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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El profesor (30 page)

BOOK: El profesor
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Yo quería enseñar con la pasión de Fisher y la maestría de Marcantonio. Era halagador saber que centenares de alumnos querían estar en mis clases, pero dudaba de sus motivaciones. No quería que me menospreciaran. «Ah, la clase de McCourt no es más que una tontería. No hacemos más que hablar. Darle al bla, bla, bla. Si no sacas sobresaliente en su asignatura, tío, es que eres tonto perdido.»

Yonk Kling se estaba tomando un coñac de sobremesa en el Montero. Dijo que yo tenía cara de estar hecho una mierda.

—Gracias, Yonk.

—Tómate un coñac.

—No puedo. Tengo que corregir un millón de trabajos. Ponme una copa de rioja, Pilar.

—Muy bien, Frankie. Te gustan las gaitas españolas. Te gusta el rioja. Búscate una buena chica española. Te tendrá todo el fin de semana metido en la cama.

Me senté en el taburete de la barra y conté a Yonk mi caso. Me parece que soy demasiado fácil. A los profesores fáciles no se les tiene respeto. A un profesor del Stuyvesant lo llamaban
Da de Balde.
Quiero hacer que se ganen la nota. Que tengan respeto. Se están matriculando en mis clases a centenares. Eso me inquieta, la idea de que esos chicos estén diciendo que soy fácil. Una madre vino al instituto y me suplicó que aceptara a su hija en mi clase. Era una mujer divorciada y me ofreció pasar un fin de semana con ella donde yo quisiera. Dije que no.

Yonk sacudió la cabeza y dijo que yo a veces no era demasiado listo, que tenía en mi carácter cierto elemento de intransigencia, y que si no me soltaba iba a caer en una madurez desgraciada.

—Vaya, hombre. Podrías haber repartido alegría a diestro y siniestro. Un fin de semana con la madre, un futuro halagüeño para la hija como escritora. ¿Qué te pasa?

—No me tendrían ningún respeto.

—A la porra el respeto. Tómate otro rioja. No, Pilar, ponle un coñac español, corre de mi cuenta.

—Está bien, Yonk, pero debo moderarme. Tantos trabajos. Ciento setenta trabajos, cada uno de trescientas cincuenta palabras si tengo suerte, de quinientas si no la tengo. Estoy hundido.

Dijo que me merecía dos coñacs, y que no sabía cómo me las arreglaba. Dijo:

—Vosotros los profesores... no sé cómo os las arregláis. Si yo me hiciera profesor, sólo sabría decir una cosa a esos pequeños bastardos: a callar. A callar y se acabó. Dime una cosa, ¿aceptaste a la niña en tu clase?

—Sí.

—Y ¿sigue en pie la oferta de la madre?

—Supongo.

—¿Y tú te quedas aquí sentado, tomando coñac español, cuando podrías estar perdiendo tu integridad de profesor donde quisieras?

Después de pasar quince años en cuatro institutos de secundaria distintos (el McKee, el de Industrias de la Moda, el Seward Park, el Stuyvesant) y en el colegio universitario de Brooklyn, estoy desarrollando instintos perrunos. Cuando aparecen las clases nuevas, en septiembre y febrero, soy capaz de percibir su composición química por el olfato. Yo observo su aspecto y ellos observan el mío. Puedo distinguir los tipos: los interesados y dispuestos; los elegantes; los escépticos; los indiferentes; los hostiles; los oportunistas que están aquí porque han oído decir que soy generoso con las notas; los amantes, que están aquí simplemente para estar cerca de la persona amada.

En este instituto tienes que ganarte su atención, provocarles. Allí los tengo, sentados, fila tras fila, mirándome con caras vivas e inteligentes, dispuestos a dejame que demuestre quién soy. Antes del Stuyvesant, yo era más capataz que profesor. Derrochaba tiempo de clase en cuestiones de rutina y disciplina, diciéndoles que se sentaran, que abrieran los cuadernos, considerando sus peticiones del pase para ir al baño, atendiendo a sus quejas. Ahora ya no había conducta incívica.

