Desde luego, si giraba noventa grados podía ver los farallones traseros del Capitolio y la parte posterior del imponente templo de Júpiter Optimus Maximus, en el que —como le aseguraban sus agentes— en aquel preciso momento celebraban los nuevos cónsules la primera reunión senatorial del año en que iban a desempeñar el cargo.
¿Cómo había que hacer los tratos con romanos? Si lo hubiera sabido no habría estado tan preocupado como necesariamente tenía que admitir que estaba.
Al principio había parecido bastante sencillo. Su abuelo era el gran Masinisa, artífice del reino de Numidia a partir de los despojos que Roma había dejado de la Cartago púnica a lo largo de dos mil millas de la costa del norte de Africa. Al principio, Masinisa había acaparado el poder con la explícita connivencia de Roma, pero después, cuando hubo alcanzado un gran poderío y el aire púnico de su administración comenzó a inquietar a los romanos, temerosos del resurgir de una nueva Cartago, Roma había cambiado un tanto de actitud. Afortunadamente para Numidia, Masinisa había muerto en el momento oportuno y, sabiendo perfectamente que a un rey poderoso siempre le sucede uno débil, había testado que Numidia fuese dividida por Escipión Emiliano entre sus tres hijos. ¡Era listo Escipión Emiliano! No dividió en tres partes el territorio de Numidia, sino que dividió las funciones reales de los tres herederos. Al mayor le encomendó la custodia del tesoro y los palacios, al mediano le nombró jefe guerrero de Numidia y al más joven le otorgó las funciones de la ley y la justicia. Lo cual significaba que el hijo que mandaba en el ejército no disponía de dinero para fomentar la rebelión, el hijo que disponía del dinero carecía de fuerzas para fomentarla, y el hijo que tenía la ley en su mano quedaba sin dinero ni ejército para pensar en ella.
De todos modos, antes de que el tiempo y el resentimiento acumulado hubieran fomentado la rebelión, los dos hijos menores murieron y quedó reinando sólo el mayor, Micipsa. Pero los dos hermanos difuntos habían dejado hijos que complicaban el futuro del reino: dos hijos legítimos y uno bastardo llamado Yugurta. Uno de ellos ascendería al trono a la muerte de Micipsa, pero ¿cuál de ellos? Después, ya con bastante edad, el propio Micipsa tuvo dos hijos, Adérbal y Hiémpsal, y con ello la corte se convirtió en un hervidero de rivalidades, dado que las edades de todos los posibles herederos seguían un orden totalmente inadecuado. Yugurta, el bastardo, era el mayor, y los hijos del rey en funciones eran unos niños.
Su abuelo Masinisa había repudiado a Yugurta, no tanto por ser bastardo, sino porque su madre era de la clase más baja del reino, una muchacha nómada beréber. Micipsa había heredado esa aversión de Masinisa hacia Yugurta, y al ver que éste se había convertido en un varón atractivo e inteligente, halló el medio de eliminar al pretendiente al trono de más edad. Escipión Emiliano había pedido a Numidia tropas auxiliares para cooperar en el sitio de Numancia, y lo que hizo Micipsa fue enviar la leva militar al mando de Yugurta, pensando que perecería en Hispania.
Pero no había sucedido nada de eso, sino que Yugurta cumplió en la guerra como un buen guerrero y además hizo buenos amigos entre los romanos, sobre todo dos, que serían sus más íntimos y preciados, que por entonces eran tribunos militares subalternos agregados al estado mayor de Escipión Emiliano, por nombres Cayo Mario y Publio Rutilio Rufo. Los tres tenían la misma edad, veintitrés años, y al final de la campaña, cuando Escipión Emiliano convocó a Yugurta a su tienda del puesto de mando para declamar una homilía a propósito de tratar honorablemente con Roma en lugar de con ningún romano en particular, Yugurta se las compuso para mantener un rostro imperturbable Pues si algo había aprendido por su contacto con los romanos durante el sitio de Numancia era lo siguiente: que casi todos los que aspiraban a altos cargos públicos padecían una carencia crónica de dinero. Es decir, que se les podía comprar.
Yugurta regresó a Numidia con una carta de Escipión Emiliano al rey Micipsa en la que elogiaba tanto la valentía, el buen sentido y la superior inteligencia del guerrero, que en el viejo Micipsa desapareció la aversión heredada de su padre. Y aproximadamente cuando Cayo Sempronio Graco moría en el bosque de Furrina, a los pies de la colina Janícula, el rey Micipsa adoptó oficialmente a Yugurta y le elevó a la categoría de primer candidato al trono de Numidia. Sin embargo tuvo la prudencia de señalar que Yugurta no podía llegar a ser rey y que su papel se limitaba a la tutela de los dos herederos, que ya alcanzaban la adolescencia.
Al poco de haber ordenado así las cosas, moría el rey Micipsa dejando dos herederos de corta edad y a Yugurta de regente. Al cabo de un año, Hiémpsal, el hijo menor de Micipsa, era asesinado por instigación de Yugurta, mientras que el mayor, Adérbal, escapaba y huía a Roma, en donde compareció ante el Senado y pidió a Roma la intervención en los asuntos de Numidia para que privara a Yugurta de toda autoridad.
