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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (47 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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—Tus fieles te aguardan —dijo Kel mientras los escribas se lanzaban sobre su verdugo.

Las llamas que torturaban a los hombres incandescentes eran peculiares, creadas para atormentar sus almas eternamente sin perder intensidad. A medida que un número cada vez mayor de escribas se iba sumando a la pira, los fuegos se mezclaban y su brillo cobraba tintes sobrenaturales. El calor infernal hizo retroceder a Kelemvor y obligó a Gwydion a protegerse los ojos. Fue así como fueron liberados de su tormento los hombres incandescentes, salvados del sufrimiento por las llamas de sus hermanos.

Cuando la pira se extinguió, Kelemvor revolvió las cenizas con
Godsbane
. Cyric había desaparecido.

—¿Ha sido destruido? —preguntó Gwydion esperanzado.

—Ni todos los fuegos del Hades podrían borrar a Cyric del mundo. Es como una enfermedad, como una peste —respondió Kelemvor negando con la cabeza—. Volverá.

20. El señor de los muertos

Donde los efectos de la ausencia de Cyric se extienden por los reinos mortales, Gwydion el Veloz vuelve a hacer honor a su nombre y un nuevo inquilino se instala en el Castillo de los Huesos.

Renaldo introdujo a lo que quedaba de la compañía en el callejón. Llevaban casi toda la mañana, desde que los gigantes, goblins y gnolls habían entrado en tromba por las destrozadas puertas occidentales, esquivando a los monstruos. Las esperanzas de organizar un contraataque se habían desvanecido en seguida, debilitadas por los zhentilares muertos con que se tropezaban, víctimas de los traicioneros orcos que se habían aliado con los atacantes o con las salvajes hordas de gnolls que asolaban las calles. Las alcantarillas de la ciudad tampoco eran seguras. Allí habían instalado los goblins su residencia, junto con las tenebrosas criaturas que habitualmente moraban en las cenagosas profundidades, como ratas gigantes, reptiles carroñeros y esas manchas flotantes de carne llamadas acechadores.

Ahora todo lo que Renaldo y la docena de soldados a sus órdenes esperaban era una oportunidad para poder salir subrepticiamente de la ciudad. Ansiaban un lugar donde descansar, donde vendar sus heridas y donde ingerir cualquier alimento que pudieran encontrar. Inesperadamente, esta estrecha calle de adoquines irregulares se presentaba como una leve promesa.

A un lado, una fila de casas apiñadas como un grupo de marineros borrachos. Al otro, unas altísimas columnas de mármol que delimitaban un silencioso perímetro en torno a los altos montones de escombros que habían sido un anfiteatro. Entre las columnas había esqueletos de lo que habían sido tiendas y puestos. Los apostadores se habían enseñoreado del lugar junto con los prestamistas; los sangrientos juegos que se celebraban en la arena les habían proporcionado uno de los medios de vida más rentables de la ciudad.

Al pasar junto a una casa de la que no quedaban más que las paredes, Renaldo hizo una pausa para disfrutar con su destrucción. Le debía la mayor parte del salario de todo un año al avispado propietario del lugar.

—¡Teniente!

Renaldo se sobresaltó, pero no se volvió a mirar. Como su promoción tenía apenas unas horas de antigüedad, seguía respondiendo todavía al título de sargento.

—Algo se mueve allí, en la arena, teniente.

Esta vez la advertencia sí que le llegó, pero para entonces ya había oído también los ruidos: un gruñido sordo y el golpe del cuero sobre la piedra. Allí se movía algo de gran tamaño, tratando de encontrar asidero entre las empinadas gradas que subían desde el arenoso suelo.

Renaldo indicó a sus soldados que se escondieran y él se deslizó hacia el interior de la casa en ruinas. A través de la puerta observó cómo se dispersaba el resto de la compañía. Unos cuantos encontraron huecos oscuros al otro lado del callejón. La mayoría se agachó tras convenientes pilas de escombros. Se aferraban a sus espadas con manos temblorosas por el miedo, el agotamiento y el frío.

Un rápido vistazo en derredor le reveló al teniente que había elegido mal su escondite. Las paredes del edificio eran sólidas, pero en el techo se abría un enorme agujero. Peor aún, no había nada dentro de la habitación lo bastante grande para esconderse debajo. Las sillas y las mesas habían sido destrozadas y los gnolls y orcos se habían llevado los trozos más grandes para encender hogueras.

Renaldo pensó en la posibilidad de llegar en una carrera a los desvencijados edificios del otro lado del callejón, pero un ruido de piedras removidas le impidió moverse de donde estaba. Se puso en cuclillas junto a la puerta mirando hacia arriba por el tejado agujereado. Bocanadas de vapor se elevaban desde el otro lado del muro del anfiteatro, seguida cada una de ellas del gruñido que acompaña a un esfuerzo.