Ya no había quejas porque uno daba o recibía empujones. No había bocadillos voladores. No había excusas para no enseñar.

Si no cumples, dejarán de tenerte respeto. Afanarse en vano les resulta ofensivo. Si estás diciendo palabrerías o matando el tiempo, se dan cuenta.

En Broadway, el público arropa a los actores con su cortesía y sus aplausos. Las entradas les han costado caras. Se agolpan ante las entradas de artistas y les piden autógrafos. Los profesores de los institutos públicos de secundaria hacen cinco funciones al día. Su público desaparece en cuanto suena el timbre, y sólo les piden autógrafos para los anuarios, el día de la graduación.

Puedes engañar a algunos chicos parte del tiempo, pero cuando llevas puesta la máscara, ellos lo saben, y tú sabes que lo saben. Te obligan a decir la verdad. Si te contradices, exclaman: «Oiga, la semana pasada dijo usted otra cosa». Te encuentras frente a años de experiencia y frente a su verdad colectiva, y si te empeñas en esconderte detrás de la máscara de profesor, los pierdes. Aunque ellos se mientan a sí mismos y a todo el mundo, esperan sinceridad por parte de su profesor.

En el Stuyvesant decidí que cuando no tuviera respuestas, lo reconocería. Simplemente no lo sé, amigos. No, nunca he leído a Beda el Venerable. No tengo claras las ideas sobre el Trascendentalismo. John Donne y Gerard Manley Hopkins pueden resultar difíciles de entender. No sé gran cosa del tratado de compra de Louisiana. He hojeado a Schopenhauer y me he quedado dormido leyendo a Kant. De matemáticas, ni me hablen. Sabía lo que significaba «condigno», pero ya no me acuerdo. Lo de «usufructo» lo tengo claro. Lamento no haber podido terminar
The Faeri e Queene.
Volveré a intentarlo algún día, cuando haya dominado a los poetas metafísicos.

No recurriré a la ignorancia como disculpa. No me refugiaré en las lagunas de mi educación. Trazaré un programa de autoformación para convertirme en mejor profesor: disciplinado, tradicional, lleno de erudición, dispuesto a dar respuestas. Repasaré la historia, el arte, la filosofía, la arqueología. Recorreré de cabo a rabo toda la procesión de la lengua y la literatura inglesa, desde los anglos, los sajones y los jutos hasta los normandos, los isabelinos, los neoclásicos, los románticos, los victorianos, los eduardianos, los poetas de la Primera Guerra Mundial, los estructuralistas, los modernistas, los posmodernistas. Podré tomar una idea y seguir su historia desde una cueva de Francia hasta aquella sala de Filadelfia donde Franklin y los demás forjaron la Constitución de Estados Unidos. Supongo que seré un poco presumido, y hasta puede haber burlas, pero ¿quién va a escatimar al profesor mal pagado un momento para demostrar que un poco de ciencia es un peligro?

Los alumnos nunca dejaban de intentar distraerme de la asignatura tradicional de Lengua Inglesa, pero yo me sabía sus trucos. Seguía contando historias, pero iba aprendiendo a relacionarlas con personajes tales como la Dueña de Bath, Tom Sawyer, Holden Caulfield, Romeo y su reencarnación en
West Side Story.
A los profesores de Lengua Inglesa siempre se les está diciendo: tienes que darle relevancia.

Estaba encontrando mi voz y mi propio estilo de enseñanza. Estaba aprendiendo a sentirme cómodo en el aula. Bill Ince, mi nuevo jefe de departamento, me dio entera libertad, como me había dado Roger Goodman, para poner a prueba ideas nuevas sobre la creación literaria y la literatura, para crear mi propio ambiente en el aula, para hacer lo que quisiera sin intromisiones burocráticas, y mis alumnos tenían la madurez y la tolerancia suficientes para dejarme encontrar mi propio camino sin recurrir a la máscara o el bolígrafo rojo.

