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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (41 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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—Os traigo una lectura del
Cyrinishad
—empezó Fzoul.

Por toda la ciudad de Zhentil Keep circuló una imagen parpadeante y borrosa de Fzoul Chembryl. La jerarquía eclesiástica sabía que una lectura de las palabras del mismísimo Cyric por parte de un hombre recientemente convertido a la fe del dios de la Muerte resultaría inspiradora, sobre todo en estos tiempos de penuria. Con la ayuda de un grupo de magos que no habían huido de la ciudad, hicieron un poderoso encantamiento sobre el pulpito del orador. Cuando Fzoul se dirigiera a los presentes en el templo sería visto y oído por todos y cada uno de los fieles dentro de las altas murallas de Zhentil Keep.

Fzoul se sintió embargado por una oleada de pánico cuando pensó en el lugar en que se hallaba y en lo que estaba a punto de hacer. Blasfemar contra Cyric era bastante peligroso, pero hacerlo en su templo más sagrado, en el propio altar negro... El clérigo sonrió forzadamente ante la magnitud del desafío.

Con manos ligeramente temblorosas, Fzoul abrió el tomo que tenía ante él y pasó las hojas en blanco con las que había sido encuadernado para hacer que parecieran más impresionantes los pocos cuadernillos que constituían La verdadera vida.

—«En este Año del Estandarte, el pueblo de Zhentil Keep perdió sus verdaderas creencias y un ejército de monstruos surgió de las yermas llanuras para castigarlo. Ni por asomo sospecharon que su dios había reunido tal ejército con el único propósito de aterrorizar a los zhentileses y esclavizarlos.»

A una señal de Fzoul, los guardias golpearon el suelo de piedra con las picas. Y surgió un muro de fuerza cuyos bordes estaban marcados por las rígidas lanzas. La rojiza radiación proveniente del arcano escudo iluminó a Fzoul y a sus fieles soldados con tintes sangrientos.

—¡Herejía! —aulló Xeno Mirrormane. El patriarca se puso de pie y golpeó con los puños desnudos la mágica y transparente pared. Pero ni los gritos del sumo sacerdote ni las flechas de los guardias del templo pudieron atravesar la barrera.

Fzoul siguió detallando el retorcido complot de Cyric, de qué modo el dios trató de usar a los zhentileses como títeres, lo poco que le importó que se destruyera a los secuaces de menor importancia. Los airados gritos que se oían en el templo se volvieron jadeos y exclamaciones de asombro, y finalmente murmullos de insatisfacción. Cuando concluyó la corta lectura de Fzoul, los únicos gritos de desacuerdo procedían de un pequeño grupo de sacerdotes fanáticos y de ricos conversos que temían perder su categoría social en el caso de que la Iglesia cayera en desgracia. Incluso los guardias del templo empezaron a tirar sus arcos al suelo.

—¡Nuestro magnificentísimo señor hará que tu alma pague por esto! —gritó Xeno sin dejar de golpear la pared con sus nudillos despellejados—. ¡Yo mismo te enviaré ante él!

—Dejad que se acerque —murmuró Fzoul.

Los guardias golpearon de nuevo el suelo con sus picas y el arcano muro se esfumó. Xeno inició una embestida contra Fzoul. El sumo sacerdote manoteó salvajemente en el aire mientras cargaba contra el hereje.

Una patada lanzó a Xeno volando por encima de la plataforma con el resultado de dos costillas rotas que le oprimían los pulmones.

—¿Dónde está ahora vuestro dios? —gritó Fzoul. Luego se volvió hacia la abigarrada muchedumbre que atestaba la nave—. ¿Por qué no me abatió Cyric? —aulló el clérigo pelirrojo envalentonado al comprobar que no le caía ningún rayo del cielo—. ¡Baja y enfréntate a mí, cobarde! ¡Aquí estoy, en tu templo!

Como si fuera una respuesta al desafío de Fzoul, se produjo una explosión ígnea al entrar los primeros rayos del amanecer por los ventanales de la iglesia, y su luz se tiñó de rojo por el reflejo sobre los vitrales emplomados de los fastuosos servicios religiosos. En ese mismo instante se formaron halos dorados sobre la cabeza de unos pocos en el templo atestado. Los soldados, los comerciantes y los ladrones bañados por la tibia radiación se elevaron sobre la multitud, repentinamente insustanciales. Luego, uno a uno, los fantasmas de hombres y mujeres se desvanecieron.

Silenciosas explosiones de luz que reproducían los colores del arco iris señalaron el paso de los inocentes. Y de cada remolino de color cayó un diminuto medallón. Discos de plata y madera rosada, medallas de oro con el rollo de Oghma grabado y el glifo del ojo y el guantelete de Helm. Símbolos sagrados, uno para cada uno de los rescatados de la ciudad condenada.

En la plataforma sobre la que se elevaba el altar, Xeno Mirrormane luchaba por ponerse en pie. Agarrándose un costado, se arrastraba hacia adelante.

—Esto no puede... quedar sin castigo —resopló, echando espuma por la boca, al tiempo que sacaba una daga de entre sus ropajes color púrpura.