Un gigante llegó trabajosamente a la parte alta de las gradas en ruinas. El titán era enorme, incluso para uno de su especie, y evidentemente la sangre que le manchaba la barba no era suya. Su yelmo astado y el peto presentaban abolladuras causadas sin duda por máquinas de asedio. Se había improvisado un capote con restos de tiendas y tapices que había unido mediante nudos. Colgados de una cadena atada a la muñeca llevaba trofeos de oro y plata: candelabros, jarras y fuentes. Los colgantes entrechocaron ruidosamente mientras el gigante izaba sus auténticos trofeos, los cadáveres inertes de dos toros, y se los cargaba sobre los hombros. El gigante esbozó una mueca de gozoso triunfo y bajó al galope el montón de escombros hasta el callejón.

Renaldo contuvo la respiración mientras el gigante pasaba casi rozándolo. El titán tuvo que ponerse de lado para pasar entre las columnas del anfiteatro y con aire distraído dio un puntapié a la estructura de una tienda apartándola de su camino mientras pasaba por encima de los puestos abandonados de apostadores y prestamistas. El ruido de los postes de madera rodando por encima del empedrado hizo que al soldado lo recorriera un escalofrío. «Se convertirán en polvo bajo las pisadas de dragones y gigantes.» Eso había dicho la anciana. Había acertado en lo de la promoción, aunque quedaba muy poco de la compañía bajo su mando. Tal vez también había previsto su destino fatal.

Sin embargo, el gigante pasó junto al escondite de Renaldo sin echar siquiera una mirada hacia abajo. El titán también pasó por encima de dos de los otros zhentilares que estaban refugiados bajo un carro volcado en medio del callejón. Silbando desafinadamente una canción triunfal, salió de la estrecha calle. Sus pisadas atronadoras sacudían la tierra mientras se dirigía hacia el bulevar que había más allá.

Con un suspiro de alivio, Renaldo salió de su escondite y empezó a cruzar la calle. El resto de la patrulla siguió sus pasos, saliendo de sus agujeros y avanzando hacia el refugio que prometía la fila de casas abandonadas. Descansarían allí un rato y estudiarían cuál era la mejor vía de escape.

Renaldo estaba en medio del callejón. No podía estar en lugar más expuesto cuando el primero de los gnolls dio la vuelta a la esquina. Por lo menos otros veinte venían detrás del explorador, puede que incluso treinta. Llevaban los musculosos cuerpos cubiertos con armaduras robadas a los zhentilares en sus propios barracones. Sus hocicos caninos sobresalían de los yelmos diseñados para las facciones humanas.

—¡Fuego! —ordenó el comandante gnoll en idioma común sorprendentemente bueno. No obstante, la orden fue desoída porque los bestiales soldados ya habían tensado los arcos. Aullando como lobos lanzaron una andanada de flechas adornadas con plumas negras.

Renaldo sintió que la flecha le atravesaba la garganta transformando la orden que había estado a punto de pronunciar en un gorgoteo ininteligible de dolor. Claro que su orden tampoco hubiera servido para nada. Como los zhentilares no llevaban arcos, lo único que podían hacer era correr buscando el refugio de la fila de casas y tratar de escabullirse antes de que las bestias pidieran refuerzos.

Mientras caía, llevándose las manos a la garganta, Renaldo observó vagamente que ninguno de sus hombres se detenía a mirarlo mientras corrían buscando refugio. Al teniente eso no lo asombró, él mismo había dejado morir a dos docenas de hombres en emboscadas similares durante la mañana. Eso no le impidió desear, de todos modos, que el resto de la compañía tuviera también un espantoso final.

Renaldo mordió el polvo. El impacto contra el suelo al caer lo dejó sin respiración. Al romperse la flecha bajo su peso, lanzó en todas direcciones punzantes oleadas de dolor, como si buscara alguna línea vital que cortar. Un espasmo sacudió los hombros de Renaldo, y al apartar los dedos de la garganta los encontró pegajosos por la sangre.

La calle le empezó a dar vueltas ante los ojos, los adoquines se movían debajo de él como una mecedora, pero el soldado se aferró a la conciencia. Tal vez la herida no fuera fatal, se dijo, aunque sabía que no podía ser cierto.

Con manos temblorosas, Renaldo se impulsó y se puso de rodillas. Entonces vio que los gnolls lo habían cercado, habían formado un círculo en torno a él, como una manada de lobos hambrientos. Uno de ellos alzó el arco y disparó.

Renaldo observó cómo la flecha volaba hacia él con una lentitud irreal. Sintió la punta de acero atravesándole el peto de cuero y hundiéndose en el pecho. El golpe lo derribó hacia atrás mientras manoteaba desesperadamente para no perder el equilibrio. Allí tendido, mientras la sangre empapaba el chaleco almohadillado que llevaba debajo de la armadura, Renaldo supo que la flecha le había roto tres costillas y se le había clavado en el corazón. Y a pesar de todo seguía vivo, a pesar de todo su alma se negaba a abandonar su dolorida coraza, mortal.

La verdad era que el alma de Renaldo no tenía adónde ir. El Reino de los Muertos no tenía señor. Con la derrota de Cyric, los hombres y mujeres de todo Faerun estaban fuera del alcance de la fría mano de la muerte. Para algunos, esto resultó una bendición sin par, pero para la mayoría era una pesadilla increíble.

