El primer hombre de Roma (66 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—A casa, a comunicar la noticia a mi hermana —contestó Druso—. ¿No crees que deberías ir a casa a decírselo a la tuya? —añadió enarcando una de sus puntiagudas cejas.

—Supongo... —contestó Cepio hijo, no muy seguro—. ¿Y por qué no se lo dices tú? A ella le gustas.

—¡No, necio, tienes que decírselo tú! En este momento estás in loco parentis y es tu obligación, del mismo modo que me sucede a mí con Livia Drusa.

Tras lo cual, tomó Foro adelante hacia la escalinata de las Vestales.

 

Su hermana estaba en casa. ¿Dónde, si no? Como Druso era el cabeza de familia, y su madre —Cornelia— tenía prohibida la entrada, Livia Drusa no podía abandonar la casa un instante sin permiso de su hermano. Y no se atrevía a escapar un solo momento, porque a ojos de él estaba marcada por el oprobio de su madre y considerada una criatura débil y corruptible a la que no se podía consentir el menor desliz; él habría pensado lo peor de ella, aunque no hubiera hecho nada malo.

—Por favor, di a mi hermana que venga al despacho —dijo al mayordomo nada más entrar.

La casa tenía fama de ser la mejor de Roma y había sido concluida al morir Druso el censor. Por hallarse situada en el punto más alto del acantilado del Palatino, sobre el Foro Romano, la vista desde el balcón porticado de su último piso era magnífica. Junto a ella estaba el área Flacciana, el solar en que había estado edificada la casa de Marco Fulvio Flaco, y más allá se hallaba la cása de Quinto Lutacio Catulo César.

De auténtico estilo romano, incluso los muros contiguos al solar vacío eran sin ventanas. Una tapia alta con una fuerte puerta demadera y dos puertas para mercancías constituía la fachada al Clivus Victoriae, que era su parte trasera; la fachada delantera estaba del lado de la panorámica, con tres pisos y sobre pilares y firmemente cimentada en el borde del acantilado. El último piso, al mismo nivel que el Clivus Victoriae, era la vivienda de la familia; almacenes, cocinas y habitaciones de los criados se hallaban en el piso de abajo y no llegaban hasta el fondo de la construcción por la pendiente del acantilado.

Las puertas de entrada de mercancías daban directamente al jardín peristilo, que era tan espacioso que contaba con seis magníficos árboles de loto bien desarrollados e importados como pimpollos de Africa noventa años antes por Escipión el Africano, que había sido propietario del solar. Florecían todos los veranos, derramando una lluvia de pétalos rojos, anaranjados y amarillo fuerte —había dos de cada color— que duraban un mes y llenaban de aroma la casa; más adelante se llenaban de hojitas compuestas de color verde claro parecidas a helechos, y en invierno quedaban desnudos, permitiendo el paso de los rayos de sol al patio. Había un largo estanque poco profundo de mármol blanco con cuatro fuentes de bronce del gran Mirón en las esquinas, y estatuas de bronce de tamaño natural, también de Mirón y de Lisipo, dispuestas en su perímetro, representando sátiros y ninfas, Artemisa, Acteón, Dionisos y Orfeo. Eran todas de bronce pintado de sorprendente naturalismo, por lo que a primera vista parecía haber en el jardín una reunión de dioses.

Una columnata dórica rodeaba los laterales del peristilo y el lado opuesto al de la calle; eran columnas de madera pintada de amarillo, con base y capitel en vivos colores. El suelo de la columnata era de cerámica pulimentada y las paredes estaban pintadas en llamativos tonos verdes, azules y amarIllos, y en los espacios que marcaban las pilastras de cerámica roja colgaban pinturas de los mejores artistas: un niño con uvas de Zeuxis, una Locura de Ajar de Parrasio, desnudos masculinos de Timantes, un retrato de Alejandro Magno del gran Apeles y un caballo de este mismo artista, tan realista, que parecía pegado a la pared visto desde el extremo de la columnata.

El despacho daba al tramo de la columnata del lado de las grandes puertas de bronce, y el comedor, al lado opuesto. Tenía un atrium tan grande como la casa de César, iluminado por una abertura rectangular en el techo soportada por columnas en sus cuatro esquinas y los lados mayores del estanque. Las paredes estaban decoradas con realistas trampantojos simulando pilastras, pedestales y entablamentos, y los paneles entre ellas, decorados con cubos en blanco y negro, tan tridimensionales que parecían saltar de la pared, sobre un profuso fondo de motivos florales. Los colores eran fuertes, dominando el rojo, acompañado de azules, verdes y amarillos.

Los relicarios ancestrales con las máscaras de cera de los antepasados de los Livios Drusos estaban perfectamente conservados, por supuesto. Sobre unos pedestales pintados llamados hermas, porque su ornamentación eran falos, había bustos de antepasados, dioses, mujeres de la mitología y filósofos griegos, todos ellos de impresionante realismo pictórico. Bordeaban el impluvium estatuas de tamaño natural, pintadas y muy realistas, unas sobre pedestal de mármol y otras dispuestas simplemente en el suelo. Pendían grandes lámparas de plata y oro del ornamentado y profundo techo de escayola (estaba pintado simulando un cielo estrellado entre filas de flores de escayola dorada) y había otras de pie de más de dos metros, sobre un suelo de mosaico policromo representando una orgía de Baco con las bacantes, bailando, bebiendo, dando de comer a los ciervos y enseñando a beber a los leones.

