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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (43 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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Garm dio un paso amenazador.

—Vrakk nos ha enviado a ayudarte —mintió—. En este momento está ocupado, de modo que nos haremos cargo de ti.

Lentamente, Rinda empezó a separarse del pretil, tratando de esquivar a los soldados. Vrakk había dicho que daría órdenes a los orcos de las barricadas de que la dejaran pasar, pero era evidente que estos dos no sabían nada de eso.

—Me dio esto como prueba —indicó la escriba. Bajó el pesado bulto que llevaba al hombro y sacó de un bolsillo un brazalete negro. El símbolo sagrado de Cyric lucía en la tela desgarrada.

—¿Y qué? Tienes una de las antiguas bandas de nuestro regimiento —dijo Zadok—. Hace años que nos deshicimos de ellas, señora. Cualquiera podría haberlas encontrado por docenas en la basura.

Rinda siguió acercándose al centro del puente, pero ya estaba claro que los orcos no la iban a dejar pasar. La escriba miró con inquietud hacia las torres gemelas que marcaban el extremo meridional del puente. Ni sombra de Vrakk en las murallas. Sólo cabía esperar que la hubiera visto venir y estuviera de camino.

—Danos el bulto. Si hay algo bueno en él podríamos dejarte volver a la ciudad —ofreció Garm, acercándose.

Cuando Rinda se dispuso a volver a cargar el bulto, Garm dio un salto adelante. Asió el fondo del saco de tela y tiró esperando arrastrar a la mujer y hacerla caer. Ante su sorpresa, ella soltó las correas. El orco cayó de bruces sobre el duro pavimento de piedra, maldiciendo en una pintoresca mezcla de zhentilés y la lengua gutural de su raza. El fardo se abrió bajo su peso y el contenido se esparció a lo ancho del puente.

Garm no tuvo tiempo para hacer inventario de las pertenencias de Rinda. Al levantarse del suelo, la puntera de la bota de la mujer lo alcanzó justo delante de la oreja. La mandíbula se le desencajó con un sordo crujido. El orco volvió a dar contra el suelo, esta vez aullando de dolor.

—Eso te va a salir más caro de lo que piensas, señora —dijo Zadok con voz sibilante. Se lanzó hacia adelante amenazándola con el cuchillo.

Rinda observó al orco que se acercaba, miró sus ojos saltones buscando una señal de que fuera a atacar. El sonido de fuertes pisadas había empezado a oírse proveniente del extremo meridional del puente, e iba acompañado de gritos. Si era Vrakk, todavía estaba muy lejos para que el soldado pudiera oírlo. Si eran más orcos que venían a participar en la diversión... Rinda hizo una mueca. En ese caso, mejor acabar cuanto antes.

La escriba se puso de lado hasta quedar directamente encima del bulto envuelto en tela del
Cyrinishad
. Podía oír los susurros del guardián del tomo, amortiguados por la tela y por la cadena que Oghma le había puesto en la boca.

—Última oportunidad para ahorrarte algo de dolor —dijo Rinda.

Zadok le lanzó una cuchillada. Era un amago de ataque, más para poner a prueba sus reflejos que un intento real, y la hoja silbó en el aire muy por delante de ella. De todos modos, Rinda reaccionó como si el cuchillo hubiera pasado muy cerca. Dio un paso atrás y se dejó caer sentada, justo al otro lado del libro. Dio un respingo mostrando un terror exagerado, como si se hubiera caído, pero las manos no le temblaban lo más mínimo cuando cogió el pesado libro.

El tropiezo fingido hizo que Zadok se lanzara a la carga, pero la hoja del cuchillo se encontró con la indestructible encuadernación del
Cyrinishad
, no con la garganta de la mujer. Con un sonido agudo, vibrante, el cuchillo se partió en dos. La hoja tintineó musicalmente al caer contra las piedras.

El orco siguió la arremetida, pero Rinda dio una voltereta hacia atrás y le atizó una patada en el estómago con los tacones de las botas. Un empujón con las piernas hizo que Zadok trastabillara y cayera de bruces al suelo. Se despellejó las manos hasta hacerse sangre y se rompió los dos incisivos que le sobresalían del labio inferior.

Vrakk y otros tres orcos se detuvieron vacilantes cerca de sus camaradas caídos. A un gesto del general, Garm y Zadok fueron retirados de mala manera.

—Patético —resopló Vrakk.

La escriba hizo una mueca.

—Vaya, no sé. Pensé que lo había hecho bastante bien.

—No, no me refiero a ti. —El general señaló con un pulgar verrugoso por encima del hombro—. Dos contra una. Deberían haberte matado fácilmente.

Con todo cuidado, Rinda colocó el
Cyrinishad
en la bolsa y dispuso el resto de sus pertenencias alrededor.

—Me parece que tú no lo hiciste mucho mejor aquella primera vez en mi casa —replicó con frialdad.

Con una mano, el orco levantó a Rinda del suelo. Sus ojos saltones se entrecerraron divertidos.

