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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (21 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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»Liberarte del miedo te dará poder sobre todas las demás fuerzas del universo —señaló con pedantería mientras se limpiaba las uñas con la hoja del puñal—. Excepto sobre mí, por supuesto. El miedo se basa sobre todo en el terror a lo desconocido, y tú nunca podrás catalogar todos los horrores con que puedo castigarte después de haberte matado. A pesar de todo, creo que necesitas prestar más atención a las historias que te he estado contando. Como he demostrado una y otra vez, mi vida nunca se ha regido por el miedo.

Del Cyrinishad

Cuando Cyric hubo triunfado sobre los peligros de Zhentil Keep y puesto de rodillas a los jefes del gremio de los ladrones, volvió a lanzarse a los territorios salvajes. Aunque los jefes del gremio caídos en desgracia lanzaban en voz baja amenazas contra la vida del joven, a él no le importaba y se negaba a permitir que sus vagos terrores nocturnos le quitaran el sueño un solo instante. Aunque sólo tenía dieciséis inviernos, Cyric sabía que si una sola vez se inclinaba ante el ídolo del Miedo, ese altar oscuro le exigiría lealtad eterna.

Ocho años estuvo Cyric viajando, aprendiendo las costumbres de pueblos remotos, descifrando sus mitos en busca de los auténticos rostros de los dioses, de sus auténticas debilidades. Las deidades temerosas y los jefes del gremio unieron sus fuerzas y enviaron asesinos contra él durante ese tiempo. Todos ellos probaron el mortífero acero de la espada de Cyric y fueron enviados al Hades entre gritos.

Para entonces ya se le hacía difícil a Cyric pasar inadvertido en las ciudades de Faerun. Las batallas constantes contra los agentes zhentileses enviados por Bane y Myrkul llamaban demasiado la atención sobre su persona. De modo que volvió a Zhentil Keep una última vez. Estaba decidido a matar a los jefes del gremio y a los patriarcas de las Iglesias de ambos dioses. En lo profundo de la noche más oscura del año, trepó con sigilo por las murallas negras de la ciudad. Los nueve jefes de los ladrones fueron hallados muertos por la mañana, con la garganta abierta de oreja a oreja. La noche siguiente corrieron la misma suerte los sumos sacerdotes de Bane y de Myrkul.

Sin embargo, había una última tarea que tenía que realizar Cyric antes de abandonar Zhentil Keep: los dioses oscuros que tanto ansiaban verlo muerto habían jurado proteger a su verdadero padre que los había ayudado contra su hijo en el pasado. Había prestado buenos servicios a esos simuladores cobardes, pero Cyric quería probar que nada podía proteger de su espada a un enemigo declarado.

Las defensas mágicas que Bane y Myrkul habían erigido en torno al padre de Cyric tenían como objeto advertirlos de la presencia de cualquiera que intentase dañar al agente en el que confiaban. En su necedad, sin embargo, no se dieron cuenta de que sin las pesadas cadenas del Destino en torno al cuello, Cyric podía moverse con sigilo, invisible para ellos. Fue así que mató a su padre y dejó una marca por la que pudieran conocerlo los dioses: la calavera con el sol oscuro, el símbolo que más tarde habría de convertirse en su emblema sagrado.

La guerra de Cyric contra los dioses había comenzado.

Su libertad respecto del Destino lo hacía invisible para los dioses, del mismo modo que su libertad respecto del miedo lo convertía en un enemigo invencible. Sin embargo, Cyric sabía que necesitaría armas para expulsar a los poderes pretendientes de sus tronos celestiales. Fue así que partió en busca de uno de los artefactos más poderosos que conocen los mortales: el Anillo del Invierno.

