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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (34 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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Un silencio incómodo se cernió sobre la habitación.

«Lo que voy a hacer lo haré por ti y por los demás mortales que sufrirían bajo el gobierno de Cyric»
, dijo por fin la voz.

—Eso es lo que dices —murmuró Rinda con tono tan frío como el crepúsculo invernal en el que empezaba a sumirse la ciudad—. Pero no tengo ningún motivo para creerte puesto que ni siquiera quieres decirme quién eres.

«Conocer mi nombre te pondría en peligro. Si Cyric llegara a descubrir tu duplicidad...»

—Basta ya. Si Cyric descubre
"La verdadera vida"
, me arrastrará al Hades sepa o no para quién trabajo. —Se pasó una mano por los rizos oscuros tratando de dominar su furia creciente—. Y tú no levantarías ni un dedo celestial para ayudarme, ¿verdad? Claro que no. Entonces estarías en las primeras filas en lugar de ocultarte entre bambalinas.

«Ya basta, Rinda, te estás volviendo irracional».

—¿Y por qué no habría de ser irracional? —gritó, estallando a continuación en una risa histérica—. ¡Los dioses juegan conmigo como si fuera una marioneta! Y da lo mismo quién gane la partida. ¡Seré yo quien cargue con las culpas! —Rinda cogió un jarro y lo arrojó contra la pared—. Ya está. No voy a jugar a este juego por más tiempo...

La escriba se dirigió corriendo hacia el escritorio donde trabajaba en
La verdadera vida de Cyric
. Esparció los libros que había apilado encima de las hojas y rompió la envoltura de seda que cubría los preciosos cuadernillos. Antes de que pudiera desgarrar el pergamino, una mano de piel oscura la cogió por la muñeca.

—Ya basta —dijo el dios. Con suavidad le dio la vuelta para mirarla a la cara—. No puedo permitir que destruyas ese conocimiento.

Rinda se quedó mirando al avatar. Su delgada figura estaba cubierta por una túnica monacal, austera salvo por la orla de armiño de la capucha y de las mangas. Unos ojos oscuros llenos de infinita sabiduría se cruzaron con los suyos. Había algo más en esos ojos. También había una enorme tristeza. Rinda se sintió impelida a hacer una reverencia, pero su furia le hizo olvidar esa inclinación antes de poder llevarla a cabo.

—Soy Oghma —se presentó el dios—, patrono de los Bardos, dios del Conocimiento. Los demás poderes me llaman Encuadernador, aunque me disgusta bastante el nombre. Da una imagen demasiado rígida, demasiado inflexible de mí.

Por un momento Rinda movió los labios sin emitir un solo sonido. Entonces la pregunta por fin se abrió camino garganta arriba.

—¿Por qué?

—Como he dicho, estoy haciendo esto para proteger de Cyric a los reinos mortales. Su libro sembraría la ignorancia, la difundiría como una plaga a todo el que leyera las mentiras que has escrito en su nombre.

—No —se lamentó la escriba moviendo la cabeza para aclarar sus ideas—. ¿Por qué te revelas a mí?

Oghma sonrió.

—Porque tú me recordaste que a veces el mejor camino no es el más seguro, especialmente si uno intenta mantenerse fiel a sí mismo. —Al ver la confusión en la mirada de Rinda, el Encuadernador señaló los pergaminos apilados—. Sabías que estar atrapada en esta intriga era negar tu vocación, y hubieras destrozado estas hojas para liberarte. Habría sido un error, pero, bien pensado, también habría sido bastante heroico.

El dios del Conocimiento le dio unas palmaditas en la mano.

—Los mortales saben de eso más que los dioses... Me refiero a lo de hacer una elección.

—Creía que te referías a cometer errores.

—Son lo mismo —dijo Oghma—. Al menos en parte. De todos modos, tienes preguntas que hacer sobre nuestros planes, y es hora de que te guíe hacia el conocimiento que buscas... Por supuesto, después de que te ocupes del niño. Todavía necesita tu ayuda, y ya sé lo inútil que sería tratar de detenerte.

Rinda ya se había echado la capa sobre los hombros y había abierto la puerta.

15. Oráculos de guerra

Donde muchos acontecimientos extraños y sobrenaturales preocupan al pueblo de Zhentil Keep, el Príncipe de las Mentiras reúne un poderoso ejército para unificar su ciudad sagrada y Thrym, el gigante de la escarcha, se entera de que no todos los dioses son creados iguales.

Elusina la Gris dejó caer un puñado de manoseados huesos de pollo que había en un cuenco de porcelana e hizo con las manos unos gestos lentos y ondulantes sobre el revoltijo resultante. Murmuró una sarta de frases inconexas, medias palabras, notas musicales a medias en una clave decididamente sombría. Una vez completada la impostura de encantamiento, empezó a balancearse de forma violenta hacia adelante y hacia atrás. En verano anulaba esta parte del espectáculo, pero ahora, en pleno Nightal, la actividad impedía que el frío inmovilizara sus viejas articulaciones.