Soltando una carcajada, Fzoul se lanzó hacia él.

—Como Cyric no va a responder a mi desafío, te enviaré al Hades con un mensaje para él, anciano.

Envió un mensaje telepático a Máscara prometiendo su fidelidad más acendrada si el señor de las Sombras le garantizaba la posibilidad de eliminar al patriarca de Cyric.

No ocurrió nada.

—Bastardo —susurró Fzoul dando un paso hacia Xeno, dispuesto a habérselas con el sumo sacerdote sin la ayuda del señor de las Sombras.

En ese momento, la columna de fuego hizo saltar en pedazos el tejado y la techumbre del templo. Esa misma columna golpeó a Xeno Mirrormane y por un instante los huesos descarnados del patriarca bailaron una danza salvaje de agonía en el infierno.

Fzoul cayó de espaldas, con los bigotes y las cejas chamuscados y la cara abrasada. Todavía tuvo tiempo para echar una ojeada al altar destruido y a los restos calcinados del sumo sacerdote antes de desenvainar la espada y correr detrás de sus hombres. Entre todos abrieron un camino sembrado de cadáveres hasta la puerta y hacia la libertad que los esperaba tras ella.

El fuego mágico se propagó a la mayor parte del santo templo de Cyric afectando incluso a los muros de piedra y a los suelos de mármol negro. Los sacerdotes pisoteaban a sus hermanos de fe tratando de encontrar la salida, pero eran demasiados para salir por las puertas al mismo tiempo. Las llamas alcanzaron al grupo antes de que la mitad de los secuaces del dios de los Muertos pudiera escapar.

Los gritos procedentes del templo era horripilantes, pero los que lograban escapar de aquel infierno eran recibidos con sonidos mucho más espantosos.

El frío aire de la mañana estaba cargado con los presagios de la destrucción de Zhentil Keep: resonaban los golpes sordos de las grandes hachas de doble filo atacando las puertas de la ciudad y el chillido de los dragones blancos que arrancaban a los arqueros de las almenas y derribaban las altas torres de piedra negra.

18. El muerto y el veloz

Donde el señor de los Muertos trata de apuntalar las tambaleantes ruinas de sus reinos gemelos, Gwydion vuelve a la Ciudad de la Lucha decidido a recuperar su honor perdido, y Rinda empieza su nueva vida como Guardián del Libro.

El Príncipe de las Mentiras estaba sentado, inmóvil, en el corazón mismo del vacío, con sus recuerdos de Kelemvor Lyonsbane como única compañía. Las imágenes del guerrero llegaban como fogonazos a su conciencia: el joven fanfarrón al que Cyric había rescatado de entre los gigantes de escarcha en Thar; el mercenario jactancioso que los había arrastrado a ambos a la bebida y a la pobreza; el hombre que había abusado de la amistad para tratar de robar las Tablas del Destino. El Príncipe de las Mentiras se ponía furioso al recordarlo, aunque estos recuerdos no encerraban más verdad que todos los demás que poblaban el cenagal de su mente.

—Te encontraré —masculló Cyric—, y Mystra lo pagará.

El señor de los Muertos se había aislado de sus reinos mortales e inmortales, obedeciendo a la exigencia del antiguo conjuro. Sin embargo, esta reclusión le estaba resultando demasiado tediosa. Cyric se desvivía por poner en práctica sus oscuros planes, por encontrar el alma de Kelemvor y empezar con su tortura eterna.

El dios de la Muerte se removió mentalmente, y una oleada de ideas dispersas, desenfocadas, asaltó el intelecto divino. Las hizo a un lado lo mejor que pudo, sintiendo una repentina irritación contra sus fieles de Zhentil Keep. ¿No había llegado todavía el momento de su plegaria final?

La demora era culpa de
Godsbane
, por supuesto. Cyric le había encargado a la espada la vital tarea de arrancarlo del trance en cuanto los zhentileses hubiesen elevado sus voces en un arranque de desesperada devoción, pero seguramente ya había llegado el momento de que él recibiera las plegarias de la ciudad. Seguramente el sol habría salido ya sobre Zhentil Keep.

Entonces se le ocurrió una idea terrible. ¿Y si algo hubiera salido mal?

El Príncipe de las Mentiras dejó que fragmentos diminutos de su mente espiaran lo que sucedía en su ciudad santa. Al principio sólo lo asaltó un dolor punzante, rojo y palpitante. Las exigencias frenéticas, temerosas, de sesenta mil sacerdotes y fieles surgieron de los reinos mortales como garfios, clavándose en la esencia del dios. Los ruegos de rescate, de poder mágico para acabar con los atacantes de Zhentil Keep arrastraron a su mente desde los confines del trance. Cyric trató de estabilizarse y de distinguir algo dentro de la cacofonía que llenaba su cabeza, pero se encontró atraído hacia una vorágine que lo arrastraba hacia abajo. Entonces, el caos reinante en la ciudad se le representó claramente.