A la Gran Tierra Gris de Thar, territorio de dragones y otras bestias nefastas, llegó Cyric. Armado solamente con una espada de acero común y con la astucia de una docena de elfos, buscó el anillo en las cavernas de los gigantes de la escarcha. Allí se encontró desempeñando el papel de rescatador de un grupo de mercenarios y asesinos que se habían aventurado en los dominios de los gigantes en busca de tesoros.

Después de que Cyric hubo matado a cinco de los monstruosos gigantes, invocaron al dios de éstos, un poder elemental que habitaba en una capa del Abismo atormentada por el hielo. La criatura de hielo, igual que los dioses de Faerun, no podía ver a Cyric el Sindestino. El joven guerrero supo aprovechar al máximo esta debilidad, hiriendo al dios del Hielo de gravedad antes de que éste se retirara definitivamente a las frías salas de su palacio abismal. Los gigantes que quedaban huyeron ante la derrota de su jefe inhumano, lo cual enseñó a Cyric a golpear siempre al líder de sus enemigos.

Aunque el Anillo del Invierno no aparecía por ninguna parte en aquellas cavernas de piedra y hielo, Cyric se hizo con otra arma aquel día: el guerrero Kelemvor Lyonsbane. De los mercenarios a los que había rescatado, sólo Kelemvor sobrevivió a la batalla con los gigantes. Durante años, este brutal mercenario siguió a su salvador como un fiel perro guardián. Aunque al principio Cyric era reacio a aceptar la adoración de ese necio, llegó a la conclusión de que la fuerza de Kelemvor haría que los demás lo siguieran como se sigue una bandera en un humeante campo de batalla.

Durante un tiempo, el guerrero se ganó la vida consiguiendo comida y manteniéndose alerta de los asesinos, pero demostró una absoluta ceguera para la visión del mundo que tenía Cyric. Docenas de miedos lo encadenaban a la mediocridad. De haber sido Kelemvor lo bastante sabio como para mantenerse a un lado, Cyric habría seguido adelante, forjando su destino solo, pero el maldito mercenario resultó más traicionero que los propios dioses pretendientes.

Fue así que Kelemvor Lyonsbane, que había sido el primer mortal adorador de Cyric, se convirtió también en su más encarnizado enemigo sobre la tierra...

* * *

El Perro del Caos rebuscaba en los salones abandonados de la torre de Lyonsbane, olfateando el terreno ruidosamente con su negro hocico. Sólo era cuestión de tiempo que diera con el comienzo del rastro vital de Kelemvor. Entonces podría acabar con esta cacería y asolar los verdes prados del cielo de alguna deidad. Elysium sería un buen lugar para empezar, en el dominio de Chauntea. Los druidas de la Gran Madre siempre estaban bien alimentados, y jamás habían sido muy capaces de defenderse. Estaban demasiado ocupados molestando a los árboles para practicar la esgrima, se dijo el Perro con sorna.

Un olor acusado en el aire llamó la atención de Kezef. Se agazapó en el suelo. Ahí estaba, el comienzo de una vida y el final de otra. Cyric había dicho que la madre de Kelemvor había muerto al darlo a luz.

Con aullidos salvajes, el Perro del Caos empezó a seguir el rastro.

Kezef se abrió camino por la torre de Lyonsbane, siguiendo la senda de los primeros años de Kelemvor. De haber habido mortales habitando, el castillo en ruinas, sólo hubieran visto al Perro del Caos como una sombra fugaz. Kezef se volvía insustancial al correr, un borrón fantasmagórico que dejaba en el aire un olor penetrante a putrefacción y un vago temor como de rincones oscuros y aullidos en mitad de la noche.

En cuestión de horas recorrió los primeros trece años del chico. El rastro se cruzaba con algunos otros en esa época: hermanos mayores, sirvientes y un padre que se volvía más gordo y más desagradable con cada día que pasaba. El Perro sacó mucha información de los violentos encuentros entre los caminos y del paso pesado y vacilante del rastro perdido hacía ya tiempo del anciano. Incluso después de más de cuatro décadas, esas pequeñas claves no podían ocultarse a los aguzadísimos sentidos de Kezef.

