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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (42 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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«Es posible que el espíritu de la espada no pueda contestarte, magnificentísimo señor
—murmuró Jergal, cuya voz resonó en la mente del dios—.
Alguien le ha asestado un golpe mortal. Tal vez la Ramera haya utilizado su magia para...»

—El panteón planeó esto —rumió Cyric—. Atacaron a
Godsbane
para que no pudiera avisarme de que la ciudad estaba siendo asediada. —Con suavidad levantó la espada del suelo y la sostuvo en sus manos. La espada despidió un leve brillo rojizo.

«Amor mío
—dijo
Godsbane
con un hilo de voz—,
te he fallado...»

—Todavía no nos han vencido —dijo el Príncipe de las Mentiras—. Jergal, reúne a los engendros, libera a los perros del infierno. Expulsaremos a los dragones y a los gigantes de Zhentil Keep. Yo mismo encabezaré la carga.

«Este reino necesita en primer lugar tu valor, mi señor
—respondió el senescal—.
Los engendros a los que acabas de desterrar...»

—Sí, claro, parte de otra revuelta, sin duda —bramó Cyric con rabia—. Me ocuparé de ellos después de que haya acabado con las criaturas que atacan mi ciudad santa. Ahora date prisa y reúne una fuerza considerable, Jergal, o usaré tu sangre amarilla para devolver a
Godsbane
un poco de vida.

«Los engendros no formaban parte de ninguna revuelta. Acudieron aquí pidiendo tu protección.
—Jergal bajó la cabeza respetuoso—.
Esta vez son las almas de los Falsos y de los Fieles las que se alzan contra ti, magnificentísimo señor, y son liderados por los hombres muertos a los que encerraste en la impía armadura del Herrero».

* * *

La Ciudad de la Lucha estaba ardiendo. Las llamaradas envolvían las estrafalarias estructuras de diez alturas que dominaban el horizonte de la ciudad. Espesas nubes de hollín sobrevolaban los campos de escombros, cegando a cuantos entraban en contacto con ellas. El río Slith hervía y lanzaba vapor en el aire caliente como un horno.

Encima de una pila enorme de escombros, Gwydion el Veloz hacía frente a una docena de esqueletos armados con picas afiladas. Los cráneos de cincuenta de ellos, las astas rotas y las hojas retorcidas de igual número de armas se amontonaban ante los soldados no muertos imponiéndoles cautela. Aunque su armadura parecía demasiado pesada como para moverse con rapidez, el caballero había demostrado repetidamente que en realidad era mucho menos embarazosa de lo que podía pensarse. Visto aquello, los esqueletos subían con cautela por el montículo de piedras y de metal retorcido, pero su prudencia no les servía de nada.

Un esqueleto, más valiente o quizá más necio que el resto, trató de atravesar a Gwydion con su lanza. La sombra blindada arrancó la hoja del astil con un golpe de
Matatitanes
y a continuación se lanzó hacia adelante para atravesar la caja torácica del soldado. Los huesos rotos cayeron por la pendiente repicando como las piedras que ruedan por una techumbre de metal.

Los otros guerreros interpretaron el sacrificio de su compañero como una señal de ataque, pero la armadura forjada por Gond hizo a un lado sus armas como si fueran juguetes de madera. Gwydion giró sobre sí mismo, describiendo un arco frenético que atravesó a los soldados esqueléticos. Los huesos crujieron y los cráneos se desprendieron de los descarnados cuellos. Los guerreros no muertos recularon, al menos los que todavía podían correr, y Gwydion hizo una pausa para echar una mirada al campo de batalla.

Grupos de sombras asolaban la plaza. Algunos llevaban espadas, porras o látigos de lacerantes puntas arrebatados a los engendros. Otros habían improvisado armas con elementos hallados entre las ruinas. Gwydion y los demás caballeros habían descubierto que liberar a los Falsos de sus torturas era muy sencillo. Gritos como «¡Abajo, Cyric!» y «¡Larga vida a Kelemvor!» sonaban en las calles. Este segundo lema era el resultado de la soflama de Gwydion aquel día en las orillas del Slith. Aunque las sombras no sabían nada del héroe desaparecido hacía tanto tiempo, Kel era un encarnizado enemigo de su opresor, y eso era suficiente como para atribuirle el improbable papel de salvador.

Los engendros, desorganizados y proclives a luchar los unos con los otros, todavía no habían empezado siquiera a organizar un serio contraataque. Abrumados por la superioridad numérica de los Falsos que se habían levantado en la ciudad, muchos de los fieles de Cyric se habían refugiado tras los muros de diamante del Castillo de los Huesos. Ésos eran los afortunados. Los que habían sido sorprendidos fuera de esas defensas tuvieron que enfrentarse a la justicia más despiadada.

En ese mismo momento, en el otro lado de la plaza, un grupo de almas renegadas trataba de hacer salir a un engendro del interior de un edificio en ruinas. La menuda criatura trataba de alzar vuelo batiendo unas amarillentas alas de murciélago, pero dos de las sombras la derribaron antes de que pudiera huir. Como las demás batallas entre los Falsos recién liberados y sus antiguos carceleros, la escaramuza fue sangrienta y breve.