Existen dos maneras fundamentales de captar la atención del adolescente norteamericano: el sexo y la comida. Con el sexo hay que tener cuidado. Se enteran los padres, y a ti te llaman a capítulo para que expliques por qué estás permitiendo que tus alumnos escriban relatos que tratan sobre el sexo. Tú haces ver que todo se hizo con buen gusto, con un espíritu romántico más que biológico. Eso no basta.

Kenny Di Falco levantó la voz desde el fondo del aula para preguntarme si quería un mazapán. Enseñaba una cosa blanca, y decía que lo había hecho él mismo. Yo le dije como buen profesor formal que el reglamento prohibía comer y beber en clase, y que en todo taso qué era el mazapán. «Pruébelo», dijo él. Estaba delicioso. Hubo un coro de peticiones de mazapanes, pero Kenny dijo que no tendría suficientes. Al día siguiente traería treinta y seis mazapanes, que haría él mismo, naturalmente. Luego, Tommy Esposito dijo que traería diversas cosas del restaurante de su padre. Puede que fueran sobras, pero él se encargaría de que estuvieran buenas y calientes. Esto desencadenó un coro de ofertas. Una chica coreana dijo que traería una cosa que preparaba su madre,
k
imchee,
una col picante que levantaba ampollas. Kenny dijo que si íbamos a tener toda esta comida, deberíamos dejar la clase, reunirnos al día siguiente en la plaza Stuyvesant y colocarlo todo allí, en el césped. También dijo que nos acordásemos de traer platos y cubiertos de plástico y servilletas. Tommy dijo que no, que él jamás se comería las albóndigas de su padre con cubiertos de plástico. Estaba dispuesto a traer treinta y seis tenedores, y no le importaba en absoluto que los usásemos para otros platos. Propuso también que se dispensara al señor McCourt de traer nada. Ya era bastante duro enseñar a los chicos para tener encima que darles de comer.

Al día siguiente, la gente que paseaba por el parque se detenía a ver lo que hacíamos. Un médico del hospital Beth Israel dijo que nunca había visto tal despliegue de comida. Cuando le ofrecían bocados y tragos, ponía los ojos en blanco y decía «mmm» de gusto, hasta que probó el
kimchee
y tuvo que pedir una bebida fría para aliviarse la quemazón de la boca.

En vez de poner los platos sobre el césped, los colocamos sobre bancos del parque. Había platos judíos
(kreplach, matzos,
pescado
geffite),
italianos (lasaña, las albóndigas de Tommy, ravioli, risotto), chinos, coreanos, un pastel de carne enorme para treinta y seis personas, con carne de ternera, patatas y cebollas. Rondaba por allí un coche de policía. Los agentes preguntaron qué pasaba. «No se pueden montar fiestas en el parque sin permiso del ayuntamiento.» Les expliqué que aquella era una lección de vocabulario, y que miraran lo que estaban aprendiendo mis alumnos. Los policías dijeron que en la escuela católica nunca habían tenido ninguna lección de vocabulario como aquélla, que todo tenía un aspecto delicioso, y yo les dije que bajaran del coche y probaran algo. Cuando el médico del Beth Israel les dijo que tuvieran cuidado con el
kimchee,
ellos dijeron que adelante con él, que ya tenían experiencia con todas las comidas picantes de Vietnam y Tailandia. Metieron las cucharas y se pusieron a aullar y a pedir algo frío. Antes de marcharse en el coche patrulla, nos preguntaron con cuánta frecuencia pensábamos celebrar estas lecciones de vocabulario.

Los vagabundos se acercaron tímidamente y se abrieron camino entre el grupo, y les dimos un poco de lo que sobraba. Uno escupió un mazapán, diciendo:

—¿Qué porquería es ésta? Aunque yo viva en la calle, eso no les da derecho a insultarme.

Me subí a un banco del parque para anunciar mi nueva idea. Tuve que competir con la charla de los estudiantes, con los murmullos y quejas de los vagabundos, con los comentarios del público curioso, con los ruidos y los bocinazos del tráfico de la Segunda Avenida.