Un olor en particular destacaba en el rastro, un olor que apestaba a odio. El Perro del Caos se deleitó en él e hizo una pausa para saborearlo. El cuerpo de Kezef volvió a hacerse sustancial al pararse en ese punto. Sus garras llenas de gusanos quedaron impresas con fuego sobre el suelo.

Kelemvor había luchado allí contra su padre, en la mohosa biblioteca. El padre estaba azotando a una desgraciada no mucho mayor que su hijo. El chico acudió a defenderla, pero no era adversario para el guerrero. El propio Kelemvor se ganó unos cuantos golpes antes de que algo aterrador sucediera...

Un fuerte olor a terror se cernía sobre la escena, como el de un cadáver hinchado por el sol. La cola mugrienta de Kezef se curvó admirativamente mientras olisqueaba a fondo.

Un rastro nuevo reemplazó al del chico. Despedía un olor almizclado y feroz, como el de un gato salvaje. ¿Un tigre? El Perro del Caos olisqueó los jirones deshechos de la alfombra que había bajo la ventana rota hacía tiempo. No, una pantera. Kelemvor Lyonsbane había sido un hombre bestia, un licántropo. El lugar donde había tenido lugar la transformación conservaba el rastro de hechicerías antiguas, de una maldición que se cernía sobre los Lyonsbane desde tiempo inmemorial. Una maldición fatal si Kezef leía correctamente el final del rastro del viejo. El Perro mostró los oscuros dientes en una sonrisa obscena: todavía había salpicaduras de sangre que impregnaban las tablas del suelo.

A partir de ahí, el rastro salía de la torre de Lyonsbane para no regresar jamás. Kezef siguió de buen grado el tortuoso sendero que se alejaba cada vez más del claustrofóbico castillo penetrando en la campiña envuelta por la luz crepuscular. El olor a pantera desaparecía pronto siendo reemplazado por los rastros del chico y de un grupo de adultos, aventureros por el olor frío de la cota de malla y las espadas, que obviamente lo habían admitido en su grupo. A Kezef le dio asco la felicidad empalagosa, despreocupada, que emanaba del rastro, pero ese miasma terminaba rápidamente. Uno de brutales hermanos mayores de Kelemvor se cruzaba en el camino del grupo; terminado el combate, sólo Kelemvor, aunque herido, seguía adelante, otra vez en forma de bestia.

Después de la batalla, el joven visitó muchas de las grandes ciudades de las Tierras Centrales sin permanecer más de diez días en ninguna de ellas. Se había convertido en un mercenario errante, y por el peso y constancia de su rastro, el Perro podía adivinar que su fuerza había rivalizado con facilidad con la de su bestial álter ego. El rastro vital de Kelemvor hablaba de aventuras poco destacadas y de largos períodos de soledad, inviernos duros en las tierras yermas y veranos agobiantes en ciudades atestadas. Kezef lo siguió a esos sitios y a otros mil.

Durante días después de la visita de Kezef, en esas ciudades circulaban murmullos temerosos. Incluso los guerreros más aguerridos se despertaban temblando cuando el Perro del Caos pasaba debajo de sus ventanas. Sin embargo, la mayoría de las veces las pesadillas ocasionadas por Kezef eran esquivas, lo que contribuía al deleite de la Serpiente de la Noche, que permanecía enroscada en su cueva del Hades.

Sólo cuando su persecución llevó al Perro del Caos a la Gran Tierra Gris de Thar y hasta una cueva en lo alto de una meseta de empinadas laderas, redujo su marcha vertiginosa. Los rastros de muchos humanos, elfos y enanos llevaban a esta aislada caverna, demasiados para un refugio habitual en los eriales helados. El hedor dulce de muerte se cernía sobre el lugar, y las bandadas de cuervos carroñeros que acechaban desde el cielo hablaban de cadáveres recientes.