—Eres un buen soldado —dijo con una risita. Era la primera vez que Rinda oía reír a un orco; el sonido le recordó el ruido de las alcantarillas cuando se tragan el agua de la lluvia en primavera.

Vrakk condujo a Rinda el resto del camino a través del puente Fuerza. Más orcos se reunieron en la cabecera meridional, donde un pequeño barrio de Zhentil Keep se agazapaba tensamente sobre la orilla. No había mucha necesidad de guardias en este extremo, ya que las ricas familias zhentilesas que vivían allí hacía tiempo que habían huido o cruzado a los límites mejor protegidos de la orilla norte. Por los buenos capotes, pulidas armaduras y espadas con enjoyadas empuñaduras que lucían los orcos, Rinda dedujo que los nobles no habían dejado a nadie para proteger sus casas de los saqueadores.

Subieron a una de las dos torres de guardia que había en el puente. Cuando llegaron arriba, Vrakk señaló al otro lado del Tesh.

—Mira la que hemos organizado —dijo con orgullo.

En las tortuosas calles de la ciudad, las multitudes corrían alejándose de la asediada puerta occidental y de la ruina humeante que había sido otrora el tenebrosamente glorioso templo de Cyric, aunque a Rinda la gente le parecía poco más que grupos de hormigas avanzando por un laberinto. Los dragones que sobrevolaban en círculos la ciudad reaccionaron rápidamente ante la retirada. Concentraron sus ataques sobre la puerta norte. Eso dejaba dos vías de escape para los zhentileses: el río o los dos puentes.

La mayor parte de las embarcaciones del puerto ya se habían hecho a la mar, y sólo un puñado de ellas se habían librado de ser capturadas o inmovilizadas por el hielo y los dragones. Al encontrar las rampas vacías, unos cuantos necios trataron de nadar, pero las aguas heladas del Tesh acabaron con ellos antes de que se hubieran apartado cincuenta brazadas de la orilla. Al no tener otra salida, la multitud se dirigió a los puentes.

El patriarca Mirrorbane había estado seguro de que el señor de los Muertos respondería a los ruegos de la ciudad y aplastaría al ejército asediante, tan seguro que no había considerado siquiera que los puentes fueran una vía de escape. Por eso había sido que a Vrakk y a sus orcos se les había encargado el poco atractivo deber de proteger los puentes mientras todos los demás estaban reunidos para las plegarias del atardecer. Los brutales soldados habían construido inmediatamente barricadas a lo ancho de ambos puentes, barricadas que ahora impedían a los zhentileses huir de los gigantes y los dragones.

Hasta ahora, los lacayos de Xeno no habían caído en la cuenta de que las tropas orcas no tenían intención de derribar las barricadas, al menos no porque lo ordenara un sacerdote. Fue así que las cabeceras de ambos puentes se vieron atestadas de refugiados frenéticos. Rinda vio masas de seres humanos acercándose a las hogueras y carros volcados. La muchedumbre se había enardecido desde que la muchacha se abrió camino a empujones a través de ella. Pequeños grupos habían empezado a asaltar las líneas oreas consiguiendo tan sólo ser repelidos por una lluvia de virotes de ballesta. Docenas de cuerpos yacían desmadejados en la tierra de nadie que separaba a los humanos de los orcos.

—Ya es hora —dijo Vrakk.

—¿Hora de qué?

El general sonrió —un espectáculo horrible—, e indicó que se izara una bandera. En cuanto un joven orco empezó a izar el estandarte rojo por el mástil, hicieron lo propio al otro lado, en una torre que había en el extremo sur del puente sobre el Tesh.

—Trabajamos mucho en los puentes —murmuró Vrakk, volviéndose a continuación a observar las barricadas distantes—. Los sacerdotes creen que es un castigo para nosotros...

Saltaron chispas en el aire de la mañana cuando los orcos dispersaron las hogueras. Con el puente cerrado a cal y canto, al menos durante un rato, los soldados se retiraron corriendo hacia la orilla meridional. No habían recorrido una cuarta parte de la distancia cuando la multitud arremetió contra la barrera ardiente. En el arrebato, hombres y mujeres fueron arrojados al fuego mientras sus vecinos trepaban encima de los que se quemaban.

Vrakk miró a Rinda.

—¿No te lo imaginas? Yo creo que eres lista. —Hizo un gesto en dirección a uno de los dragones que se lanzaba en picado sobre el río para desgarrar las velas de un barco de cabotaje—. ¿Cómo es que no nos atacan a nosotros?

Entonces Rinda cayó en la cuenta.

—Habéis llegado a un acuerdo con ellos, ¿verdad? —dijo en un susurro—. Estáis luchando del lado de los gigantes.

Vrakk asintió.

—Los sacerdotes dicen que somos monstruos, por lo tanto luchamos con los monstruos. A los gigantes les encanta tenernos en sus filas.

Los orcos en retirada habían llegado a la orilla sur. Vrakk esperó que los rezagados se pusieran a salvo antes de llevarse dos dedos a los labios y silbar. El agudo sonido superó incluso al ruido atronador que hacían los refugiados.

