El profesor (31 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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—¿Sí, Brian?

Ah, este Brian es un chico tranquilo. Tiene otra sonrisita para Penny. Va a hacerme
shish kebab.
No se da prisa.

—No sé, señor, eh, McCourt, cómo voy a volver a casa y, eh, decir a mis padres que estamos aquí sentados en una clase de segundo en el Instituto de Secundaria Stuyvesant leyendo, eh, recetas de libros de cocina. Otras clases están leyendo, eh, literatura americana, pero nosotros tenemos que estar aquí leyendo recetas como si fuéramos, eh, retrasados mentales.

Me siento irritado. Quisiera hundir a Brian con un comentario cortante, pero se hace cargo James, el de la definición de
gourmet.

—¿Puedo decir una cosa? —dice, y mira a Brian—. Tú no haces más que quedarte ahí sentado, criticando. Dime una cosa: ¿estás pegado a tu asiento?

—Claro que no estoy pegado a mi asiento.

—¿Sabes dónde está secretaría?

—Sí.

—Entonces, si no te gusta lo que hacemos aquí, ¿por qué no levantas el culo de esa silla y vas a secretaría y te cambias de clase? Nadie te obliga a quedarte aquí. ¿Verdad, señor McCourt? Pide el traslado —dice James—. Lárgate de aquí. Vete a leer
Moby Dick,
si tienes fuerzas para eso.

Susan Gilman nunca levanta la mano. Todo es demasiado urgente. Es inútil decir que hablar en voz alta sin levantar la mano antes va contra el reglamento. No hace caso. ¿A quién le importa eso? Quiere que te enteres de que ha visto tu juego.

—Ya sé para qué quiere usted que leamos estas recetas, así, en Voz alta.

—¿Lo sabes?

—Porque parecen poesía en la página, y algunas suenan como poesía al leerlas. Quiero decir que son incluso mejores que la poesía, porque tienen sabor. Y, uau, las recetas italianas son música pura.

—Otra cosa que me gusta de las recetas —interviene MaureenMcSherry— es que se pueden leer sin que los profesores latosos de Lengua Inglesa escudriñen el significado profundo.

—Está bien, Maureen, volveremos a tocar ese punto en otra ocasión.

—¿Cuál?

—Lo de los profesores latosos de Lengua Inglesa que escudriñan el significado.

Michael Carr dice que tiene ahí su flauta, y que si alguien quiere recitar o cantar una receta, él lo acompañará tocando. Brian pone cara de escepticismo.

—¿Estás de broma? —dice—. ¿Tocar la flauta con una receta? ¿Es que nos estamos volviendo locos en esta clase?

Susan le dice que corte el rollo y se ofrece a leer una receta de lasaña con acompañamiento de Michael. Mientras lee una receta de albóndigas suecas, el chico toca
Hava Negila,
una melodía que no tiene nada que ver con las albóndigas suecas, y la clase pasa de las risitas a la audición seria, y de ahí a los aplausos y felicitaciones. James dice que deberían hacer giras, con el nombre de Los Albóndigas, o Los Recetas, y se ofrece a hacer de agente suyo, ya que va a estudiar contabilidad. Cuando Maureen lee una receta de bollos irlandeses, Michael toca
La lavandera Irlandesa,
acompañado de golpes y chasquidos de dedos por toda el aula.

La clase cobra vida. Se dicen unos a otros que esto es una locura, la idea misma de leer recetas, de recitar recetas, de cantar recetas mientras Michael adapta su flauta a las recetas francesas, inglesas, españolas, judías, irlandesas, chinas. ¿Y si entrara alguien? Esos pedagogos japoneses que entran y se quedan de pie al fondo del aula para ver cómo enseñan los profesores. ¿Como explicaría el director lo de Susan y Michael y el Concierto de las Albóndigas?

Brian arroja un jarro de agua fría sobre las actividades. Pide un pase para ir a secretaría y solicitar que le cambien de clase, ya que en ésta no está aprendiendo nada.

—O sea, si los contribuyentes se enteraran de cómo derrochamos nuestros años de enseñanza secundaria cantando recetas, usted se quedaría sin trabajo, señor McCourt. No lo tome como algo personal —dice.

Se vuelve hacia Penny para recibir su apoyo, pero ella está ensayando una receta del libro de cocina de otro alumno. Mira a Brian y sacude la cabeza, y cuando ha terminado con la receta le dice que si se marcha de esta clase está loco. Loco. Dice que su madre tiene una receta de estofado de cordero que es de otro mundo, y que cuando mañana la traiga, le gustaría que Michael estuviera preparado con su flauta. Ay, si pudiera traerse a clase a su madre. Su madre siempre canta cuando prepara ese estofado de cordero en la cocina, y ¿no estaría bien que Penny pudiera leer la receta mientras su madre canta y Michael toca esa flauta tan bonita? ¡Eso sí que estaría bien!

Brian se sonroja y dice que él toca el oboe, y que le encantaría tocar con Michael al día siguiente, mientras Penny hace la receta del estofado de cordero. Penny le apoya una mano en el brazo y dice:

—Sí, lo haremos mañana.

