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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (35 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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La mujer y el cadáver permanecieron inmóviles durante un rato, encerrados en aquella extraña imagen. Por fin, Bryn reunió fuerzas para azuzar al dragón. Aquello sólo consiguió hacer que el wyrm se balanceara adelante y atrás en la cuerda que lo sostenía.

—Malditos civiles —farfulló deslizando la punta de la espada por las cuerdas sueltas—. Ni siquiera son capaces de hacer un nudo como es debido.

Mientras Bryn se inclinaba hacia adelante para atar nuevamente las alas del wyrm, éste alzó la cabeza y por un instante sus cuencas vacías se fijaron en la zhentilar. A continuación, el dragón no muerto cerró las fauces sobre el cuello de la mujer y le rodeó el cuerpo con las alas del mismo modo que un vampiro en un melodrama envuelve con su capa a la desvanecida heroína. El abrazo coriáceo amortiguó el respingo de sorpresa de Bryn y el único grito que consiguió articular antes de que el dragón le desgarrara la garganta.

El cuerpo ensangrentado de la mujer se deslizó hasta el suelo y cayó con el golpe sordo de la armadura de cuero sobre la piedra mientras el wyrm volvió su atención hacia la cuerda que le sujetaba la cola. Trató en vano de liberarse de la dura cuerda de cáñamo, pero los matones de Xeno habían hecho unos nudos mucho más firmes que los de las alas. Poco a poco se fue impacientando. De tres dentelladas salvajes cortó las ataduras y con ellas el extremo de la cola.

El dragón, que estaba muy por encima de cualquier dolor mortal, cayó al suelo y se deslizó hacia la oscuridad de las catacumbas. Su marcha sigilosa lo condujo hacia las alcantarillas de la ciudad que iban a dar a las sucias aguas del río Tesh. Desde aquel lodazal, el dragón se elevó, como el ave fénix, para transmitir un mensaje de venganza a su clan.

Con las alas rotas y orladas de hielo, el wyrm alzó el vuelo en la noche. En cuestión de días llegaría a su morada, donde transmitiría el mensaje a los doce dragones blancos de su camada, ya totalmente desarrollados. La llamada a la venganza no tendría palabras, no podía tenerlas, ya que la lengua del joven dragón formaba parte ahora del elixir de un mago.

Pero cuando los otros dragones encontraran el cadáver a la entrada de su cueva, las marcas estampadas a fuego en su costado orientarían su furia y darían un objetivo a su ira.

—¡Muerte a Zhentil Keep! ¡Muerte a los secuaces de Cyric!

* * *

Thrym elevó con su voz rugiente una plegaria a Zzutam dándole gracias por un invierno especialmente frío y por la continua llegada de mercenarios errantes en busca de oro y gloria. Los gigantes de escarcha del clan de Thrym se habían alimentado bien a lo largo de los años, mucho mejor que muchos de su especie en otras partes de Thar. Los rumores acerca de que el casi mítico Anillo del Invierno podía encontrarse en el interior de su cueva, así como las leyendas propaladas por los bardos según las cuales se encontraba por allí cerca la corona del rey Beldoran, de valor incalculable, habían llevado a cientos de buscadores de tesoros hasta la puerta de los gigantes y, en muchos casos, a los fogones que había al otro lado. Thrym y los suyos no sabían nada de estas historias fortuitas y totalmente infundadas. Atribuían la magnificencia del botín a su monstruoso patrono y le ofrecían plegarias una vez al día, dos veces cuando nevaba tanto como para cubrir las punteras de las botas de Thrym.

—Te damos gracias infinitas, oh poderoso señor de los hielos —gritó el jefe. Aplastó un puñado de huesos entre las manos y dejó que los trozos cayeran sobre el cristalino altar que dominaba el fondo de la cueva—. En tu nombre aplastamos a nuestros enemigos convirtiéndolos en polvo.