Cuando se hubo calentado lo suficiente, la anciana volvió los ojos inyectados en sangre hacia el oficial zhentilar sentado al otro lado de la mesa.

—Del mismo modo que el ojo del basilisco puede transformar a los hombres en piedra, sus huesos pueden petrificar el destino de un hombre. Aquí, sargento Renaldo —dijo señalando el enmarañado montón de huesos—, aquí está la forma de tu futuro.

Frotándose ansiosamente las enguantadas manos, el joven oficial recorrió con la mirada la diminuta habitación decorada con colores estridentes, como si alguien pudiera entrar subrepticiamente y robar el secreto de su futuro. Pero cuando por fin volvió a mirar los huesos, había decepción en sus agraciadas facciones.

—Entonces, ¿es así? ¿Qué, eh..., qué significa?

Elusina tendió una mano que parecía una garra con la palma hacia arriba.

—Es peligroso espiar el futuro, sargento. Para que me arriesgue a afrontar la ira del mundo de los espíritus necesito más... alicientes.

El zhentilar lanzó un juramento infame. Su comandante le había dicho que la vieja era una mística de reconocida fama, pero éstas eran las tácticas de una adivina de feria. Sacó una daga de la bota.

—Si algo proveniente del mundo de los espíritus cae por aquí para presentar alguna queja —dijo—, yo estaré listo para protegerte.

Elusina golpeó tres veces sobre la mesa con sus huesudos nudillos. La densa cortina de cuentas que había a su espalda se abrió y un hombre corpulento entró en la habitación. Cruzó los musculosos brazos sobre el pecho y miró al soldado con auténtica furia. Era alto como un ogro y tan feo como una de estas criaturas, con ojos saltones y una nariz que había sido rota tres o cuatro veces. Por la porra ensangrentada que llevaba al cinto, estaba claro que había retribuido esos ataques en especies.

—Brok es quien me protege —murmuró Elusina—. Se supone que tú tienes que pagarme lo suficiente para que él lo haga. —Volvió a tender la mano y esperó pacientemente hasta que el soldado dejó caer en ella una pieza de plata y media docena más de cobre.

Con una risita gozosa, la anciana depositó las monedas una por una en la caja que tenía a sus pies y sonaron contra las paredes de metal como la pandereta de una gitana. En épocas de tribulaciones como éstas, leer el futuro era un negocio rentable..., incluso para ladrones como Elusina, que no era más capaz de adivinar el futuro de un hombre que de atravesar una pared de piedra.

A pesar de todo, la anciana representaba un espectáculo para los hombres y mujeres que acudían en busca de consejo. En sus tiempos había sido actriz, una figura de segunda línea en una compañía de poca monta que recorría la campiña cormyta. Sus habilidades como carterista habían sido alentadas con entusiasmo por el director de la maltrecha compañía, pero ella se las había ingeniado para adquirir un sentido dramático aceptable a lo largo del camino.

—Oh, os acechan muchos peligros, sargento —empezó, pasando otra vez la mano por encima de los huesos de pollo—. Hay traidores y herejes por todos lados y tu función será alejarlos de la ciudad.

El zhentilar resopló desdeñoso.

—Todo el mundo sabe perfectamente cuál será la tarea del ejército ahora que la Iglesia es quien manda en la ciudad. Dime algo que no hayas oído en la calle.

—Pronto serás ascendido —le comunicó Elusina cuando dos huesos se separaron del resto cruzados como espadas en una batalla—. Antes de que acabe el año. Has estado aspirando a un puesto importante y pronto será tuyo.

Esa afirmación llamó la atención del soldado, y la expresión de desconfianza empezó a desaparecer de su cara.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿qué le sucederá al idiota que ocupa ahora el puesto?

Elusina se quedó un momento mirando los huesos, preparando una respuesta que le permitiera mantener interesado al soldado, pero lo bastante vaga como para disimular el hecho de que no tenía ni la menor idea del puesto que el otro deseaba. Como la mayoría de los militares, el joven sargento era ambicioso. Eso lo había captado en cuanto entró en la habitación pavoneándose como un general victorioso, como el propio Xeno Mirrormane...

—La configuración no está clara —murmuró tratando de ganar tiempo. La anciana se maldijo por haber bebido tanto en el Ojo de la Serpiente aquella tarde. La resaca de la ginebra le nublaba los pensamientos—. Veámoslo con más detenimiento.

Mientras Elusina pasaba los dedos marchitos sobre las suaves curvas y aguzadas aristas de los huesos dispersos, se quedó repentinamente en blanco. La sala desapareció, y las alfombras Shou de imitación y las linternas con borlas recubiertas de seda roja se desvanecieron en una niebla. En su lugar sólo vio el revoltijo de huesos de pollo, tan grande como el templo de Cyric, que brillaba con más intensidad que el sol de la mañana. Por primera vez reconoció un significado claro en aquella mescolanza.

