxiliares de caballería llegó hasta su mesa con el paso característico de los que se pasan la vida montados con las piernas colgando, Quinto Sertorio le miró con curiosidad. Era un individuo de aspecto poco atractivo y tenía una cara que únicamente podía haber parecido agradable a su madre, pero llevaba bien ajustada la cota de mallas, lucía en las botas ligures de montar de suela blanda unas relucientes espuelas y sus polainas de cuero estaban bastante limpias. Era de esperar que oliese un poco a caballo, porque era un aroma que impregnaba a todo el ejército y no había nada que hacer por mucho que se bañaran o lavaran la ropa.

Dos pares de ojos que se observan mutuamente, complacidos.

Ninguna condecoración, pensó Quinto Sertorio; pero tampoco la caballería había realizado acción alguna.

Joven para ese cargo, pensó Publio Vagienio, pero tiene un aspecto militar como he visto en pocos de estos romanos andarines, que no saben nada de caballos.

—Se presenta Publio Vagienio, del escuadrón ligur de caballería. Querría ver a Cayo Mario.

—¿Grado? —inquirió Quinto Sertorio.

—Soldado de caballería.

—¿Qué deseas?

—Es un asunto privado.

—El general —replicó Quinto Sertorio con una sonrisa— no suele recibir a soldados rasos auxiliares de caballería, y más cuando no vienen acompañados por su tribuno. ¿Dónde está el tuyo?

—Él no sabe que he venido —respondió Publio Vagienio, con cara de terco—. Es un asunto privado.

—Cayo Mario está muy ocupado.

Publio Vagienio apoyó las manos en la mesa y se inclinó sobre el tribuno, casi asfixiándole con el olor a ajo.

—Mirad, joven, decidle a Cayo Mario que tengo una propuesta que le interesará mucho, pero no pienso decírsela a nadie más que a él. Nada más.

Sin alterar la mirada ni la expresión y conteniendo las ganas de reír, Quinto Sertorio se levantó.

—Espera ahí, soldado —dijo.

El interior de la tienda estaba dividido en dos zonas por una partición de piel con una raja en el centro. La sección más interior constituía la vivienda de Mario y la más externa hacía las veces de despacho. Esta primera sección era, con mucho, la más grande y en ella había una serie de sillas y mesas plegables, cartapacios con mapas, maquetas de obras de asedio realizadas por los zapadores, basándose en la montaña del Muluya, y anaqueles portátiles con casilleros llenos de documentos, rollos, libros y papeles.

Cayo Mario estaba sentado en su silla curul de marfil a un lado de la gran mesa plegable a modo de escritorio, con su legado Aulo Manlio al otro lado y su cuestor Lucio Cornelio Sila en medio. Era evidente que estaban ocupados en la tarea que más detestaban, pero tan cara a los burócratas encargados del Tesoro: los libros de contabilidad. Quinto Sertorio advirtió en seguida que era una reunión preliminar, pues de haber sido una sesión oficial habrían estado acompañados de los funcionarios y escribas.

—Cayo Mario, perdonad que os interrumpa —dijo Sertorio con cierta timidez.

Algo en su tono hizo que los tres hombres alzaran la vista para mirarle.

—Estás perdonado, Quinto Sertorio. ¿Qué hay? —dijo Mario, sonriendo.

—Es que no sé si os hará perder el tiempo, pero hay un soldado de la caballería ligur que insiste en veros y no quiere decir para qué.

—Un soldado ligur de caballería —repitió Mario, despacio—. ¿Y qué dice su tribuno?

—Es que no ha consultado con el tribuno.

—Ah, es un asunto secreto, ¿eh? —añadió Mario, mirando sagazmente a Sertorio—. ¿Y por qué tengo que recibirle, Quinto Sertorio?

—Si pudiera contestaros desempeñaría mucho mejor mi trabajo —respondió Sertorio sonriendo—. De verdad que no lo sé, pero tengo la impresión, aun a riesgo de equivocarme, de que deberíais recibirle, Cayo Mario. Es una impresión.

—Que pase —dijo Mario, dejando un papel que tenía en la mano.

El verse ante el estado mayor no hizo mella alguna en la seguridad de Publio Vagienio, que se cuadró parpadeando bajo la luz más tenue de la tienda, sin mostrar ninguna intimidación.

—El soldado Publio Vagienio —dijo Sertorio, disponiéndose a marchar.

—Quédate, Quinto Sertorio —dijo Mario—. Bien, Publio Vagienio, ¿qué quieres decirme?

—Muchas cosas —respondió el ligur.

—¡Pues dilo, hombre!

—¡En seguida, en seguida! —replicó Publio Vagienio sin acobardarse—. Primero voy a exponeros mi caso. ¿Os digo la información o mi propuesta de negocio?

—¿Tiene que ver una cosa con la otra? —inquirió Aulo Manlio.

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