Las esquirlas de hueso se quemaron al tocar la piedra fría. Volutas de fuego color carmesí se elevaron sobre el altar, danzando y arremolinándose como fuegos fatuos hasta fundirse en una única llamarada. Las llamas de bordes desdibujados se convirtieron en la figura de un hombre que llevaba en la mano una espada corta y rosácea.

—Paganos —bisbiseó Cyric con el disgusto plasmado en sus demacradas facciones—. ¿Cuánto hace desde la última vez que estuve aquí? ¿Tal vez quince años? ¿Veinte? Y todavía seguís con esta tontería...

Thrym trató de apartar al intruso del altar sagrado, pero retrocedió aullando pues el dios de la Muerte se había transformado en fuego en su mano. El jefe hundió la mano en un montón de nieve y se quedó mirando a Cyric.

El Príncipe de las Mentiras estaba otra vez encima del bloque cristalino con una mano apoyada en la cadera.

—¿Quién es el jefe de este...?

Con gesto vago, Cyric señaló al gigante de oscuro pelaje. El bruto echaba mano de su hacha con precipitación exagerada, pero su mano no se cerró sobre el mango de madera, sino sobre una enorme y amenazadora serpiente que se enroscó en el brazo del gigante haciéndole papilla los músculos de acero.

Mientras los dos se debatían en el suelo, Cyric envainó a Godsbane.

—Repito, ¿quién es el jefe de esta patética banda?

—Yo, jefe Thrym. —El gigante se envolvió la mano herida con el borde del mugriento capote y se puso de pie pesadamente. Los gigantes reunidos en torno al altar en conmocionado silencio, unos doce aproximadamente, corrieron a ayudar a su camarada en apuros. Todos ellos tuvieron que esforzarse para desprender a la serpiente y aplastarle el cráneo contra la pared de la caverna.

—Más te vale abandonar el altar de Zzutam —le advirtió Thrym, fijando en Cyric sus ojos de color azul hielo—. A él no le gustan los magos, especialmente los que interrumpen nuestras plegarias.

—¿Y cuántos magos han conseguido «interrumpir vuestras plegarias» en el pasado? —preguntó el Príncipe de las Mentiras—. ¿Tuvo que ocuparse Zzutam de muchos que hubieran puesto sus plantas en su altar? —Ante la mirada inexpresiva del jefe, Cyric desechó las preguntas con una inclinación de cabeza—. Tú y los miembros de tu clan me vais a prestar un valioso servicio, Thrym. Deberías sentirte honrado.

—Nosotros no trabajamos para aventureros —dijo el jefe con desconfianza.

—Bien dicho. ¿Quién te crees que eres? —le espetó con desprecio otro de los gigantes. Una vez formulada la pregunta se llevó la mano al mentón como si otra fuera a venir a continuación, pero no fue así.

—No creo que ninguno de vosotros me recuerde —suspiró Cyric. Señaló el montón de huesos humanos esparcidos en el hogar apagado—. Mis huesos podrían haber acabado ahí hace muchos años. Yo era... Bueno, lo que era la última vez que nuestros senderos se cruzaron carece de importancia. Ahora soy Cyric, señor de los Muertos, asesino de cuatro dioses.

—¿Y eso qué importa? —intervino otro gigante—. Nosotros ya tenemos un dios.

—Es dudoso que Zzutam merezca ese título, y mucho menos el culto que le rendís —afirmó Cyric—. Se trata de un elemental de la escarcha, no una auténtica deidad. —Una vez más, la expresión vacía de su audiencia obligó al Príncipe de las Mentiras a hacer una pausa—. O sea que tú eres el sumo sacerdote de Zzutam, ¿no? ¿Te concede alguna magia por tu devoción?

—Hace que nieve —barbotó Thrym—. Nos manda alimentos.

—Ojalá mis fieles fueran tan poco exigentes. —Cyric rió entre dientes y escupió sobre la piedra sagrada—. Está bien. Zzutam, yo te invoco, gran montón de copos de nieve.

