El principe de las mentiras (37 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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A pesar de que Rinda se había quedado con la trama del brutal tapiz de Cyric, ella había mantenido las distancias respecto de esa loca visión con la firme creencia de que la civilización no se derrumbaría tan fácilmente. Después de todo, ella misma había tomado partido contra el dios de la Muerte. Y había otra gente que luchaba contra Cyric, tanto mortales como inmortales. Una vez que hubieran distribuido
La verdadera vida de Cyric
, tal vez serían muchos más los que se enganchasen bajo la bandera de la Verdad y la Libertad.

Mientras empujaba la puerta delantera de su casa, la escriba se preguntaba qué tendría Oghma en mente para
La verdadera vida
. Al igual que el tomo del dios de la Muerte, el relato del Encuadernador se había terminado el Día de los Oráculos Oscuros.

Todos los pensamientos sobre el dios del Conocimiento y
La verdadera vida de Cyric
quedaron sepultados en las profundidades más íntimas, más inaccesibles de su mente cuando vio a los dos hombres que esperaban su regreso.

—Querida —exclamó Cyric—, pareciera que has visto a un fantasma —prosiguió mirando por encima del hombro de Rinda—. No me digas que me siguió desde casa uno de mis secuaces.

—N-no, magnificentísimo señor —tartamudeó Rinda, y adoptó la fachada de incuestionable lealtad, aunque un poco deslustrada, que solía mostrar cuando estaba en presencia de Cyric.

»Lo que ocurre, bueno, es que uno de mis vecinos fue asesinado, quiero decir que estaba marcado como un hereje y...

—Sí, el plumista —la interrumpió el Príncipe de las Mentiras—. Su hijo es un ciudadano ejemplar, ¿no crees? —Pero no le permitió responder—. Claro que estás de acuerdo. Sabes que no debes sorprenderte por el hecho de encontrar gente en tu vestíbulo, sobre todo si dejas la puerta sin cerrar en un vecindario como éste.

—Eso fue lo que me dijeron —respondió Rinda con aturdimiento.

El dios de la Muerte se acercó al otro hombre que había en la habitación.

—No te autoricé a que dejaras de leer, Fzoul.

El clérigo pelirrojo miró fijamente a Rinda con una mueca de miedo en la boca. Estaba sentado ante el escritorio de la escriba con un grueso volumen abierto delante de él. El farol que tenía al lado arrojaba una alargada sombra sobre su rostro, ocultándole los ojos y la boca con sendas franjas negras.

—La mujer merece una explica...

Cyric golpeó fuertemente a Fzoul con
Godsbane
, como si la espada fuera un puntero y él un severo maestro de alguna escuela eclesial.

—Yo decidiré lo que merece la mujer —murmuró.

—¿Terminaron ya vuestro libro los iluminadores y los encuadernadores? —se interesó Rinda.

Se detuvo un instante en el umbral de la puerta, pero decidió que sería una locura salir corriendo. Cerró la puerta tras de sí y entró en la habitación.

—También es tu libro, querida —dijo el Príncipe de las Mentiras—. Y, efectivamente, ya está terminado. Tenía a los demás artesanos trabajando en las páginas a medida que tú las completabas. —Mientras lo decía esbozó una sonrisa malvada—. Aquí estoy cumpliendo una vieja promesa que le hice a Fzoul al permitirle que sea el primer mortal en leer el borrador acabado.

—¿El primer mortal? —preguntó Rinda. Echó hacia atrás la capa y la dejó resbalar despreocupadamente hasta el suelo—. ¿Entonces ya la has leído tú?

Cyric reanudó su nervioso paseo por la reducida estancia.

—De cabo a rabo —respondió—. Un trabajo magnífico. Has captado mi brillantez en todas y cada una de las páginas.

El señor de la Muerte arrastraba la punta de
Godsbane
por el suelo a medida que se movía dejando un profundo surco en las crujientes tablas.

—Por supuesto, necesitamos las ilustraciones para los palurdos que no saben leer, pero los diseños no han sido mayor problema. Los teníamos ya desde la cuarta versión.

Cyric hizo un alto cuando una tabla del piso suelta se movió, y en ese momento el corazón de Rinda pareció salírsele del pecho con el sobresalto. El manuscrito de
"La verdadera vida"
estaba escondido debajo de ella, envuelto apretadamente en una pieza de cuero. El señor de la Muerte, sin embargo, ni se molestó en mirar dentro de la hendidura. Volvió a colocar la tabla en su lugar con el tacón de la bota y le dio un par de fuertes pisotones.

—Pero tú has sido la única que has conseguido plasmarlo, y bien, o al menos eso es lo que a mí me parece después de haberlo leído todo. Fzoul será el verdadero crítico.

Rinda luchó con la urgente necesidad de convocar mentalmente a Oghma para enviar una silenciosa plegaria al dios del Conocimiento. Cyric la habría oído y seguramente se lo hubiera tomado muy mal. Además, el Encuadernador sabía que el dios de la Muerte la tenía atrapada, o al menos la tendría si seguía vigilándola.

—¿Adónde habías ido?