En el tren A, camino de Brooklyn, me siento incómodo al pensar en el rumbo que está tomando esta clase, teniendo en cuenta sobre todo que mis otras clases me están preguntando por qué no pueden ir al parque con comida de todo tipo, y por qué no pueden hacer lecturas de recetas con música. ¿Cómo se puede justificar todo esto ante las autoridades, que no pierden de vista el plan de estudios?

Señor McCourt, ¿qué demonios pasa en esta aula? Hace usted leer a esos chicos libros de cocina, por Dios. ¿Y cantar recetas? ¿Nos está usted tomando el pelo? ¿Tendría la bondad de explicarnos qué tiene esto que ver con la enseñanza de la lengua inglesa? ¿Dónde están sus lecciones de literatura inglesa o norteamericana o de donde sea? Estos chicos, como usted sabe muy bien, se están preparando para asistir a las mejores universidades del país, y ¿es así como quiere prepararlos para que salgan al mundo? ¿Leyendo recetas? ¿Salmodiando recetas? ¿Cantando recetas? ¿Qué tal una coreografía del estofado irlandés, o de la tortilla clásica occidental, con la música correspondiente, por supuesto? ¿Por qué no dejar del todo la lengua inglesa y la preparación para la universidad, y convertir el aula en una cocina, con lecciones prácticas de gastronomía? ¿Por qué no organizamos el Coro de Recetas del Instituto Stuyvesant y damos conciertos por toda la ciudad y por el mundo, para que se ganen algo estos chicos que perdieron el tiempo en su clase, señor McCourt, y no entraron en la universidad, y ahora preparan la masa en pizzerías o friegan platos en restaurantes franceses de medio pelo en la parte alta? A eso va a llegar la cosa. Puede que estos chicos sepan cantar una receta del paté de lo que sea, pero jamás se sentarán en las aulas de las mejores universidades.

Es demasiado tarde. No puedo aparecer allí mañana y decirles que se acabó, que se olviden de los libros de cocina, que ya no habrá más recetas. Guarda la flauta, Michael. Haz callar a tu madre, Penny. Lo siento por lo del oboe, Brian.

¿Acaso no habíamos tenido tres días de participación completa en la clase, salvo el pequeño momento de rebelión de Brian? Y, por encima de todo, ¿acaso no te divertiste tú, profe?

¿O no has sido más que un tonto de remate, que te has dejado apartar una vez más de Mark Twain y Scott Fitzgerald en las clases de segundo y de Wordsworth y Coleridge en las de tercero? ¿No deberías insistir en que trajeran libros de texto a diario, para que pudieran ahondar y perseguir los significados más profundos?

Sí, sí, pero ahora no, ahora no.

¿Te están tomando el pelo los chicos? ¿Te están llevando la corriente con lo de las recetas y la música? Es la hora del mea
culpa.
¿Eres, en el fondo, un farsante? ¿Les estás llevando la corriente al ver que te llevan la corriente a ti? Ya te puedes imaginar lo que se dice en la sala de profesores: «El irlandés tiene completamente embaucadas a sus clases. Lo único que hacen (no te lo vas a creer, tío), lo único que hacen es leer libros de cocina. Sí, eso. Nada de Milton, ni de Swift, ni de Hawthorne, ni de Melville. Por Dios, están leyendo
Cocinar con gusto
y a Fanny Farmer y Betty Crocker, y están cantando recetas. ¡Jesús! En el pasillo no se puede hablar con el ruido de los oboes y las flautas y los cánticos de recetas que salen de su condenada aula. ¿A quién se ha creído que engaña?».

Quizá pudieras encontrar una manera de divertirte menos. Siempre has tenido ingenio para hacerte sufrir a ti mismo, y no quieres perder la práctica. Quizá pudieras intentar otra vez enseñar a hacer diagramas gramaticales, o buscar los significados más profundos. Podrías fustigar a tus desventurados adolescentes con
Beowulf
y las
Crónicas.
Y ¿qué hay de tu grandioso programa de mejora personal, señor Polifacético? Observa tu vida fuera del instituto. No estás integrado en ninguna parte. Eres un periférico. No tienes esposa, y a tu hija la ves rara vez. Ni visión, ni plan, ni meta.

Vete a la cripta, hombre, y ya está. Desvanécete y no dejes ningún legado, más que el recuerdo de un hombre que convirtió su aula en sala de juegos, en sesión de rap y en foro de terapia de grupo.

¿Por qué no? Qué demonios. ¿Para qué están los centros docentes, de todos modos? ¿Consiste acaso la tarea del profesor en servir carne de cañón al complejo militar e industrial? ¿Es que estamos preparando paquetes para la cadena de montaje del sistema empresarial?

Aay, qué serios nos estamos poniendo, y ¿es que me he metido a predicador? Hay que verme a mí: un indeciso con vocación tardía, un vejestorio que no se aclara, descubriendo de cuarentón lo que ya sabían mis alumnos adolescentes. No suspiréis por mí. No quiero que me cantéis endechas. Nada de llantos en el bar.