Los gigantes no sabían qué hacer, debatiéndose entre el impulso de matar al blasfemo y el súbito temor de enfrentarse a algo que estuviera muy por encima de su limitada comprensión. No sabían nada de los dioses de la humanidad salvo los ocasionales ruegos que sus cautivos gritaban a Torm, Ilmater o Tymora justo antes de que los pusieran al fuego. Para Thrym y su clan, Zzutam era el único poder del universo. Había sido el protector de sus antepasados y lo sería también de sus hijos... cuando el clan consiguiera encontrar a una hembra que pudiera aguantar a alguno de ellos durante más de un día.

Fue así que cuando Zzutam llegó con una repentina ventisca y una ráfaga de viento helado, una esperanza momentánea se adueñó de las lerdas mentes de estos gigantes. Ahora se enteraría ese tal Cyric de lo poderoso que era su dios...

El monstruoso elemental de la escarcha era aún más alto que los gigantes. Su estatura casi doblaba a las seis varas que medían ellos. Tenía el cuerpo plano y ancho, como si hubiera sido cortado del extremo de un glaciar. La cabeza le terminaba en puntas dentadas que rasparon el techo cuando se volvió a mirar primero a Thrym y a los suyos y a continuación al Príncipe de las Mentiras. Una expresión extraña se reflejó en sus rasgos inhumanos, plegando hacia abajo las comisuras de unos labios que eran una grieta oscura formando algo así como un gesto preocupado.

—Lord Cyric —barbotó con temor en la voz. Su voz se quebró como el hielo bajo un pesado trineo.

Los gigantes se inclinaron hacia adelante, expectantes, esperando que Zzutam aplastara al blasfemo con un potente puñetazo o que lo deshiciera como a un trozo de hielo. En lugar de eso, el elemental inclinó la cabeza.

—Gran señor del Hades —murmuró Zzutam—. ¿En qué puedo servirte?

Cyric hizo un gesto desdeñoso.

—Para empezar, podrías enseñar a tus sucios perros falderos a mostrar el debido respeto —le reprochó.

Con los ojos entrecerrados y tan blancos como el cielo durante una ventisca, Zzutam se volvió hacia sus fieles. Uno por uno, éstos acataron su orden silenciosa y se postraron en el suelo de tierra. Thrym fue el último en obedecer, y se limitó a hincar una rodilla en tierra en actitud de súplica, más para mostrar su decepción ante el elemental que como desprecio hacia Cyric.

—Así está mucho mejor —señaló el Príncipe de las Mentiras—. Ahora, Zzutam, vas a ordenar a estos leviatanes que ataquen la ciudad humana conocida como Zhentil Keep. Yo la había honrado declarándola mi ciudad santa, pero sus habitantes me han insultado con necias revueltas y herejías. Quiero que sea castigada.

—Pero estos doce gigantes poco pueden hacer contra los magos y soldados de tan gran ciudad —objetó Zzutam.

—Otros grupos se unirán a ellos —le informó Cyric, y se sentó en el altar con las piernas cruzadas—. Voy a reclutar a todos los demás brutos de esta zona, y también a todos los gnolls y goblins que pueda reunir. Ahora mismo, un agente mío está convocando a una bandada de dragones blancos. Los wyrns también atacarán Zhentil Keep, aunque por el momento no saben que trabajarán para mí.

Zzutam parecía genuinamente intrigado, lo cual nada tenía de sorprendente, ya que su intelecto apenas superaba al de los gigantes que le rendían culto.

—¿Qué se supone que debe hacer ese ejército?

—Destruir la ciudad, por supuesto —respondió Cyric con aire de consternación—. Será una manifestación de mi ira implacable. Una fuerza destinada a enseñar a esos pueblerinos a no descuidar su devoción ni los sacrificios que deben ofrecerme.

—Nosotros no luchamos junto a goblins o gnolls —dijo Thrym tajantemente—. Son escoria. Además, nos matarás en cuanto derribemos los negros muros.

—Yo no he dicho nada de eso —declaró Cyric con voz tonante. Se puso de pie de un salto y abandonó el altar volviéndose al instante tan alto como Thrym—. ¿Y cómo has llegado a esa conclusión, zoquete?

