El profesor (32 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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Al pensar en los demás profesores de Lengua Inglesa y en las cosas sólidas vuelvo a sentirme intranquilo. Están siguiendo el plan de estudios, preparando a los chicos para los estudios superiores y para el amplio mundo que está más allá. No estamos aquí para divertirnos, profe.

Éste es el Instituto de Secundaria Stuyvesant, la joya de la corona del sistema educativo de Nueva York. Estos chicos son listos entre los listos. Dentro de un año estarán sentados ante catedráticos distinguidos, en las mejores universidades del país. Estarán tomando apuntes, copiando palabras que tendrán que buscar en los diccionarios. Nada de chorradas con libros de cocinas y visitas al parque. Habrá dirección y enfoque y erudición seria, y qué habrá sido de ese profesor que teníamos en el Stuyvesant, ya sabes quién te digo.

14

Lo anunciaré el lunes. Habrá quejidos y abucheos por lo bajo y comentarios a media voz sobre mi madre, pero tengo que volver al buen camino, como hacen los profesores conscientes. Recordaré a mis alumnos que la misión de este centro es prepararlos para las mejores universidades y facultades, de modo que un día puedan licenciarse y hacer sólidas aportaciones al bienestar y al progreso de este país, pues si este país se tambalea y se hunde, ¿qué esperanza quedará para el resto del mundo? Cuando salgáis de aquí tendréis una gran responsabilidad, y sería un delito por mi parte, como profesor, haceros derrochar vuestras jóvenes vidas leyendo recetas, por mucho que os divierta tal actividad.

Ya sé que todos lo pasamos bien leyendo recetas con acompañamiento musical, pero no nos han traído a este mundo para eso. Tenemos que seguir adelante. Así se hacen las cosas en Estados Unidos.

—Señor McCourt, ¿por qué no podemos leer recetas? ¿Es que una receta de pastel de carne no tiene tanta importancia como esas poesías que nadie entiende? ¿Es que no la tiene? Sin poesía se puede vivir, pero sin comida no.

Intenté mantener un equilibrio entre Walt Whitman y Robert Frost, por una parte, y el pastel de carne y las recetas en general.

Vuelven a quejarse cuando anuncio que voy a recitar mi poesía favorita. Eso me cabrea, y se lo digo:

—Me estáis cabreando.

Silencio consternado. El profesor dice palabras feas. Es igual. Recita la poesía:

La pequeña Bo Pip

no encuentra sus ovejitas.

Si las deja en paz, volverán solas

meneando las colitas.

Eh, ¿qué es esto? Eso no es una poesía. Estamos en secundaria y ¿nos suelta las coplas infantiles de
Mamá Ganso?
¿Acaso nos está tomando el pelo? ¿Está jugando con nosotros?

Vuelvo a recitar la poesía y los animo a que busquen el significado profundo sin más pérdida de tiempo.

—Oh, venga. ¿Es una broma? Que estamos en secundaria, hombre.

—Superficialmente, esta poesía, o esta copla infantil, parece sencilla, un cuento sencillo de una niña que ha perdido a sus ovejas, pero ¿me estáis escuchando? Esto es significativo. Ha aprendido a dejarlas en paz. Bo Pip es tranquila. Confía en sus ovejas. No las molesta mientras ellas pastan con calma por valles, prados, cañadas y laderas. Ellas necesitan su pasto, su fibra, y algún que otro trago de agua en un torrente de montaña cantarín. Además, tienen corderitos que necesitan algún tiempo para estrechar sus vínculos con sus madres después de pasarse el día entero retozando con sus compañeros. No les interesa que venga la gente a entrometerse para cortarles el rollo. Serán ovejas, serán corderos, serán corderitos, serán carneros, pero tienen derecho a un poco de felicidad en común antes de que los conviertan en las chuletas que devoramos, en la lana con que nos vestimos.

—Ay, Dios, señor McCourt, ¿por qué ha tenido que terminar de ese modo? ¿Por qué no ha podido dejar allí a las ovejas y los corderos, todos llenos de amor y disfrutando? Nosotros nos los comemos y nos vestimos con ellos. No está bien.

En la clase hay vegetarianos y veganos que dan gracias a Dios ahí mismo por no tener nada que ver con la explotación de esos pobres animales, y ¿podemos volver al tema de Bo Pip? Quieren saber si intento dar a entender algo en concreto.

—No, no intento dar a entender algo en concreto, sólo quiero decir que me gusta esta poesía por su mensaje sencillo.

—¿Cuál es?

—Que la gente debe dejar de molestar a la gente. La pequeña Bo Pip se contiene. Podría quedarse en vela toda la noche, esperando y sollozando junto a la puerta, pero ella sabe lo que debe hacer. Confía en sus ovejas. Las deja en paz, y ellas vuelven a casa, y ya os podéis imaginar el alegre encuentro, cuántos balidos de gozo y saltos y expresiones de satisfacción por parte de los carneros al recogerse para pasar la noche, mientras Bo Pip hace punto junto a la lumbre, con la felicidad de saber que en su recorrido diario, cuidando de las ovejas y sus crías, no ha molestado a nadie.