Ni las almas condenadas ni los engendros poseían el poder mágico necesario para destruirse mutuamente. Debido a ello, sus enfrentamientos solían seguir un modelo cruel, siniestro. Una vez acabado el combate, los vencedores dividían al vencido en una docena o más de partes, lo suficiente como para que tuvieran que pasar días hasta que los dedos, las piernas y los brazos volvieran a reunirse y se regeneraran. Ese mismo procedimiento se siguió en este caso, ya que las sombras diseminaron los restos amarillentos del engendro por toda la plaza. La cabeza de la criatura se ensartó en el extremo de una lanza y quedó lanzando maldiciones contra los Falsos que abandonaron la plaza en busca de otra presa.

—¡Os daremos como forraje a la Serpiente Nocturna cuando todo esto haya acabado, gusanos! —gritó la cabeza—. ¡Os hundiremos a todos en el fondo del Slith!

Gwydion reconoció la voz gruesa, sibilante. Corrió hasta la base del montículo de huesos. La cabeza golpeada y maltrecha lo miró con su habitual desprecio.

—¿Qué pasa? —musitó el engendro—. ¿Se puede saber qué miras?

—Has tenido más suerte que Af, Perdix. Cuando todo esto haya acabado tú todavía estarás aquí para servir al nuevo señor del reino.

La pequeña criatura entrecerró su único ojo y sacó la lengua bífida entre los labios ensangrentados y agrietados.

—¡Por el negro corazón de Cyric! —exclamó—. ¡Has vuelto!

Gwydion se sacó el yelmo. Las sombras de las decenas de pequeñas hogueras que ardían entre las ruinas le daban un aspecto decididamente amenazador cuando sonreía.

—Dijiste que un levantamiento nunca tendría éxito aquí. —Se apartó de los ojos el pelo empapado de sudor—. Te equivocaste.

—Mira, gusano —dijo Perdix entre dientes—, crees que llevas las de ganar, pero espera a que lleguen las tropas de élite de Cyric.

Una sutil sombra en el ojo acuoso del engendro hizo que Gwydion se volviera, alertado de repente del peligro que acechaba a su espalda. Una pantera gigante, oscura como la medianoche, cayó silenciosamente del cielo sobre alas de luz negra. Alcanzó a Gwydion con una zarpa enorme, haciéndolo caer de rodillas. El yelmo del caballero salió dando tumbos y
Matatitanes
se le escapó de la mano.

El felino se lanzó sobre Gwydion con una fuerza sobrenatural y lo derribó. Como un gato doméstico que jugase con un ratón capturado, le lanzaba zarpazos sobre la cara descubierta, dejando surcos sangrientos en la mejilla del caballero y amenazando con vaciarle un ojo.

—¡Ji, ji! —rió Perdix, alborozado—. ¡Hablando del diablo, te has topado con uno de los grandes!

La pantera echó una mirada rápida a la cabeza del engendro, claramente ofendida por la explicación dada por Perdix de lo obvio, y volvió a fijar los ojos en Gwydion. Los párpados se entrecerraron, como si la pantera se regodeara en la visión de su presa al tiempo que abría mucho las fauces.

Matatitanes
estaba fuera de su alcance, de modo que Gwydion golpeó con los puños las patas y la cabeza del felino, pero la gruesa piel de la criatura parecía tan dura como su propia armadura y los golpes no le hacían mella. A pesar de todo, su acción le dio tiempo al caballero para coger la vela que llevaba al cinto. Con un gruñido, Gwydion se volvió de lado y la encendió en uno de los fuegos que ardían alrededor de él.

Con un silbido parecido al quejido de un dragón dolorido, la cera lanzó una bocanada de humo. La reverberante nube pronto adoptó una forma más definida, la de un mastín tan grande como un caballo de tiro y cubierto por una capa de pululantes gusanos.

—¡Liberado! —aulló Kezef.

El aliento fétido del Perro del Caos fue suficiente para extinguir todos los fuegos que ardían en la plaza. La saliva que le goteaba de la lengua hecha jirones abría agujeros en las piedras a sus pies. Kezef se agazapó al ver a la pantera y a continuación saltó sobre ella. El impacto hizo que las dos bestias cayeran a una distancia equivalente a la estatura de un gigante de donde estaba Gwydion.

El Perro del Caos cerró las poderosas mandíbulas sobre el felino y sofocó el chillido de muerte antes incluso de que naciera en la garganta de la bestia. La pantera trató de devolver el golpe y vapuleó a Kezef con sus negras alas al tiempo que le desgarraba el vientre con las poderosas zarpas traseras. Sin embargo, esa masa de corrupción que era la piel de Kezef se reconfiguraba con tanta fluidez como el agua.

Cuando la pantera cayó, los gusanos abandonaron el esqueleto negro como el azabache de Kezef para cubrir el cadáver, y después de devorar la carne de la presa volvieron a colocarse sobre el perro. Los gusanos hacían que Kezef pareciera hinchado mientras pululaban, saciado su apetito, sobre su cuerpo corrompido.

