El primer hombre de Roma

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Collen McCullough nos traslada a los primeros siglos de la civilización occidental y traza un espléndido cuadro de la Roma republicana. La historia se inicia con dos grandes ambiciosos cuyo único y decidido objetivo es llegar a ser el primer hombre de Roma: Mario y Sila. Uno es un plebeyo de mediana edad, enardecido por la comfianza en sus dotes y el enriquecimiento que ha logrado. El otro, un joven y apuesto aristócrata corrompido por la pobreza. Aquél, un militar disciplinado y soberbio, y éste, un desvergonzado epicúreo. Mario se casa por interés para favorecer su carrera política. Sila, por amor. Ambos luchan por el poder y la gloria.

Colleen McCullough

El primer hombre de Roma

Saga Roma / 1

ePUB v1.4

Batera
21.05.11

Título original: The first man in Rome

© Colleen McCullough, 1990

© por la traducción, Francisco Martín, 1994

© Editorial Planeta S. A., 1999

Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España)

ISBN: 84-08-02400-0

A mi buen amigo Frederick T. Mason,

magnífico colega e inmejorable persona,

con cariño y gratitud.

PERSONAJES PRINCIPALES

CEPIO

Quinto Servilio Cepio, cónsul en 106 a. JC.

Quinto Servilio Cepio, su hijo

Servilia Cepionis, su hija

 

CÉSAR

Cayo Julio César, senador

Marcia de los Marcii Reges, su esposa y madre de:

Sexto Julio César, hijo mayor

Cayo Julio César, hijo menor

Julia Maior (Julia), hija mayor

Julia Minor (Julilla), hija menor

 

COTA

Marco Aurelio Cota, pretor (datos desconocidos)

Rutilia, su esposa; primer marido: su hermano Lucio Aurelio

Cota, cónsul en 118 a. JC. (murió poco después)

Aurelia, su hijastra y sobrina

Lucio Aurelio Cota, su hijastro y sobrino

Cayo, Marco y Lucio Aurelio Cota, sus hijos con Rutilia

 

DECUMIO

Lucio Decumio, encargado de un "colegio" en una encrucijada

 

DRUSO

Marco Livio Druso Censor, cónsul en 112 a. JC., censor en 109 a. JC. (murió ocupando el cargo)

Cornelia Escipión, su esposa separada, madre de:

Marco Livio Druso, hijo mayor

Mamerco Emilio Lépido Liviano, hijo menor, adoptado de pequeño

Livia Drusa, su hija

 

GLAUCIA

Cayo Servilio Glaucia, tribuno de la plebe en 102 a. JC., pretor en 100 a. JC.

 

YUGURTA

Yugurta, rey de Numidia, hijo bastardo de Mastanábal

Bomílcar, su hermanastro, barón

 

MARIO

Cayo Mario

Grania de Puteoli, su primera esposa

Marta de Siria, vidente

 

METELO

Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, cónsul en 119 a. JC., hermano mayor de:

Quinto Cecilio Metelo, el Numídico, cónsul en 109 a. JC., censor en 102 a. JC.

Quinto Cecilio Metelo Pío, hijo del Numídico

Cecilia Metela Dalmática, sobrina y pupila del Numidico, hija de Dalmático

 

RUTILIO RUFO

Publio Rutilio Rufo, cónsul en 105 a. JC.

Livia de los Drusos, su difunta esposa, hermana de Marco Livio Druso Censor

Rutilia de los Rufos, su hermana, viuda de Lucio Aurelio Cota y esposa de Marco Aurelio Cota

 

SATURNINO

Lucio Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe en 103 y 100 a. JC.

 

ESCAURO

Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, cónsul en 115 a. JC., censor en 109 a. JC.

Marco Emilio Escauro, hijo de su primera esposa

Cecilia Metela Dalmática, su segunda esposa y madre de:

Emilia Escaura

 

SERTORIO

Quinto Sertorio, cadete y tribuno militar

Ría de los Marios, su madre y prima de Cayo Mario

 

SILA

Lucio Cornelio Sila, cuestor en 107 a. JC., legado

Clitumna de Umbría, su madrastra, tía de Lucio Cavio Stichus

Nicopolis, esclava liberta, su querida

Metrobio, adolescente actor de comedias

El primer año (110 a. JC.)
EN EL CONSULADO DE MARCO MINUCIO RUFO Y ESPURIO POSTUMIO ALBINO

 

N
o teniendo ningún compromiso personal con los dos nuevos cónsules, Cayo Julio César y sus hijos se limitaron a unirse al cortejo que se iniciaba muy cerca de su casa; era el séquito del primer cónsul Marco Minucio Rufo. Los dos cónsules vivían en el Palatino, pero la casa del segundo cónsul, Espurio Postumio Albino, se hallaba en una zona más elegante. Corría el rumor de que las deudas de Albino alcanzaban magnitudes astronómicas. Nada extraño, pues era el precio del consulado.