El jefe aguantó sin parpadear la mirada de los ojos flamígeros de Cyric.

—He tenido sueños. Había perros que lanzaban fuego por la boca y nos mataban por asaltar tu ciudad.

El Príncipe de las Mentiras hizo una pausa, atónito ante la temeridad del gigante y ante lo exacto de su visión. Cyric tenía pensado lanzar al ejército de monstruos contra Zhentil Keep, pero sólo para galvanizar el culto de la ciudad, para obligarlos a recurrir a él como su salvador. El reforzamiento de su culto le daría poder suficiente para activar el conjuro necesario para encontrar a Kelemvor Lyonsbane. Entonces destruiría a los gigantes y a los dragones antes de que derribaran una sola piedra de las murallas de la ciudad, tan negras como la noche.

—Estás interpretando mal el sueño —mintió Cyric—. Voy a lanzar a mis perros infernales contra este lugar si no destruís la ciudad. —Echó a Zzutam una mirada significativa.

La criatura de escarcha asintió con entusiasmo moviendo la gran cabeza picuda.

—Vais a hacer lo que desea el dios de la Muerte —ordenó con voz sibilante como el viento—. Mi palabra es mi palabra.

—Muy espectacular —dijo Cyric con sorna—. ¿Has estado tomando lecciones de Torm o de Tyr? Ése es el tipo de discurso pomposo que esperaría de ellos.

El dios de la Muerte hizo un gesto a Thrym.

—Quiero que os pongáis en camino esta misma noche. El viaje durará unos días y quiero acabar con esto lo antes posible. El resto del ejército os dará alcance por el camino. —Desenvainó a Godsbane y con ella tocó al gigante arrodillado en ambos hombros—. Te nombro general, Thrym. Mantener el orden será tu responsabilidad, y eso significa que no os peleéis unos con los otros. ¿Está claro? Por cada soldado muerto antes de que lleguéis a la ciudad os cortaré una parte de ese cuerpo fofo y lleno de parásitos, empezando por los dedos y siguiendo luego por partes cada vez más grandes.

Thrym hizo lo único que podía hacer, abrumado por una orden de Zzutam y por las amenazas de un ser aún más poderoso: se dejó caer al suelo en una torpe reverencia y a continuación se apresuró a reunir sus escasas armas. En menos tiempo del que le había llevado matar a Gwydion y a sus compañeros, el gigante de escarcha había empacado sus pertenencias y se había puesto en marcha hacia el sur, hacia Zhentil Keep, al frente de su ejército recién formado.

Cuando los gigantes se hubieron ido, Zzutam inclinó servilmente su picuda cabeza.

—Gran señor, temo por mis fieles.

—No tienes de qué preocuparte —le aseguró el dios de la Muerte—. El destino del ejército ya está determinado. —Fue andando hacia la boca de la cueva y observó a los gigantes que se abrían paso trabajosamente por la nieve en dirección al borde de la meseta. Sus vapuleados yelmos y las cabezas adustas de sus hachas reflejaban la luna pálida en suaves destellos de luz—. Ya he empezado a enviar oráculos a los adivinos de Zhentil Keep, incluso a los impostores. Ahora mismo, frenéticos rumores hablan de un ejército monstruoso que se aproxima.

—Pero entonces, los defensores de la ciudad... —El elemental de escarcha exhaló con un sonido como el del viento cuando atraviesa un desfiladero elevado en la montaña.

—Siempre tienes la posibilidad de engañar a otro puñado de estúpidas bestias para que te honren —le propuso Cyric sin mucha convicción—. Aunque no sé por qué te preocupas. Ni siquiera eres una verdadera deidad. Su devoción no te da ningún poder. —Se volvió hacia Zzutam—. Confío en que tendrás la prudencia de dejar que los acontecimientos se desarrollen sin meter tu helada nariz en ellos. Consideraré como una afrenta personal cualquier interferencia tuya.

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