Todos a una, los orcos entonaron a voz en cuello una maldición contra el dios de los Muertos.

—¡Cyric dglinkarz haif akropa nar!

Aunque el insulto era casi intraducible, al menos sin alterar el odio exacerbado del original, bastaba con saber que tenía que ver con Cyric y con los enemigos más odiados de los antepasados de los orcos, los enanos. Sin embargo, al salir de las bocas de los soldados de Vrakk funcionaron como un desencadenante mágico. En cuanto los orcos acabaron el juramento, los soportes centrales de ambos puentes estallaron.

Todo el puente Fuerza se estremeció. Tal como Fzoul y los magos zhentarim habían previsto, la pólvora Shou que era el núcleo de la trampa mágica, hizo surgir una enorme bola de fuego. La explosión incineró a los zhentileses que encabezaban la multitud y que, de todos modos, fueron los más afortunados. Esquirlas de granito atravesaron el aire sibilantes, como lanzadas con una honda, e hicieron impacto sobre otros. Luego, el centro del puente se hundió en el río, arrastrando consigo a la mitad de los refugiados. En el puente Tesh, la escena era más o menos la misma: la turba frenética trataba de volverse atrás mientras a sus pies el puente se deshacía en una lluvia de piedra y escombros.

Por toda la orilla meridional, los orcos aullaban viendo la devastación, las veintenas de cadáveres que flotaban entre los trozos de hielo del río. En otro tiempo, Vrakk y sus soldados habían servido a esas mismas personas, habían ofrecido sus vidas para demostrar su lealtad. Sin embargo, los orcos no habían dejado tan atrás sus raíces bestiales como para no poder organizar una respuesta como ésta por el agravio que la ciudad y el dios humano que habían adoptado como propio les había inferido.

Horrorizada, Rinda apartó la vista para no ver la carnicería y para evitar mirar a Vrakk.

—De-debería ponerme en camino.

El general la cogió por un brazo y la obligó a mirarlo de frente.

—Nos privan de nuestro honor —dijo—. Nos despojan de todo para dárselo a Cyric, y a él no le importa. Los zhentileses se merecen esto.

—Nadie se merece una muerte así —replicó Rinda en un susurro desasiéndose de su mano.

—No te detengas en el valle de las Sombras —le aconsejó el orco—. No será un lugar muy seguro hasta que los gigantes y los goblins desalojen al ejército. —Le arrojó algo a Rinda. El objeto cayó a los pies de la mujer con gran ruido al chocar contra el suelo de la torre—. Esta medalla me la dio el rey Azoun por luchar en la cruzada. Llévala a Cormyr y muéstrasela. Se ocupará de ti.

—No puedo aceptar esto, Vrakk —protestó Rinda.

El orco gruñó.

—Los monstruos no llevan medallas. —Con gesto digno se volvió para observar la carnicería.

Rinda recogió el medallón, la Orden Especial del Camino Dorado, concedida sólo a los generales victoriosos de la cruzada de Azoun contra los tuiganos.

—La guardaré bien para ti —le prometió la escriba antes de bajar corriendo de la torre.

Al comienzo de su largo y solitario viaje hacia el sur, Rinda pronunció una silenciosa plegaria por todos los zhentileses, tanto humanos como orcos, arrastrados a la depravación por los planes de Cyric, para que pudieran encontrar una forma de volver a la civilización. Aunque el símbolo sagrado de diamante que portaba hacía imposible que Oghma oyera ese deseo, sabía que el dios del Conocimiento respondería si podía. Hasta que el deseo se hiciera realidad, Rinda hallaría la fuerza necesaria para salvaguardar el
Cyrinishad
, para impedir que la locura que contenía se extendiera más allá de las murallas de Zhentil Keep.

19. Pesadillas

Donde Gwydion el Veloz se enfrenta a terrores olvidados de su vida mortal, la prisión de Kelemvor experimenta algunos cambios no deseados y Cyric paga el precio por tratar de reconfigurar todo el mundo a su imagen y semejanza.

Gwydion estaba a la entrada de la cueva de Dendar. Un vapor anaranjado se arremolinaba alrededor de él como manifestación del sufrimiento que había impuesto a la Ciudad de la Lucha durante el levantamiento. Fragmentos animados de engendros y sombras yacían por doquier, debatiéndose, retorciéndose, gritando. Se oía el fragor de la batalla a las puertas del Castillo de los Huesos. Gritos airados y expresiones de pánico resonaban en las murallas diamantinas, manteniéndose en suspensión sobre el río Slith y los vertederos que se extendían más allá. El ruido ahogaba el silbido de la Serpiente Nocturna, que dormía en su enorme guarida felizmente alimentada con las pesadillas olvidadas del mundo.

—¡Dendar! —gritó Gwydion, y se acercó más a la primera línea de gigantescas estalagmitas. Diminutas criaturas acechantes circulaban entre las piedras y lo observaban con ávida curiosidad.

—Márchate —respondió una somnolienta voz cargada de desprecio—. Como les he dicho a los demás lacayos, el príncipe debe librar sus propias batallas. Es mi última palabra.

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