—¿Por qué los tememos tanto? —inquiría Yugurta, volviendo de sus reflexiones a la realidad presente, aquella mañana en que el sutil velo de la lluvia caía sobre los campos de maniobra y los jardines de los mercados, Oscureciendo totalmente la orilla opuesta del Tíber.
Había unos veinte hombres en el porche, pero todos menos uno eran guardaespaldas; no gladiadores mercenarios, sino los propios hombres de Yugurta, indígenas de Numidia, los mismos que, de hecho, le habían traído la cabeza del príncipe Hiémpsal siete años antes y que cinco años después le habían obsequiado también con la cabeza del príncipe Adérbal.
La Única excepción —y la persona a quien Yugurta había dirigido la pregunta— era un hombre alto, de rasgos semitas y casi de igual corpulencia que el rey, sentado en una confortable silla a su lado. Un desconocido los habría considerado parientes, lo que eran en realidad, pese a que se trataba de un detalle que el rey prefería olvidar. La madre repudiada de Yugurta, simple nómada de una tribu poco importante de los bereberes gétulos, era una muchacha de humilde extracción a quien el destino había agraciado con un rostro y un cuerpo dignos de Helena de Troya. Y el acompañante del rey, aquel horrible día de Año Nuevo, era su hermanastro, hijo de la humilde madre y de un señor de la corte con el que el padre de Yugurta la había casado por conveniencia. El hermanastro se llamaba Bomílcar y le era muy fiel.
—¿Por qué los tememos tanto? —repitió Yugurta con mayor énfasis.
Bomílcar bostezó.
—Yo creo que la respuesta es fácil —respondió—. Lleva un casco de hierro parecido a un orinal al revés, una túnica anaranjada, y encima una camisa larga de malla. Va armado con una ridícula espada corta, un puñal casi igual, y una o dos lanzas de punta corta. No es un mercenario y ni siquiera es pobre. Se llama soldado de infantería romano.
Yugurta lanzó un gruñido y acabó asintiendo con la cabeza.
—Eso sólo responde en parte a mi pregunta, barón. Los soldados romanos también son perecederos y mueren.
—Mueren pero resisten mucho —replicó Bomílcar.
—No, hay algo más. ¡No lo entiendo! Se les puede comprar como quien compra pan en un horno, y eso debe querer decir que por dentro son tan blandos como el propio pan. Pero no lo son.
—¿Te refieres a sus dirigentes?
—Sus dirigentes. ¡Los eminentes padres conscriptos del Senado son pura corrupción! Y en consecuencia deberían ser pura decadencia, blandos, insustanciales. Pero no lo son. Son tan duros como el pedernal, fríos como el hielo y tan sutiles como un sátrapa parto. Nunca ceden. Te aseguras a uno, le amansas hasta el servilismo y de repente desaparece y te encuentras tratando con una cara distinta en circunstancias distintas.
—Y eso sí de pronto no te topas con uno a quien necesitas y no puedes sobornar, y no porque no tenga un precio, sino porque, sea cual sea éste, tú no puedes ofrecérselo, y no hablo de dinero —añadió Bomilcar.
—Los aborrezco a todos —farfulló Yugurta.
—Y yo. Pero eso no nos libra de ellos, ¿no es cierto?
—¡Numidia es mía! —exclamó el rey—. ¡Ellos ni siquiera la quieren! Lo único que desean es entrometerse, ¡estorbar!
—No me preguntes, Yugurta, porque no lo sé —añadió Bomílcar extendiendo las manos—. Lo único cierto es que estás aquí en Roma, sentado, y la solución se halla en manos de los dioses.
Así es, pensó el rey de Numidia volviendo a sus pensamientos.
Cuando el joven Adérbal emprendió la fuga a Roma seis años antes, Yugurta supo reaccionar inmediatamente. Envió a Roma una embajada con oro, plata, joyas, obras de arte y todo lo necesario para halagar el gusto nobiliario de un romano. Era curioso que no pudiera sobornárseles con mujeres o muchachos; sólo con mercancías negociables. El resultado de la embajada había sido bastante satisfactorio dadas las circunstancias.
A los romanos los obsesionaba aquello de los comités y las comisiones, y nada los complacía más que enviar un grupito de funcionarios a un rincón remoto del planeta para Investigar, pontificar, adjudicar y mejorar. Otro optaría por ponerse a la cabeza de un ejército, pero los romanos se presentaban vestidos con togas, escoltados por simples lictores y ni un solo soldado a mano; comenzaban a dar órdenes y esperaban que se cumplieran como si hubiesen llegado al frente de un ejército, Y, en su mayor parte, eran obedecidos.
Lo que los volvía a situar ante la curiosa pregunta: ¿por qué los tememos tanto? Pues porque los tememos. Pero ¿por qué? ¿Quizá porque siempre hay entre ellos un Marco Emilio Escauro?