—Escuchad. ¿Estáis escuchando? Quiero que mañana traigáis a clase un libro de cocina. Sí, un libro de cocina. ¿Cómo? ¿Que no tienes un libro de cocina? Bueno, entonces me gustaría organizar una visita a esa familia que no tiene un libro de cocina. Haremos una colecta a vuestro beneficio. No os olvidéis de traer el libro de cocina mañana.

—Señor McCourt, ¿por qué tenemos que traer libros de cocina?

—Todavía no lo sé. Puede que lo sepa mañana. Tengo algo en la cabeza que puede convertirse en una idea.

—Señor McCourt, no se enfade, pero a veces es usted algo raro. Trajeron los libros de cocina.

—¿Qué tiene que ver esto con aprender a escribir? —preguntaban.

—Ya lo veréis. Abrid el libro por cualquier página. Si habéis hojeado el libro y tenéis alguna receta favorita, abridlo por esa página. David, lee la tuya.

—¿Qué?

—Lee tu receta.

—¿En voz alta? ¿Aquí, en clase?

—Sí. Vamos, David. No es pornografía. No tenemos todo el día por delante. Tenemos que leer docenas de recetas.

—Pero, señor McCourt, yo no he leído una receta en mi vida. No he leído un libro de cocina en mi vida. Ni siquiera he frito nunca un huevo.

David. Hoy cobra vida tu paladar. Hoy se dilata tu vocabulario. Hoy te conviertes en
gourmet.

Una mano.

—¿Qué es un
gourmet?

Otra mano.

—Un
gourmet
es una persona que sabe apreciar la buena comida y el buen vino, y las mejores cosas de la vida.

Un coro de «ooohs» recorre el aula, y hay sonrisas y miradas de admiración para James, que es el que menos pensaría uno que pudiera conocer algo más allá de los perritos calientes y las patatas fritas.

David lee una receta de pollo al vino. Tiene la voz inexpresiva y cohibida, pero parece que va aumentando su interés según va leyendo la receta, descubriendo ingredientes de los que nunca había oído hablar.

—David, quiero que toda la clase y tú apuntéis la fecha y la hora y el hecho de que en el aula 205 del Instituto de Secundaria Stuyvesant has recitado a tus compañeros la primera receta de tu vida. Sólo Dios sabe dónde te llevará esto. Quiero que todos recordéis que ésta es, probablemente, la primera ocasión en la historia en que una clase de Creación Literaria o de Lengua Inglesa se ha reunido para leer recetas de libros de cocina. David, tomarás nota de la ausencia de una ovación desenfrenada. Has leído esa receta como si estuvieras leyendo una página de la guía telefónica de Nueva York. Pero no te desanimes. Estabas recorriendo un territorio virgen, y estoy seguro de que cuando vuelva a tocarte hacer una lectura, darás todo su valor a la receta. ¿Alguien más?

Un bosque de manos. Elijo a Brian. Sé que es un error y veo venir el comentario negativo. Es otro pequeño imbécil como Andrew el de la silla inclinada, pero yo soy el profesor y estoy por encima de eso, una persona madura, preparada para dejar de lado mi ego.

—Sí, Brian.

Brian mira a Penny, que está en el asiento contiguo. Él es gay y ella es lesbiana. No lo ocultan. No han conocido nunca el armario. Él es bajito y gordo. Ella es alta y delgada, y yergue la cabeza como diciendo: «¿Es que quieres pelea?». Yo no quiero pelea. ¿Por qué habrán unido sus fuerzas contra mí? Sé que no les caigo bien, y ¿por qué no puedo aceptar ese hecho sencillo? No es posible caer bien a todos y cada uno de los centenares de chicos que tienes todos los años. Hay profesores, como Phil Fisher, a los que importa un comino caer bien o mal. Él diría: «Estoy enseñando cálculo infinitesimal, so zopencos rematados. Si no prestáis atención y si no estudiáis, suspenderéis, y si suspendéis, acabaréis enseñando aritmética a esquizofrénicos». Si todos los chicos de la clase despreciaban a Phil, él los despreciaba a su vez, y les metía el cálculo infinitesimal avanzado en la cabeza a golpes hasta que eran capaces de recitarlo dormidos.

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