La escriba levantó la mirada y se encontró con que Cyric estaba a su lado. La roja capa del dios flameaba haciendo remolinos y bailando por efecto de las frías corrientes de aire que entraban por las rendijas del entablado. La llama del farol arrancó un destello de sus ojos. Su aliento no hubiera movido ni una brizna de hierba cuando susurró:

—¿Has estado acaso colaborando con la Iglesia en su caza de traidores?

Rinda se sintió palidecer.

—Comida —murmuró—. Estaba buscando comida.

—¿Y vuelves sin haber conseguido nada? Oh, claro, es la escasez de los tiempos de guerra. —Mientras lo decía, Cyric extendió las manos con gesto de asentimiento—. Los asedios son así. Los ricos comen venado y los pobres se comen unos a otros.

A un gesto del dios de la Muerte apareció sobre la mesa un montón de comida: una jarra de sidra dulce, una pierna de cordero asada, gran cantidad de fresas y una rebanada de pan todavía tibia.

—Aquí tienes —le ofreció el Príncipe de las Mentiras—. No tienes más que pedir lo que desees.

Las tripas de la mujer rugieron y se le retorció el estómago a la vista de tanta comida. En la ciudad quedaba poco más que agua estancada y gachas para comer, y allí estaba dispuesto un banquete propio de la mesa de un noble. Rinda miró a Cyric, que asintió con la cabeza dando su permiso.

Mientras Rinda comía, el dios de la Muerte siguió andando por la habitación. Sin la menor preocupación iba arrancando astillas de los muebles con
Godsbane
y dando porrazos en las tablas del piso, lo cual obligaba a las ratas a buscar escondrijos más seguros. Las alimañas parecían reconocer al dios de la Lucha. Se detenían y, con mucho respeto, movían sus sarnosos y puntiagudos hocicos hacia él antes de desaparecer.

La escriba terminó de comer rápidamente. Unos cuantos bocados de pan y una o dos fresas la dejaron satisfecha y se encontró con la mirada fija en el señor de los Muertos. Cada pocos pasos Cyric miraba ansiosamente a Fzoul o lanzaba a Rinda una mirada de desprecio. Había en sus movimientos una tensión que Rinda no había visto anteriormente, un tic en las comisuras de la boca cuando fruncía el entrecejo en una mueca lúgubre.

Tan absorta estaba Rinda contemplando a Cyric que el agudo grito de Fzoul la hizo ponerse en pie de un salto. La jarra de sidra se cayó de la mesa y su estrepitoso choque contra el suelo subrayó el prolongado gemido de desesperación del sacerdote.

—Por favor —gritó Fzoul al tiempo que se apartaba violentamente del escritorio y se ponía de pie—. No me obligues a terminar la lectura. Siento que las palabras me están devorando el cerebro.

Fzoul se lanzó con pasos de borracho hacia Rinda.

—Detenlo —le susurró. Las rodillas del clérigo se aflojaron y él se derrumbó. La nariz se le rompió al dar con el rostro de lleno contra el suelo.

—Devuélvelo al escritorio —intervino Cyric—. Pero antes límpiale la sangre con uno de esos trapos. No querríamos que dejase su sangre sobre las páginas del libro. Espera, yo me encargaré de ello... —Hizo un gesto en dirección a Fzoul y la sangre dejó de brotarle de la nariz y desapareció de las manos y la cara.

Rinda ayudó a Fzoul a ponerse en pie. La nariz del sacerdote estaba horriblemente torcida a la altura del puente y tenía ambos ojos circundados por oscuras ojeras, como si se tratara del antifaz de un salteador de caminos. Al principio aceptó la ayuda de la escriba. Sin embargo cuando vio la piedad en los ojos de la mujer, Fzoul la apartó bruscamente. Luego dio por sus propios medios los últimos pasos hasta el escritorio.

—Siempre ha sido un maldito desagradecido —dijo Cyric mientras ayudaba amablemente a Rinda a levantarse del suelo. Después se volvió hacia el clérigo pelirrojo para amonestarlo—. Y no creas que te vas a saltar ni una sola palabra.

Con un gesto altivo, Cyric lo golpeó con
Godsbane
. La parte plana de la hoja alcanzó a Fzoul en la oreja; la pequeña espada cobró brillo, hambrienta, luego se calmó y retornó a su color rosáceo.

—No es para ti, amor mío —dijo con mimo el Príncipe de las Mentiras al tiempo que envainaba la hoja—. Al menos hasta que el libro lo acabe convenciendo de mi grandeza.

A Fzoul sólo le faltaba por leer un cuadernillo, la sección dedicada a la visión final de Cyric acerca del mundo. El pánico le había congelado las facciones, reemplazándolas por una estoica resignación a cumplir su destino. Al igual que una cobra hipnotizada por la flauta de su encantador, empezó a temblar a medida que leía las palabras finales del tomo:

Ésta es la palabra inmutable de Cyric, señor de los Muertos y Príncipe de las Mentiras. Larga vida a su reinado sobre la Tierra y en el Hades.