Druso no advertía aquella magnificencia porque estaba acostumbrado a ella y no le impresionaba; habían sido su padre y su abuelo los que se interesaban con un gusto ejemplar por las obras de arte.

El mayordomo encontró a la hermana de Druso en el porche que daba al atrium. Livia Drusa siempre estaba más sola que la una. La casa era tan grande que ni siquiera tenía la excusa de necesitar pasear por la calle, y cuando le apetecía comprar, su hermano hacía venir a varios tenderos y vendedores que desplegaban sus productos en los espacios de la columnata y luego el mayordomo pagaba todo lo que ella había elegido. Mientras que las dos Julias habían recorrido las zonas más respetables de Roma bajo el ojo vigilante de su madre o de sirvientes de confianza, Aurelia visitaba constantemente a parientes y amigas de la escuela y las Clitumnas y Nicopolis romanas llevaban una vida tan libre que hasta comían recostadas, Livia Drusa vivía en un absoluto enclaustramiento, prisionera de una riqueza y un lujo tan excelsos que no se le permitía el menor desliz; era, igualmente, la víctima de la fuga de aquella madre que había optado por vivir su vida.

Livia Drusa tenía diez años cuando su madre —una Cornelia de los Escipiones— había abandonado la casa familiar de los Livios Drusos. La niña había quedado al cuidado de un padre indiferente, que prefería pasar el día paseando por la columnata mirando sus obras de arte, y de una serie de criadas y tutores demasiado impresionados por el poder de los Livios Drusos para hacer amistad con ella; a su hermano mayor, que por entonces tenía trece años, apenas lo veía. Tres años después de que su madre dejase la casa con su hermano menor Mamerco Emilio Lépido Liviano, como ahora se le llamaba, se habían trasladado de la vieja casa a este vasto mausoleo; y allí se encontraba perdida, era un pequeño átomo que se desplazaba sin objeto por aquellos espacios infinitos, privada de cariño, conversación, compañía y cosas que ver. La muerte de su padre, casi inmediatamente después del traslado, no había cambiado para nada su situación.

Tan poco acostumbrada estaba a la risa, que cuando a veces le llegaba desde las atestadas celdillas sin ventilación de los sirvientes en el piso de abajo, no sabía qué era y a qué se debía. El único mundo al que había entregado sus afectos era el de los rollos de libros, ya que nadie le impedía leer y escribir y era algo que hacía sin trabas a diario, emocionándose con la cólera de Aquiles y las hazañas de griegos y troyanos, los relatos de héroes, de monstruos, de dioses y mujeres mortales, por los que aquéllos parecían suspirar cual si fuesen más deseables que las inmortales. Por la época en que tuvo que superar ella sola la sorpresa de las manifestaciones físicas de la pubertad, pues no tenía a nadie que le explicase a qué se debían ni lo que había que hacer, su naturaleza ávida y apasionada descubrió la belleza de la poesía amorosa. Además de saber el griego tan bien como el latín, descubrió a Alcmán, inventor (o eso se decía) del poema de amor, y luego leyó los cantos a doncellas de Píndaro, a Safo y a Asclepíades. El anciano Sosio del Argiletum, que a veces hacía paquetes con todo lo que tenía en la tienda y los mandaba a casa de Druso, no tenía idea de quién era el lector, imaginándose que era el propio Druso. Así, poco después de que Livia Drusa cumpliese diecisiete años, comenzó a enviarle libros del nuevo poeta Meleagro, un autor muy vitalista y muy inclinado a los temas eróticos y amorosos. Más fascinada que reacia, Livia Drusa descubrió la literatura erótica y gracias a Meleagro despertó, por fin, sexualmente.

Y eso no le hizo ningún bien, porque no salía ni veía a nadie. En aquella casa habría sido impensable tener escarceos con algún esclavo o que un esclavo hubiese hecho insinuaciones a Livia Drusa. A veces veía a los amigos de su hermano Druso, pero sólo de pasada; salvo en el caso de su mejor amigo, Cepio hijo. Y a Cepio hijo, corto de piernas, con granos en la cara y nada exótico, ella lo comparaba con los bufones de las comedias de Menandro o con el repugnante Tersites a quien Aquiles deformó de un manotazo cuando le acusó de haber fornicado con el cadáver de Pentesilea, la reina de las amazonas.