Había sido Escauro quien había impedido que el Senado se pronunciase a favor de Yugurta cuando Adérbal llegó a Roma a quejarse. ¡Una sola voz en una institución de trescientos individuos! Pero se había impuesto, había insistido impertérrito en Solitario hasta ganárselos a todos. Y de ese modo había sido por culpa de Escauro que había prevalecido un compromiso inaceptable para Yugurta y para Adérbal, y se había nombrado una comisión de senadores romanos encabezada por Lucio Opimio que viajó a Numidia y que, tras una investigación in situ, decidió lo que debía hacerse. ¿Y qué es lo que hizo el comité? Dividir el reino. A Adérbal le correspondió la parte oriental, con Cirta por capital, una región más poblada y con más comercio, aunque no tan rica como la zona occidental, que había correspondido a Yugurta, quien se encontró encajonado entre Adérbal y el reino de Mauritania. Complacidos con la resolución, los romanos habían regresado a su patria, y Yugurta se dispuso en seguida a vigilar al ratón Adérbal en espera del momento propicio para saltar sobre él. A la par que se guardaba las espaldas en el oeste casándose con la hija del rey de Mauritania.
Cuatro años aguardó pacientemente para atacar a Adérbal y a su ejército entre Cirta y su puerto de mar. Adérbal, vencido, se retíró a Cirta a organizar la defensa, ayudado por un amplio e influyente contingente de mercaderes romanos e itálicos que constituían la columna vertebral del comercio en Numidia. Nada había de raro en cuanto a su presencia en el país, pues por todo el planeta existían colonias de hombres de negocios romanos e itálicos al frente del comercio local, aun en lugares poco conectados con Roma y sin protección.
Naturalmente, la noticia de las hostilidades entre Yugurta y Adérbal había llegado rápidamente al Senado, y éste reaccionó enviando un comité de tres encantadores hijos de senadores (sería una valiosa experiencia para los jóvenes; a Roma no le importaba mucho aquella rencilla) para que echasen un rapapolvo a los númidas. Yugurta fue el primero en recibirlos; se las arregló para que no entraran en contacto con Adérbal ni con la población de Cirta y los hizo regresar a su país con ricos presentes.
Más tarde, Adérbal consiguió hacer llegar una carta a Roma en la que pedía ayuda. Siempre partidario de Adérbal, Marco Emilio Escauro se dispuso a partir inmediatamente hacia Numidia, a la cabeza de otro comité de investigación. Pero era tan peligrosa la situación con que se encontró en Africa, que los romanos se vieron obligados a permanecer dentro de los límites de su provincia africana y, finalmente, a regresar a Roma sin haber intervenido ante ninguno de los contendientes al trono ni haber podido influir en el curso de la guerra. Después, Yugurta fue a más y tomó Cirta para, lógicamente, ejecutar inmediatamente a Adérbal. Menos lógico resultó que Yugurta descargase su rencor contra Roma y ejecutase a todos los mercaderes romanos e itálicos de Cirta sin excepción, dado que con ello ofendía a Roma sin esperanzas de conciliación.
La noticia de la matanza de romanos residentes en Cirta había llegado a Roma quince meses atrás, en otoño. Y uno de los tribunos electos de la plebe, Cayo Memio, había puesto el grito en el cielo en el Senado, a tal extremo que no había manera de que Yugurta pudiese evitar la catástrofe por mucho que sobornase. Al segundo cónsul, Lucio Calpurnio Bestia, se le ordenó acudir a Numidia nada más asumir el cargo para demostrar a Yugurta que no podía asesinar impunemente a los ciudadanos romanos.
Pero Bestia era sobornable y sucumbió a las ofertas de Yugurta, con el resultado de que seis meses atrás éste había negociado una paz con Roma, entregando al cónsul más de treinta elefantes de guerra, una modesta cantidad de dinero para el erario de Roma y una cantidad mucho más importante, no determinada, para sus propias arcas. Roma pareció quedar satisfecha y Yugurta era, por fin, el indiscutible rey de Numidia.
Pero Cayo Memio, olvidando el hecho de que había concluido el plazo de su cargo de tribuno de la plebe, no cerró la boca y prosiguió con tesón su campaña de esclarecer del todo el asunto de Numidia, sin cejar en la acusación de cohecho a Bestia, por haber aceptado dinero de Yugurta a cambio de los derechos al trono. Y finalmente logró sus propósitos de intimidar al Senado para que actuase. El Senado envió a Numidia al pretor Lucio Casio Longino, con órdenes de traer a Roma al rey Yugurta para que facilitase a Cayo Memio los nombres de los que había sobornado todos aquellos años. Si se le hubiese requerido comparecer ante el Senado, la situación no habría sido tan peligrosa; pero es que se le pedía que compareciera ante la plebe.
Cuando Casio el pretor llegó a Cirta y presentó al rey las conminaciones, Yugurta no pudo negarse a acompañarle a Roma. Pero ¿por qué? ¿Por qué los temían tanto? ¿Qué podía realmente hacer Roma? ¿Invadir Numidia? iSiempre habría más cónsules como Bestia que como Cayo Memiio! ¿Por qué, entonces, los temían tanto? ¿Es que los romanos tenían tantas agallas como para enviar tranquilamente a un solo hombre que con un único gesto pudiera imponerse al rey de un país grande y rico?