En mis clases de Lengua Inglesa del Instituto de Secundaria Stuyvesant, los alumnos estaban de acuerdo en que ni en la televisión ni en el cine de Hollywood había nada tan violento ni tan horrible como el cuento de Hansel y Gretel. Jonathan Greenberg habló de ello.

—¿Cómo vamos a presentar a los niños el cuento de un padre gilipollas, tan dominado por su nueva esposa que está dispuesto a hacer que sus hijos se pierdan en el bosque para que se mueran de hambre? ¿Cómo vamos a contar a los niños que a Hansel y Gretel los encerró en una jaula esa bruja que quería engordarlos para guisarlos? ¿Y hay algo más horrible que la escena en que la empujan a la lumbre? Es una vieja bruja malvada y caníbal, y se tenía merecido lo que le pasó, pero ¿no produciría todo esto pesadillas a un niño?

Lisa Berg dijo que estos cuentos han existido desde hace siglos. Todos nos hemos criado con ellos y los hemos disfrutado y hemos sobrevivido a ellos, así que para qué sacar las cosas de quicio.

Rose Kane estaba de acuerdo con Jonathan. Cuando era pequeña, tenía pesadillas con Hansel y Gretel, y puede que fuera porque ella también tenía una madrastra nueva que era una perra. Una verdadera perra que no habría tenido el menor reparo en dejarlas perdidas a su hermana y a ella en Central Park o en alguna estación remota del metro de Nueva York. Desde que oyó contar a su maestra del primer curso de primaria el cuento de Hansel y Gretel, se negaba a ir a ninguna parte con su madrastra a menos que las acompañase también su padre. Aquello enfurecía tanto a su padre que éste la amenazaba con castigos de todas clases. «Ve con tu madrastra, Rose, o te quedarás castigada para siempre.» Lo que demostraba, desde luego, que estaba completamente dominado por la madrastra, que tenía en la barbilla un lunar como lo tienen todas las madrastras de los cuentos de hadas, un lunar con pelitos de los que ella siempre se estaba tirando.

Al parecer, todo el mundo en la clase tenía su opinión sobre el cuento de Hansel y Gretel, y la cuestión principal era: «¿Contarías este cuento a tus hijos?». Propuse que los que estaban a favor y en contra se sentaran en lados opuestos del aula, y, cosa curiosa, la clase quedó dividida al cincuenta por ciento. También propuse que se designara un moderador, pero el debate estaba muy acalorado, no dejaba indiferente a nadie, y tuve que hacer yo mismo de moderador.

Tardé varios minutos en acallar el alboroto. Los del bando antiHansel y Gretel decían que el cuento podía hacer tanto daño a sus hijos que tendrían que gastarse un dineral en psicoterapia. Tonterías, decían los que estaban a favor. Venga ya. Nadie va a psicoterapia por culpa de los cuentos de hadas. Todos los niños de América y Europa se criaron con estos cuentos.

Los que estaban en contra sacaron a relucir la violencia de Caperucita Roja, cuando el lobo se traga a la abuela sin masticarla siquiera, y la maldad de la madrastra de Cenicienta. No se entiende cómo puede soportar un niño oír o leer estas cosas.

Lisa Berg dijo algo tan notable que provocó un silencio repentino en el aula. Dijo que los niños tienen en la cabeza cosas tan oscuras y profundas que están fuera del alcance de nuestra comprensión.

—Uau —dijo alguien.

Comprendieron que Lisa había hecho un hallazgo. Ellos mismos tampoco estaban tan lejos de la infancia, aunque no les habría gustado que se lo dijeras, y en aquel silencio se percibía que flotaban por el mundo de los sueños de la infancia.

Al día siguiente cantamos fragmentos de mi infancia. Esta actividad no tenía lógica ni significado profundo. No existía la amenaza de un examen que infectase nuestro canto. Yo sentía las punzadas del remordimiento, pero me divertía, y viendo cómo cantaban esos chicos judíos, coreanos, chinos, americanos, supuse que también ellos se estaban divirtiendo. Se sabían las coplas infantiles más conocidas. Ahora tenían melodías para cantarlas:

La tía Hubbard Hubbard

fue a la despensa, pensa

para dar a su perrito un hueso hueso

cuando la abrió, la abrió

no había nada, nada,

y el pobre perrito se quedó en ayunas.

He aquí el informe de observación que habría escrito yo si hubiera sido vicesuperintendente adjunto de Pedagogía en el Consejo de Educación, calle Livingston, número 110, Brooklyn.

Estimado señor McCourt:

Cuando entré en su aula el día 2 de marzo, sus estudiantes estaban cantando —de manera bastante ruidosa y molesta, puedo añadir— un popurrí de canciones infantiles. Usted los dirigía de una canción a otra sin hacer pausas para la elucidación, la exploración, la justificación, el análisis. De hecho, esta actividad no parecía tener ningún contexto, ningún propósito.