Y no es que Cepio hijo hiciera cosas que la obligasen a recordar a los bufones o a Tersites, sino que su febril imaginación había atribuido a esos personajes el rostro de Cepio hijo. Su héroe de la antigüedad preferido era el rey Odiseo (pensaba en él en griego y por eso le daba el nombre en griego), pues le gustaba el habilísimo modo en que solucionaba los dilemas de los demás, y para ella aquel galanteo a la esposa, y luego el luto que ella le había guardado veinte años frente a sus pretendientes en espera de su regreso, era la historia de amor homérica más romántica y emocionante. Y a Odiseo se lo representaba con el rostro del joven que ella había visto un par de veces en el porche de la casa que había debajo de la de Druso. Es decir, la de Cneo Domicio Ahenobarbo, que tenía dos hijos; pero ninguno de ellos era el joven que ella había visto, porque a ellos sí los había conocido de pasada una vez que habían acudido a visitar a su hermano.

Odiseo tenía el pelo rojo y era zurdo (aunque si hubiera leído con más cuidado habría descubierto que tenía las piernas demasiado cortas en relación con el tronco, y habría perdido su entusiasmo por él, ya que las piernas cortas era lo que más detestaba Livia Drusa), igual que el extraño joven que había visto en el porche de Domicio Ahenobarbo. Era muy alto, de anchos hombros, y la toga le caía de un modo que daba a entender que el resto del cuerpo era esbelto y fuerte. Su rojo cabello brillaba al sol y tenía una cabeza altiva de largo cuello, la cabeza de un rey como Odiseo. Incluso desde tan lejos como le había visto, era evidente su nariz aguileña, aunque no había podido distinguir nada más del rostro; a pesar de ello estaba segura de que tendría los ojos grandes y de color gris claro, como los del rey Odiseo de Itaca.

Así que, cuando leyó los abrasadores poemas de amor de Meleagro, se vio en el papel de la muchacha o del joven seducidos por el poeta, y el poeta era inexorablemente el joven de la casa de Ahenobarbo. Si acaso Livia Drusa pensaba en Cepio hijo, era con una mueca de asco.

 

—Livia Drusa, Marco Livio quiere veros ahora mismo en su despacho —dijo el mayordomo, interrumpiendo su sueño, que consistía en permanecer lo que fuese necesario en el porche abalconado para ver aparecer al joven pelirrojo en la casa que estaba a unos diez metros más abajo.

Naturalmente, la convocatoria la sacó de su abstracción y tuvo que seguir al mayordomo al piso de abajo.

Druso estaba en el escritorio leyendo, pero levantó la vista nada mas entrar su hermana, con gesto tranquilo, indulgente, más que de distanciado interés.

—Siéntate —dijo, señalándole una silla enfrente del escritorio.

Livia Drusa tomó asiento con igual calma e igual seriedad que su hermano, a quien raramente había oído reír y muy pocas veces veía sonreír. Lo mismo que él habría podido decir de ella.

Con cierta alarma, Livia Drusa notó que la observaba con más detenimiento de lo habitual. Su interés era una tarea por poderes, una inspección que efectuaba por cuenta de Cepio hijo. Pero, naturalmente, ella no podía saberlo.

Sí, era muy bonita, se dijo; y aunque fuese de baja estatura, al menos no sufría la tara familiar de las piernas cortas. Tenía muy buena silueta, con pechos llenos y altos, cintura estrecha y caderas redondas; manos y pies eran delicados y pequeños —señal de hermosura— y no se mordía las uñas, sino que las llevaba bien cuidadas. Tenía una barbilla espigada, frente amplia y nariz bastante larga y un tanto aquilina. En cuanto a boca y ojos, cumplía todos los requisitos de la auténtica hermosura, pues tenía unos ojos grandes y bien abiertos y una boca pequeña en forma de capullo de rosa. El cabello, espeso y bien peinado, era negro, igual que los ojos, las cejas y las pestañas.

Sí, Livia Drusa era bonita. Aunque, claro, no era una Aurelia, pensó con una penosa contracción de su corazón al simple recuerdo de su adorada. ¡Con qué premura había escrito a Quinto Servilio nada más enterarse del inminente matrimonio de Aurelia! Pues tanto mejor. No había nada malo en los Aurelios, pero ni en riqueza ni en categoría social podían compararse con los Servilios patricios. Además, siempre le había gustado la joven Servilia Cepionis, y no tenía reparos en hacerla su esposa.

—Querida, te he encontrado esposo —dijo sin preámbulos, muy contento por su decisión.

La noticia era un sobresalto para ella, pero supo mantenerse lo bastante impasible; luego se humedeció los labios y preguntó:

—¿Quién, Marco Livio?

—¡Un muchacho inmejorable y muy buen amigo! —respondió él, entusiasmado—. Quinto Servilio hijo.

Su rostro se contrajo en un gesto de auténtico horror y abrió los labios para hablar sin poder hacerlo.

—¿Qué sucede? —inquirió el hermano, sorprendido.

—No puedo casarme con él —musitó Livia Drusa.

—¿Por qué?

—¡Es repulsivo... repugnante!

—¡No seas absurda!

Livia Drusa comenzó a mover la cabeza con enérgica vehemencia.

—¡No me casaré con él, no lo haré!

Una siniestra idea acudió a la mente de Druso, pensando en su madre; se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y se plantó ante su hermana.

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