El cielo amarilleó como una magulladura antigua mientras el sol se elevaba por encima del horizonte. Encima de Zhentil Keep, una columna de humo se elevaba pujante penetrando en el aire frío de la mañana. Una conflagración estaba consumiendo el enorme templo que había sido el centro de su culto. El fuego mágico devoraba la piedra y el acero con tanta facilidad como si fuera madera, tela y papel. Las habitaciones de los sacerdotes que rodeaban la iglesia también habían caído ante la embestida, y las brigadas provistas de cubos parecían incapaces de frenar su feroz avance.

En la puerta occidental, cincuenta gigantes de escarcha trataban de ampliar una brecha abierta en las altas murallas negras. La propia puerta ya había caído hecha astillas por las hachas de los gigantes. Las protecciones mágicas de las puertas reforzadas de hierro habían cumplido su función: los tres primeros gigantes que habían clavado sus hachas en la madera se habían convertido en piedra, pero esa poderosa hechicería apenas había frenado el asedio, lo mismo que las andanadas de flechas que caían en torno a los titanes. Los pocos gigantes que habían caído víctimas de estos ataques eran apartados o arrojados por encima de las murallas como proyectiles monstruosos.

Los dragones pasaban chillando por encima de las torres y casetas de la guardia, paralizando con su helado aliento a los arqueros que corrían por las almenas. De vez en cuando, un virote de ballesta gigante desgarraba el ala de un dragón o un proyectil de piedra lanzado por una catapulta dejaba atontado a un wyrm. Esas victorias resultaban más costosas para los zhentileses que el ataque de los monstruos, ya que los dragones atacaban inmediata y ferozmente a los servidores de las ballestas. Cubiertos de hielo, los hombres y mujeres que manejaban las máquinas de guerra se mantenían en sus puestos, y sus gritos de terror quedaban apresados para siempre en sus gargantas.

Unos cuantos wyrms sobrevolaban los campos más allá de la ciudad. Si esperaban la posible aparición de refuerzos zhentileses, su espera sería larga e inútil. El acceso a la ciudad había quedado cortado a los miles y miles de zhentilares estacionados a la vera del Largo Camino y en la Ciudadela del Cuervo. Si alguna fuerza de proporciones considerables hubiera conseguido romper el bloqueo de los dragones, se habría encontrado superada en una proporción de cien a uno por el enorme ejército de goblins y gnolls que ahora se extendía al norte y al oeste de la ciudad a la espera de que los gigantes derribaran las murallas.

Cyric redujo la velocidad de su descenso y apartó su mente de la destrucción de la ciudad. Por un instante pensó en conceder a sus sacerdotes los poderes mágicos que pedían. Eso les permitiría apartar a unos cuantos gigantes de las puertas, tal vez frenar el asedio el tiempo suficiente para que el dios de la Muerte adoptara un avatar y se incorporara a la lucha. Sin embargo, el Príncipe de las Mentiras sentía que se le iban agotando las fuerzas. Con cada muerte, con cada fiel que se dejaba llevar por la desesperación y abandonaba su fe, Cyric perdía más poder divino. No, era mejor pedir ayuda sobrenatural al Reino de los Muertos que correr el riesgo de abrirse a la vorágine de las exigencias de sus fieles.

Con solo pensarlo, Cyric se desplazó a su salón del trono. La escena que se encontró allí era tan caótica como la que había visto en Zhentil Keep.

Una airada muchedumbre de engendros llenaba el gran salón. Presionaban para llegar al trono, lanzando amenazas a Jergal y tratando de hacerse con
Godsbane
. La espada estaba apoyada contra el trono, sin vida, tan pálida como los huesos de los mártires en los que se apoyaba.

—Si Cyric ha huido de la batalla, al menos que uno de nosotros utilice su maldita espada —gritó un engendro de cabeza de cabra, y bajó la astada cabeza amenazando con cargar contra el senescal.

Jergal se mantuvo firme, levitando entre la turbamulta y el trono de Cyric, con la capa arremolinándose en torno a su cuerpo como las alas de un ángel oscuro. Cuando alguno de los engendros se acercaba demasiado, agitaba el capote sobre las manos que pretendían alcanzarlo y la oscuridad que ocultaba su cuerpo engullía los miembros de las criaturas, devoraba con avidez las manos y los brazos y dejaba en su lugar unos muñones lacerados.

Furioso al ver tan violenta confusión, Cyric dio un manotazo que hizo aparecer un globo oscuro en el centro de la estancia. De la esfera salieron unos tentáculos tenebrosos que rodearon a las frenéticas criaturas y las lanzaron entre gritos al Abismo. Sus alaridos eran repetidos por el eco mientras se hundían en una negrura absoluta y se desvanecían. Por un momento, en el gran salón sólo se oyeron los débiles quejidos de los Hombres Incandescentes.

Cyric echó mano de
Godsbane
, pero se sintió presa de un mareo repentino. Soltó la espada y cayó contra su espantoso trono.

—Explícate,
Godsbane
—musitó el dios de la Muerte mientras se volvía a poner de pie—. ¿Por qué no he sido advertido del ataque a Zhentil Keep?

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