La propia caverna era enorme, con estalactitas y estalagmitas de hielo reluciente por todas partes. Kelemvor había entrado allí con ocho hombres, armados y vestidos para la batalla. La cueva, tanto entonces como ahora, era la morada de un clan de gigantes de la escarcha. Cuando Kezef penetró en el lugar sin que lo vieran, una docena de aquellos brutos monstruosos estaban reunidos en torno a un altar cristalino. Una estatua desproporcionadamente baja se alzaba sobre un tosco pedestal de piedra y despedía un resplandor entre gris y azulado en la penumbra nocturna. Los gigantes alzaban a gritos plegarias a un dios inhumano del Abismo, un elemental de la escarcha con el que Kezef se había topado una o dos veces hacía ya mucho tiempo.

Kelemvor había luchado aquí contra gigantes, y también contra el elemental de la escarcha. El enfrentamiento había sido feroz, violento y sangriento, y en él habían muerto uno tras otro los ocho compañeros del guerrero tras un corto combate entre los hombres y los gigantes. Sólo Kelemvor salió ileso de la contienda tras haber matado a tres de los enormes brutos. Huyó, sobreviviendo una vez más a la lucha. Un humano harapiento, liberado de su secuestro por los gigantes durante la batalla, siguió a Kelemvor.

Kezef olisqueó el rastro del prisionero y lanzó una sonora carcajada. ¡Cyric! El escuálido muerto de hambre que había huido de la cueva al lado de Kelemvor era el Príncipe de las Mentiras. Por entonces era mortal, cierto, pero de todos modos era Cyric. Aullando de satisfacción, el Perro del Caos salió como una flecha de la cueva y se dirigió hacia el sur.

Uno de los gigantes se volvió de espaldas al altar, escrutando la oscuridad con sus brillantes ojos azules. Se llevó una mano callosa a los labios casi ocultos por una barba mugrienta.

—Silencio —dijo—. Hay algo aquí.

—¿Qué es, Thrym? —preguntó otro de los gigantes. Como una ráfaga de viento, su susurro levantó torbellinos de nieve en polvo de una repisa cercana—. ¿Más aventureros?

Thrym echó mano de su enorme hacha sin decir una palabra.

—No, no son guerreros. Es otra cosa..., algo que acecha por ahí. Oí una risa y ahora también huelo algo.

—Lo que hueles son los cadáveres —se quejó un gigante de oscura pelambrera. Se llevó un dedo romo a la oreja y guiñó el ojo del mismo lado—. Los dejaste junto al fuego demasiado tiempo y ahora ya no se pueden comer.

Thrym dio un zurriagazo de plano con el hacha al gigante de pelo oscuro. El golpe resonó en toda la cueva y el eco lo propagó por las tierras heladas de Thar como si fuera un trueno.

—Esto no es nada bueno —se atrevió a decir Thrym después de una pausa. El pelo grasiento de la nuca se le había puesto de punta, y un miedo vago, mordaz, le oprimía el estómago como si se hubiera comido un tejo—. Algo poderoso nos espía.

—Serán más aventureros. Un mago o algo así.

El gigante de pelo oscuro se metió el dedo en el otro oído.

—Puede que Zzutam haya oído nuestras plegarias y vaya a manifestarse otra vez.

Thrym se puso de pie y revisó minuciosamente los rincones de la cueva, aunque sentía un miedo desusado de acercarse demasiado a los más oscuros. No encontró nada, lo que resultaba tranquilizador y desasosegante al mismo tiempo.

—Toma —dijo el gigante de pelo negro cuando Thrym se reintegró al grupo de los orantes—, puede que te haga falta comer. Esta carne está buena todavía. —Dedicó su sonrisa más conciliadora al jefe y le ofreció los últimos bocados del humano loco al que el propio Thrym había matado unas cuantas semanas atrás.

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