Un profesor de su experiencia podría haber advertido, sin duda, cuántos estudiantes iban ataviados con ropa deportiva, cuántos estaban recostados en sus asientos sacando las piernas al pasillo. No parecía que ninguno tuviera cuaderno ni instrucciones para usarlo. Se dará cuenta usted de que el cuaderno es la herramienta básica de cualquier estudiante de Lengua Inglesa de secundaria, y el profesor o profesora que descuida el uso de esa herramienta está desatendiendo sus obligaciones.

Lamentablemente, en la pizarra no había nada que indicara el tema de la lección del día. A esto puede deberse el hecho de que los cuadernos estuvieran ociosos en las carteras de los estudiantes.

Haciendo uso de mis derechos como vicesuperintendente adjunto de Pedagogía, tras el fin de la sesión interrogué a algunos de sus alumnos sobre el aprendizaje que pudieran haber sacado en limpio aquel día. Me respondieron una vaguedad rayana en el desconcierto, sin tener la menor idea de cuál había sido el propósito de esa actividad de canto. Uno dijo que se había divertido, y el comentario es válido, pero sin duda el propósito de la educación secundaria no es ése.

Sintiéndolo mucho, tendré que dar traslado de mis observaciones al superintendente adjunto de Pedagogía en persona, quien sin duda informará a la superintendente de Pedagogía misma. Es posible que reciba usted una citación para presentarse ante el Consejo de Educación. En tal caso, tiene derecho a acudir acompañado de un representante sindical y/o de un abogado.

Atentamente,

Montague Wilkinson III

—Muy bien, ya ha sonado el timbre. Volvéis a ser míos. Abrid los libros. Buscad esta poesía,
El vals de mi papá,
de Theodore Roethke. Si no tenéis libro, mirad por encima del hombro de alguien. En esta clase nadie os negará una mirada por encima del hombro. Stanley, ¿quieres leer la poesía en voz alta? Gracias.

El vals de mi papá,
de Theodore Roethke

Te olía el aliento a whisky

como para marear a un niño;

pero yo me aferraba a muerte:

bailar así era difícil.

Retozamos hasta que cayeron

las sartenes del estante.

El semblante de mi madre

no podía desfruncirse.

La mano que me sujetaba la muñeca

tenía los nudillos heridos;

cada vez que dabas un traspiés

rozaba con la oreja una hebilla.

Marcabas el ritmo en mi cabeza

con una mano llena de costras de suciedad.

Luego me llevaste a acostar bailando,

todavía agarrado a tu camisa.

—Gracias de nuevo, Stanley. Dedicad unos momentos a repasar de nuevo la poesía. Idla absorbiendo. Así que, cuando leísteis la poesía, ¿qué os pasó?

—¿Qué quiere decir con qué os pasó?

—Leísteis la poesía. Pasó algo, algo se movió en vuestra cabeza, en vuestro cuerpo, en vuestra tartera. O no os pasó nada. No estáis obligados a reaccionar a todos los estímulos del universo. No sois veletas.

—¿De qué nos está hablando, señor McCourt?

—Lo que os estoy diciendo es que no tenéis por qué reaccionar a todo lo que os ponga delante un profesor u otra persona cualquiera.

Parecen poco convencidos. Ya, ya. Dígaselo a algunos profesores de por aquí. Se lo toman todo como algo personal.

—Señor McCourt, ¿quiere usted que hablemos de lo que significa la poesía?

—Quisiera que hablaseis de lo que os apetezca hablar, en el entorno general de esta poesía. Acordaos de vuestra abuelita, si queréis. No os preocupéis por el significado «verdadero» de la poesía. Eso no lo sabe ni el poeta mismo. Cuando lo leísteis, pasó algo o no pasó nada. ¿Queréis levantar la mano aquellos a los que no os pasó nada? Está bien, ninguna mano. Así que os pasó algo en la cabeza, o en el corazón, o en las tripas. Eres escritor. ¿Qué te pasa cuando oyes música? ¿Música de cámara? ¿Rock? Ves una pareja que discute en la calle. Ves a un niño que se rebela contra su madre. Ves a un hombre sin techo que pide limosna. Ves a un político que pronuncia un discurso. Pides a una persona que salga contigo. Observas la reacción de la otra persona. Como eres escritor, siempre te preguntas a ti mismo, siempre, siempre, siempre: «¿Qué pasa aquí, nene?». ¿James?

—Bueno, tal que, esta poesía trata de un padre que baila con su hijo, y no es agradable, porque el padre está borracho y es insensible.

—¿Brad?

—Si no es agradable, ¿por qué se aferraba a muerte?

—¿Mónica?

—Aquí pasan muchas cosas. Al chico lo están arrastrando de un lado a otro de la cocina. El padre lo trata como si fuera una muñeca de trapo.

—¿Brad, de nuevo?

—Hay una palabra reveladora: «retozamos». Es una palabra que indica alegría, ¿no es verdad? O sea, podría haber dicho «bailamos» o algo corriente, pero dice «retozamos», y, como usted nos dice siempre, una sola palabra puede cambiar el ambiente de una frase o un párrafo. Así que «retozamos» produce un ambiente alegre.

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