El Perro del Caos arqueó el lomo de gusto al probar la carne después de tantos eones de hambre.

—¿Dónde estoy? —rugió—. ¿Dónde está ese traicionero bastardo de Máscara?

En el escaso tiempo que le había llevado al Perro del Caos matar y devorar a la pantera, Gwydion había conseguido recuperar la espada, pero no así el yelmo. El caballero blandía la espada ante sí en actitud defensiva frente al mastín.

—En la Ciudad de la Lucha. Máscara me dio la vela y me dijo que te liberara aquí. Dijo que nos ayudarías contra los secuaces de Cyric.

Después de olfatearlo una vez, el Perro del Caos frunció la nariz.

—Deja de temblar. Yo me como la médula de los fieles —dijo Kezef con voz sorda—. Tú todavía no estás madura, pequeña alma, y sólo me revolverías el estómago. —Señaló a Perdix con su hocico babeante—. ¿Dónde está el resto de él?

—E-esto es lo que queda de mí —farfulló el engendro—. Una cabeza. No hay bastante ni para que te afiles los dientes.

—Desperdigado por toda la plaza —dijo Gwydion. Retrocedió hasta donde estaba su yelmo y lo recogió del suelo por un cuerno—. Hay montones de engendros en torno al Castillo de los Huesos, si todavía tienes hambre.

—¿De modo que ése es el juego de Máscara? —Kezef soltó entre dientes una risita sibilante—. Me captura y me suelta en el patio de su vecino... Y todo eso para poder entrar a robar por la puerta trasera, sin duda. —Se dio la vuelta—. Me atiborraré aquí, pequeña alma, pero no seré el peón del señor de las Sombras. —El Perro del Caos se alejó dejando tras de sí, allí donde tocaban sus patas, charcos de líquido corrosivo.

—¡Esparcidas por la plaza! —dijo Perdix—. Más te valía haberme metido en su boca —se quejó con desprecio—. Al menos tengo la satisfacción de saber que has perdido la guerra, gusano. Tu arma secreta se te ha esfumado.

Gwydion se colocó firmemente el yelmo.

—Esa criatura fue idea de Máscara —manifestó con acento hueco. Se colgó a
Matatitanes
del hombro y partió hacia los campos sembrados de escombros que había a las puertas del propio Castillo de los Huesos—. Yo tengo otra pesadilla que liberar.

* * *

En el protegido puerto de Zhentil Keep, los barcos se alejaban de los muelles con torpes movimientos, timoneados por hombres tan desesperados como para enfrentarse a los trozos de hielo y a los dos dragones que se habían encargado de vigilar el río. Más allá del puente Tesh al este y del puente Fuerza al oeste, flotaban restos de barcos semisumergidos. A algunos el hielo les había destrozado el casco, otros tenían los mástiles y aparejos rotos por la helada respiración de los dragones blancos.

Las tumbas flotantes y orladas de hielo no bastaban para disuadir a los refugiados de hacerse a la vela. Los soldados asignados a vigilar el puerto tampoco habían conseguido detener a la turba. La mayoría de los zhentilares habían abandonado sus puestos ante las primeras arremetidas de los aterrorizados ciudadanos. Los que habían intentado mantenerse firmes flotaban ahora boca abajo en el Tesh, y la sangre que brotaba de sus gargantas cortadas teñía de rojo el agua alrededor de ellos.

—El de la vela azul. Ése lo va a conseguir —escupió el orco en la dirección del bote elegido antes de apoyar los gruesos codos sobre el bajo pretil de piedra que bordeaba el puente Fuerza.

—Nah —gruñó su compañero igualmente grosero—. Todos acabarán en trozos de madera flotante o palillos para los dientes de los dragones.

—¿Ah, sí? Bueno, si estás tan seguro, Zadok, ¿por qué no apostamos?

Zadok sacó un cuchillo con mango de marfil de su cinto y limpió la sucia hoja pasándola por encima de su chaleco de piel oscura.

—No sé, Garm. Esto se lo saqué al primer tramposo al que me pulí. Era un tipo muy chistoso, antes de que lo rematara. Le partí el cráneo, eso hice. Un golpe justo encima de...

—Eh, calla —farfulló Garm entre dientes. Cogió a Zadok por el brazo y orientó su mirada con un dedo semicongelado—. Mira lo que tenemos ahí.

Los orcos miraron al otro lado del puente, a la orilla norte, donde se habían plantado barricadas incendiadas para evitar que nadie saliera de la ciudad. Una figura solitaria corría por el puente pegada al pretil.

—¡Van a dejar escapar a uno! —gritó Garm.

Zadok cambió de mano el cuchillo y adoptó una posición de ataque mientras la figura dejaba de correr y se ponía a caminar.

—Parece una mujer. Humana, creo —dijo con mirada lasciva—. Al menos nos dará algo que hacer.

Cuando vio el cuchillo en la mano del orco, Rinda se detuvo y mostró las manos vacías.

—No hay necesidad de armas. He venido a ver al general Vrakk —dijo—. Dejadme pasar.

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