—Te espera la muerte —dijo con voz hueca, como si proviniese del Reino de los Muertos—. La ciudad caerá y sus defensores serán asesinados, se convertirán en polvo bajo las pisadas de dragones y gigantes, serán atravesados por las flechas de los goblins y los gnolls.

Cuando volvió en sí, el oficial zhentilar le estaba gritando, pidiendo airadamente que le devolviera su dinero. Brok se había colocado detrás del sargento y miraba a la anciana a la espera del gesto que indicara que había llegado el momento de arrojar al cliente a la calle, pero Elusina se limitó a coger un puñado de monedas de la caja y a ponerlas sobre la mesa sin contarlas. Después, se puso de pie lentamente y se retiró a la trastienda.

No volvió a recibir más clientes, ni ese día ni nunca. Elusina había atisbado una visión del futuro. Había visto el rostro de la muerte en la distribución aparentemente sin sentido de los huesos. No sólo la muerte del zhentilar, sino el destino inexorable de miles y miles de personas que vivían en Zhentil Keep.

Por más que lo intentaba, la vidente no podía borrar la imagen de su cabeza. Su fría claridad, la inmutable certeza de la destrucción de la ciudad se aferraban a los pensamientos de Elusina y la ahogaban como un sudario antiguo. Y esa certidumbre venía acompañada de la idea de que incluso mientras estaba allí, acurrucada en su pequeña y sucia habitación, se estaban fraguando sombríos acontecimientos que acelerarían la marcha del presente hacia ese futuro aterrador e ineludible.

* * *

El cadáver del dragón colgaba cabeza, abajo en las catacumbas que había debajo de la Iglesia de Cyric. Tal como el general Vrakk había supuesto aquel día en el mercado, el joven wyrm no había sobrevivido mucho tiempo a la procesión. Las palizas habían dejado verdugones y cicatrices en su cuerpo blanco como la nieve, y los días que había estado privado de alimento habían hecho que el estómago del dragón se transformara en un odre vacío bajo sus costillas. La tristeza fue el golpe que acabó finalmente con la vida de la bestia, una tristeza insoportable por verse separado de los de su especie y de los helados eriales del norte.

En sus ansias permanentes de llenar los cofres de la iglesia, Xeno Mirrormane había difundido en el mercado negro que se venderían partes del cadáver para fines mágicos, pero sólo a cambio de una considerable donación al templo de Cyric. Los ojos del dragón habían sido lo primero. Se vendieron el primer día al mago Shanalar como material para algún oscuro experimento. A continuación fueron las garras y la lengua junto con la mayor parte de las escamas que a modo de blindaje le cubrían el vientre. Ahora, cuando no habían pasado todavía diez días de su muerte, el wyrm se parecía mucho al cadáver de un guerrero que hubiera sido presa de los cuervos después de una batalla.

A pesar de todo, todavía quedaba de él lo suficiente como para que Xeno Mirrormane mantuviese una guardia en las catacumbas. Todos los huesos, todos los tendones del wyrm se venderían tarde o temprano. No era cuestión de dejarlo desprotegido y tentar a los magos que no podían pagar los altos precios que se pedían por él.

—Y yo que pensaba que proteger al hombre sirena en el maldito desfile era aburrido —farfulló Bryn removiendo los rescoldos en el brasero que tenía a su lado—. Pero esto con toda seguridad me enseñará a saludar a Ulgrym con más prontitud la próxima vez.

Desenvainó la espada y esbozó un burdo dibujo en la tierra delante de su silla de campaña. Había dibujado la misma escena, es decir, un revoltijo en el que aparecían su comandante zhentilar y diversos animales de granja, seis veces desde el comienzo de su guardia, aunque cada vez le quedaba más incompleto. Había perdido interés y lo borró de un puntapié de su gastada bota.

Un súbito crujir de huesos hizo que se pusiera de pie de un salto con la espada por delante para defenderse. A la mortecina luz del brasero vio que el cadáver del dragón se estremecía y una de las alas se desprendía de sus ataduras y se desplegaba lentamente, con rigidez.

Los helados dedos del miedo tamborilearon en la espalda de Bryn. Los escalofríos se concentraron en su nuca, hicieron que los hombros se le tensaran y sofocaron el grito que se le había empezado a formar en la garganta.

Las ataduras de la otra ala también se soltaron y ésta empezó también a desplegarse lánguidamente. Los años de entrenamiento de Bryn en el Zhentilar la ayudaron a sacudirse la parálisis nacida del miedo. Pero a lo que se enfrentaba no era a un habitante de los valles ni a un goblin renegado. Por más que lo intentaba no podía contener el temblor de las manos ni tragar saliva. Lo máximo fue dar un paso vacilante al frente.

El cadáver no se movía. Permanecía con las alas desplegadas a ambos lados del cuerpo, como un monstruoso murciélago cuando se despierta al caer la noche.

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