No es que a Cayo Julio César le preocupasen las portentosas deudas contraídas en aquel ascenso político, ni parecía probable que sus hijos tuviesen que preocuparse por ello. Hacía cuatrocientos años que un Julio había ocupado la marfileña silla curul, cuatro siglos desde que un Julio había sido capaz de reunir una suma equivalente. Y la familia de los Julios era tan fulgurante, tan augusta, que las oportunidades de llenar sus arcas se habían sucedido de generación en generación, y, sin embargo, cada siglo que transcurría, los Julios se veían cada vez más pobres. ¿Cónsul? ¡Imposible! ¿Pretor, magistratura inmediatamente inferior en la jerarquía? ¡Imposible! No, un modesto y tranquilo puesto en los bancos traseros del Senado era el legado de un Julio de los tiempos que corrían, incluidos los de la rama de la familia llamada César por su profusa cabellera.

Así pues, la toga que el criado personal de Cayo Julio César le plegaba sobre el hombro izquierdo, el tronco y le disponía sobre el brazo izquierdo, era la toga blanca común de quien nunca había aspirado al alto cargo de la silla curul. Sólo sus zapatos rojo carmesí, su anillo senatorial de hierro y la banda roja de doce centímetros sobre el hombro derecho de su túnica diferenciaban su atuendo del de sus hijos Sexto y Cayo, que llevaban zapatos corrientes, un simple sello a guisa de anillo y la estrecha franja roja de caballero en la túnica.

A pesar de que aún no había amanecido, la jornada comenzaba con ciertas ceremonias: una breve plegaria con ofrenda de tortas saladas ante el altar de los dioses en el atríum de la casa, y luego, cuando el criado de servicio en la puerta anunciase que se veían antorchas bajando por la colina, una reverencia a Jano Patulcio, el dios que propiciaba la buena apertura de una puerta.

Padre e hijos salieron al callejón adoquinado para separarse; mientras los dos jóvenes se unían a las filas de los caballeros que precedían al primer cónsul, Cayo Julio César aguardaría a que pasase el propio Marco Minucio Rufo con sus lictores para incorporarse al grupo de senadores que le seguían.

 

Marcia musitó una plegaria al dios Jano Clusivio, guardián de las puertas que se cierran, para despedir a los criados y asignarles otras tareas. Tras la marcha de los hombres, ella tenía que ocuparse de su propia excursión. ¿Dónde estaban las niñas? Unas risas le dieron la respuesta; procedían de la reducida sala de estar, feudo de las muchachas. Allí estaban sus risueñas hijas, las dos Julias, desayunando rebanadas de pan untadas con miel. ¡Qué encantadoras eran!

Siempre se había dicho que todas las Julias que nacían eran un tesoro por tener el peculiar y afortunado don de hacer felices a sus maridos. Y aquellas dos Julias esperaban impacientes cumplir la tradición familiar.

Julia Maior —a quien llamaban Julia— iba a cumplir dieciocho años. Alta y dotada de grave dignidad, tenía el pelo castaño leonado recogido en moño en la nuca, y sus grandes ojos grises escrutaban el mundo con plácida seriedad. Era una Julia apacible e intelectual.

Julia Minor —llamada Julilla— tenía dieciséis años y medio. Era el último fruto del matrimonio y no había sido muy bien recibida hasta que, ya crecida, su encanto había conquistado el blando corazón de sus padres y de los tres hijos anteriores. Tenía un rostro color miel, y cutis, pelo y ojos eran de una suave gradación ambarina. Por supuesto, las risas eran de Julilla. Ella reía por todo. Era una Julia nerviosa y casquivana.

—¿Estáis listas, niñas? —inquirió la madre.

Se apresuraron a dar los últimos bocados al pegajoso pan, lavaron delicadamente sus dedos en un cuenco de agua, los secaron con un paño y salieron del cuarto con Marcia.

—Hace frío —dijo su madre, cogiendo unas capas de lana que le ofrecía un criado. Unas capas pesadas y corrientes.

Las dos muchachas hicieron un gesto de desilusión pero no protestaron; se avinieron a abrigarse como gusanos de seda, asomando el rostro entre pliegues de lana. Abrigada de la misma guisa, Marcia formó al reducido séquito de hijas con escolta de criados y abandonó la casa.

Vivían en aquella modesta casa del Germalus inferior del Palatino desde los tiempos en que Sexto, el padre, se la había dejado a su hijo menor Cayo con 500 yugadas de buena tierra entre Bovillae y Aricia, legado suficiente para que Cayo y su familia tuvieran medios para mantener el escaño del Senado, aunque no, desgraciadamente, para ascender los peldaños del cursus honorum, la escala honorífica que llevaba al pretorado y al consulado.

Sexto había tenido dos hijos y no había dejado la herencia a uno solo; decisión un tanto egoísta, ya que implicaba que sus bienes —ya menguados, porque él también tenía un padre sentimental y un hermano menor a quien había que tener en cuenta— fuesen necesariamente divididos entre su hijo mayor Sexto y Cayo el menor. El resultado fue que ninguno de los dos pudieron aspirar al cursus honorum para llegar a ser pretor y cónsul.

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