El clérigo se desplomó sobre el libro y Cyric se situó a su lado en tres rápidas zancadas. Fzoul no opuso resistencia cuando el dios de la Muerte lo arrastró fuera de la silla. Parecía incapaz de fijar la vista y devolvió con vaguedad la intensa mirada que Cyric le dedicó. Pero ese interés se borró de la cara de Fzoul con la misma rapidez que había aparecido. Era como si hubiera conocido por primera vez al Príncipe de las Mentiras.

—Vuestra magnificencia —gritó Fzoul, doblando las rodillas. Juntó las manos con gesto suplicante e hizo una reverencia.

Cyric se rascó la barbilla un instante, mirando con escepticismo a la forma humana que se postraba ante él. Levantó a Fzoul con mano firme y volvió a mirar fijamente a los ojos del clérigo.

Rinda contempló la escena horrorizada, pero al mismo tiempo fascinada, mientras Fzoul se estremecía fuertemente sostenido por Cyric. El dios de la Muerte estaba poniendo a prueba la mente de su converso, buscando algún indicio de desacuerdo, algún foco de resistencia con respecto al encantamiento hipnótico del libro.

—Bueno, bueno —murmuró el señor de la Muerte—. No me estás mintiendo, ¿verdad?

Sin el menor miramiento, Cyric soltó a Fzoul y se volvió hacia la escriba.

—Has hecho un buen trabajo. Una ayuda final y tu obra estará completa —le hizo un gesto para que se acercara al escritorio.

Cuando el Príncipe de las Mentiras cerró el
Cyrinishad
, Rinda vio las tapas por primera vez. El libro estaba encuadernado con broches y bisagras dorados, complementados con una cerradura forjada de un metal muy brillante que le resultó desconocido. Todo ello contrastaba intensamente con el cuero de color ala de cuervo que los encuadernadores habían estampado con cientos de diminutos símbolos sagrados, calaveras de sonrisa burlona y soles negros. Por todo el cuero de las tapas aparecían diseminadas y entremezcladas extrañas configuraciones. A primera vista, a la escriba le parecieron diseños aleatorios, pero cuanto más se fijaba en ellos con mayor claridad podía ver las horribles escenas de tortura y de dolor que se escondían en aquel caos de líneas y formas.

Una calavera del tamaño del puño de un niño campeaba en la cubierta delantera, mirando fijamente desde el libro cerrado a través de sus cuencas negras y sin vida. Cyric deslizó suavemente las yemas de los dedos por los huesos.

—Ahora que el crítico ha hablado, debemos proteger al
Cyrinishad
para que no caiga en manos de los mortales ni de los dioses.

Extendió la mano y en ella apareció una daga, que se balanceaba unida por la punta a uno de sus esqueléticos dedos.

—No temas, querida. Esto a duras penas podría causar una herida.

Con un movimiento rápido como el de una serpiente, Cyric aferró a Rinda por la muñeca. Luego, antes de que ella pudiera reaccionar, pasó la punta de la daga por la palma de la mano de la escriba y la acercó al libro cerrado.

La sangre de Rinda goteó sobre la tapa y su exclamación de dolor quedó apagada por la crepitación del líquido rojo sobre el cuero. Luego, Cyric pronunció una frase arcana y la calavera se movió. La boca se abrió con un crujido y de su interior salió disparada una lengua larga y negra que lamió la sangre.

—Con esta sangre yo establezco mi tutela. Este libro no podrá ser modificado ni en cuanto a su tamaño ni en cuanto a su contenido. Tampoco se lo podrá sacar de los reinos mortales —salmodió el señor de los Muertos, y luego, volviéndose hacia la sonriente calavera, siguió diciendo:

»Tú serás mi guardián. Tu vida te la he concedido yo y seguiré permitiendo que vivas sólo en la medida en que mi libro esté a salvo, ¿lo has entendido?

La calavera entrechocó los dientes, como si mascase las palabras antes de pronunciarlas.

—Claro que sí, magnífico señor. Existo para hacer tu voluntad.

Rinda retrocedió horrorizada. La pequeña calavera había hablado con su propia voz.

—Pareces impresionada —dijo Cyric mientras pasaba la mano por la mejilla de la escriba—. No deberías estarlo. Tu sangre revive al guardián del libro. Piensa que es tu puerta hacia la inmortalidad. Eso es lo que desean la mayoría de los autores, ¿no es así? Vivir en sus obras. Sin embargo, me temo que el
Cyrinishad
es el único libro que vas a escribir.

Con un giro de la muñeca, el Príncipe de las Mentiras presentó la daga a Fzoul.

—Mátala.

Un instante después, la mano de Rinda se quedó rígida. El hipnotizado clérigo le clavó el cuchillo en el estómago, enterrando la hoja hasta el mango. Rinda tosió a causa del dolor. Fue lo único que tuvo tiempo de hacer antes de que Fzoul retorciera la daga y tirase a la mujer al suelo.

—¿Habías pensado sólo por un momento que no me iba a enterar de que estabas conspirando a mis espaldas? —gritó Cyric—. ¿Sobre todo después de que uno de mis inquisidores haya matado a un hereje a las malditas puertas de tu casa?

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