Me convocan ante el tribunal, acusado de llevar una doble vida. A saber: que en el aula me divierto y privo a mis alumnos de una buena educación, y por las noches me revuelvo en mi lecho de célibe preguntándome: «Dios nos asista, ¿qué es todo esto?».

Debo felicitarme a mí mismo, dicho sea de paso, por no haber perdido la capacidad de hacer examen de conciencia, por no haber perdido el don de encontrarme a mí mismo falto y defectuoso. ¿Por qué temer las críticas de los demás, cuando tú mismo eres el primero que te criticas a ti mismo? Si la cuestión es quién se insulta a sí mismo mejor, yo la tengo ganada antes de que den la salida siquiera. Recojan sus apuestas.

¿Miedo? Eso es, Francis. El pillete de los barrios bajos sigue teniendo miedo a perder su trabajo. Tiene miedo de que lo arrojen a la oscuridad exterior y lo ensordezcan los llantos, los lamentos y el rechinar de dientes. El profesor valeroso y lleno de imaginación anima a los adolescentes a que canten recetas, pero se pregunta cuándo caerá el hacha, cuándo sacudirán la cabeza con escepticismo los visitantes japoneses y darán parte a Washington. Los visitantes japoneses percibirán al instante en mi aula los síntomas de la degeneración de Estados Unidos, y se preguntarán cómo pudieron perder la guerra.

¿Y si cae el hacha?

A la porra con el hacha.

El viernes, el programa de actividades estaba lleno a rebosar. En el aula, cuatro guitarristas pulsaban las cuerdas, el nuevo Brian colaborador ensayaba con su oboe, Michael trinaba con su flauta, Zach extraía temas culinarios de los pequeños bongós que sostenía entre las rodillas, dos chicos tocaban la armónica. Susan Gilman estaba dispuesta a monopolizar la hora de clase con una receta que cubría varias columnas de texto, constaba de cuarenta y siete pasos diferentes y requería ingredientes que no suelen verse en un hogar norteamericano medio. Susan decía que era poesía pura, y Michael estaba tan emocionado que se disponía a componer una pieza para maderas, cuerdas, bongós y la voz de Susan. Pam va a hacer una receta de pato a la pequinesa, en chino cantonés, y su hermano, de otro curso, toca un instrumento de aspecto extraño que ninguno de los presentes en la clase había visto nunca.

Intento incorporar algo de enseñanza.

—Si sois observadores —digo—, habréis reconocido la trascendencia de este hecho. Por primera vez en la historia se va a leer una receta china con música de fondo. Debéis estar atentos a los momentos históricos. El escritor siempre se está diciendo: «¿Qué pasa aquí?». Siempre. Podéis apostar hasta el último centavo a que no encontraríais un momento como éste en ningún período de la historia, china o no china.

Atiendo al hecho histórico. Escribo en la pizarra los números. Empezaremos con Pam y su pato, después Leslie con el bizcocho borracho a la inglesa, Larry con huevos Benedict, Vicky con chuletas de cerdo rellenas.

Las guitarras, los oboes, las flautas, las armónicas, los bongós se van calentando. Los lectores ensayan sus recetas en silencio.

La tímida Pam hace un gesto con la cabeza a su hermano, y empieza el recital del pato a la pequinesa. La receta es larga, Pam la canta con un lamento agudo y su hermano rasguea las cuerdas de su instrumento, es una receta tan larga que los demás músicos empiezan a sumarse, uno tras otro, y cuando Pam está terminando de leer, ya suenan todos los instrumentos, desafiando a Pam a alcanzar unas octavas tan agudas y unos ritmos tan presurosos que el director Murray Kahn sale corriendo de su despacho temiéndose lo peor, y cuando mira por la ventanilla de la puerta y ve esta actuación en marcha no puede menos que entrar, con los ojos abiertos a más no poder, hasta que la voz de Pam se hace más y más suave, los músicos van apagándose, y el pato está listo.

Los críticos de la clase comentaron que Pam debería haber actuado al final. Dijeron que su receta de pato y la música china habían sido tan dramáticas que todo lo demás parecía flojo en comparación. Dijeron, además, que el texto y la música habían estado mal emparejados en muchas ocasiones. Había sido un gran error acompañar el bizcocho borracho a la inglesa con bongós. Le convenía la delicadeza y la sensibilidad del violín, o quizá del clave, y les parecía verdaderamente extraño que nadie pudiera asociar los bongós al bizcocho borracho a la inglesa. Y, hablando de violines, Michael había estado perfecto al acompañar la lectura de los huevos Benedict, y les había gustado mucho la combinación de bongós y armónica para las chuletas de cerdo rellenas. Las chuletas de cerdo rellenas tenían algo que estaba pidiendo la armónica, y ahora les sorprendía descubrir que se podía pensar para cada plato un instrumento que le correspondía. Hombre, esta experiencia requería una manera nueva de pensar. Decían que a los chicos de las otras clases les gustaría poder leer recetas en vez de a lord Alfred Tennyson y Thomas Carlyle. Los demás profesores de Lengua Inglesa estaban enseñando cosas sólidas, analizando poesía, encargando trabajos de investigación e impartiendo lecciones sobre el empleo correcto de las notas a pie de página y la bibliografía.

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