En el desierto de Anauroch, una joven exploradora iba a gatas por la temida extensión conocida como el Espejo de At'ar. Su camello había muerto y hacía días que se había quedado sin agua. Cayó sobre las piedras ardientes por el solí agotada su última brizna de voluntad. Los buitres que habían sido su única compañía durante el último día, volaban en círculos cada vez más bajos. La exploradora rogó que la muerte se la llevara antes de que los carroñeros empezaran a desgarrar su carne reseca, pero, por supuesto, eso era imposible...

La habitación no decía mucho sobre el viejo mercader sembiano, salvo que era muy rico y estaba muy enfermo. La cama estaba tallada en la mejor teca de Chultan, las cortinas hechas de sedas importadas de Shou. Con lo que había pagado por las mantas se podría haber alimentado y vestido a una familia pobre durante todo el invierno. Sin embargo, todas sus riquezas no lo habían salvado de la enfermedad. A pesar de las pociones, bálsamos y tinturas que había comprado a lo largo de su vida. Durante años había luchado contra la enfermedad degenerativa que corrompía su frágil naturaleza, se había aferrado a cada instante de vida como un avaro se aferra al oro. Sin embargo, ahora, la retribución de su esfuerzo por vivir era demasiado pequeña.

Con manos desfallecientes, el mercader se llevó el veneno a los labios y lo tragó. El preparado, asquerosamente dulce, le quemó la garganta. El calor se difundió desde el estómago al pecho, amortiguando el dolor sólo un instante. Después, el veneno se adueñó de sus pulmones y le cortó la respiración. Debería haber terminado rápido, pensó, pero no era así. Durante horas, el veneno abrió surcos por todo su cuerpo, matándolo una y otra vez...

En una torre poco frecuentada, muy al norte de Aguas Profundas, un hombre yacía atado a una mesa. Le habían quitado la piel de la mano derecha, habían desollado sus dedos con tal pericia que la piel conservaba la forma, como un horrible y sangriento guante. También le habían hecho otras atrocidades. La pérdida de sangre hubiera sido suficiente para acabar con su vida hacía tiempo, pero por alguna extraña razón, la vida se aferraba a él.

Su torturador, un drow de la casa Duskryn de Menzoberranzan, se creía demasiado experto en las artes del dolor como para dejarse sorprender por nada. Sin embargo, mientras calentaba un juego de agujas finas y largas, se maravillaba ante la excitación inusual que esta víctima le había deparado.

—Un regalo de los dioses —murmuró el drow satisfecho. Nunca sabría cuán acertado estaba.

* * *

Kelemvor Lyonsbane estaba en lo alto de la muralla diamantina que rodeaba el Castillo de los Huesos, flanqueado por Jergal y Gwydion. Reunidas ante él, sobre las orillas del río Slith y sobre la planicie sembrada de escombros, estaban las huestes reunidas del Hades, tanto los engendros como los condenados. La desesperación abrumaba a los secuaces de Cyric, ya que habían sentido la derrota de su dios en sus negros corazones. Y aunque los engendros se habían rendido poco después de la desaparición de su dios, las sombras victoriosas los habían hecho sus esclavos.

—¡El tirano ha sido derrocado —gritó Kelemvor—, y con su derrota acaba el reinado de la injusticia! —Alzó sobre la cabeza las dos partes de la espada partida que había sido su prisión. El cielo rojo dio al frío e inerte metal un atisbo del tinte rosáceo que otrora tenía—. En este caparazón estuve cautivo diez largos años, un juguete de los dioses.

Con la empuñadura rota trazó un gran arco sobre la multitud señalando la ciudad en ruinas y el Muro de los Infieles.

—En este caparazón, algunos de vosotros habéis estado cautivos diez veces más que yo. Habéis sido torturados por el capricho de lunáticos como Cyric y, antes que él, Myrkul. Vuestro sufrimiento sólo sirvió para divertirlos, sólo para eso.

Un rugido ensordecedor se elevó desde la multitud. Las almas condenadas alzaron sus lanzas y sus garrotes al cielo y gritaron el nombre de Kelemvor.

—Jergal me dice que los dioses están reunidos a las puertas de la ciudad, esperando que se les permita entrar —anunció Kel cuando los gritos hubieron cesado—. Vosotros sois los únicos que podéis concederles ese privilegio, porque sois los reyes y reinas de este lugar.

—¡Que esperen! —gritó una sombra—. Dejaron que nos pudriéramos aquí. ¡Yo digo que les paguemos con la misma moneda ahora que se nos presenta la ocasión!

Jergal se colocó levitando al lado de Kelemvor. Sus ojos saltones estaban vacíos de expresión.

«Son los reinos mortales y no los dioses los que sienten el dolor de esta demora
—murmuró el senescal. Su voz era tan fría como un lago en invierno—.
Los moribundos no pueden ser librados de su sufrimiento ya que sus almas no tienen adónde ir».

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