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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (15 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Es una lástima que no llevemos niños viajando con nosotros —observó Khardan—. Se quedarían fascinados con semejantes mentiras. Supongo que ahora me dirás que aquella gente de Serinda eran hombres-pez, que bebían agua salada.

Auda no pareció ofendido ante esta reacción.

—El mar de Kurdin no siempre fue salado, o al menos así he oído decir a los sabios en la corte de Khandar. Sea como fuere, yo repito que no encontraremos agua en Serinda. Allí podremos, sin embargo, cobijarnos del sol. Podremos pasar todo el día de mañana a salvo dentro de sus murallas y, luego, continuar viajando la noche siguiente. Tenemos agua suficiente para durar todo ese tiempo, pero no más. Al día siguiente, cuando alcancemos nuestro campamento al pie del Tel, podremos conducir a vuestra gente a combatir contra Quar. Supongo —añadió Auda volviendo sus penetrantes e inexpresivos ojos hacia Khardan— que vuestros pozos no se habrán secado por completo…

Era obvio que no estaba hablando de agua.

—¡Los pozos de mi gente son profundos y puros! —replicó Khardan, resintiendo la insinuación pero no atreviéndose a decir nada más, ya que la observación del Paladín había acertado muy cerca del centro de su blanco.

Dando un rápido golpecito con la fusta sobre el hombro del camello, espoleó los flancos del animal con los talones e hizo que éste se adelantase hasta situarse a la cabeza de la partida.

Zohra montaba detrás de los hombres, con su atención dividida entre escuchar su conversación y vigilar con preocupación los balanceos del adormecido Mateo; supo, por el encorvamiento de sus hombros, que Auda estaba mirando a Khardan apreciativamente. Los dedos de la mujer se enroscaron en torno a las riendas y, sin que ella lo advirtiera, comenzaron a retorcer y trenzar el cuero. Jamás había oído, hasta ahora, miedo de verdad en la voz de su esposo.

Capítulo 10

Fue en las oscuras sombras de las murallas de Serinda, justo cuando el cielo estaba comenzando a clarear por el este con la llegada del nuevo día, donde Mateo se cayó de su montura y yació como muerto sobre la arena.

Más de una vez en aquel largo viaje, Zohra lo había visto cabecear desmayadamente mientras sus hombros se hundían y su cuerpo comenzaba a ladearse. Situándose a su lado, le atizaba un golpe en la espalda con la fusta de su camello. La fina y flexible vara mordía en su carne como un látigo a través de sus ropas: un medio doloroso pero eficaz de despertar a un jinete a la deriva. Mateo se ponía tieso de un tirón. A la tenue luz de las estrellas que aligeraba aquella oscuridad, Zohra podía ver cómo él la miraba con dolorida confusión. Volviendo a colocarse tras él; ella se llevaba la mano a sus velados labios ordenándole silencio. Khardan no se habría mostrado muy paciente con un hombre que no podía montar un camello.

Zohra vio a Mateo empezar a balancearse cuando alcanzaron Serinda, pero no pudo acelerar lo bastante su camello para sostenerlo. Se arrodilló junto a él. Le bastó poner la mano sobre la seca y calenturienta frente del joven para confirmar lo que ya desde la tarde anterior venía sospechando.

—La fiebre —le dijo a Khardan.

Levantando al joven en sus brazos (el frágil cuerpo del muchacho era tan ligero como el de una mujer), Khardan atravesó con él las puertas de Serinda. Semienterradas en la arena, aquellas puertas que en su día habían mantenido a raya a temibles enemigos, ahora permanecían abiertas al único enemigo que jamás podía ser derrotado: el tiempo.

Pukah no habría reconocido aquella ciudad como la misma en que él había llevado a cabo sus heroicas hazañas. El conjuro de Quar la había hecho aparecer a los ojos de los inmortales tal como éstos deseaban verla: como una turbulenta ciudad rebosante de vida y muerte repentinas. Las calles, ahora ahogadas en arena, eran para ellos calles atiborradas de turbas pendencieras. Las puertas, que ahora caían desprendidas de sus oxidadas bisagras, eran allí puertas rotas en peleas. El viento que susurraba a través de vacías y polvorientas habitaciones era la susurrante risa de amantes inmortales. Roto el conjuro, la Muerte una vez más recorría el mundo y Serinda era una ciudad que incluso Ella había abandonado hacía mucho tiempo.

Auda los condujo, a través de vacías calles azotadas por el viento, hasta un edificio que, según él dijo, había sido una vez el hogar de una rica y poderosa familia. Interesada tan sólo en encontrar un cobijo para Mateo, Zohra prestó escasa atención a las piscinas privadas de mosaicos multicolores o a los restos de estatuas; excepto, quizá, para reparar escandalizada en que los cuerpos humanos esculpidos estaban completamente desnudos. Aunque rotos y profanados por siglos de saqueadores, era fácil apreciar que sus escultores habían prestado minuciosa consideración a cada detalle.

Zohra estaba demasiado preocupada por Mateo como para poner atención en la roca labrada. Cuando Khardan lo había cogido en sus brazos, el muchacho lo había mirado directamente a la cara y no lo había reconocido. Después había hablado en una lengua que ninguno de ellos entendía, aunque era obvio, por su tono incoherente y sus gritos y exclamaciones, que lo que estaba diciendo probablemente tuviera bastante poco sentido.

Registrando bien las numerosas habitaciones de la vivienda, encontraron al fin una cámara cuyas paredes todavía estaban intactas. Situada en el interior de la gran mansión, parecía capaz de ofrecer resguardo contra el calor del mediodía.

—Esto servirá —dijo Zohra, echando a un lado con el pie algunos de los fragmentos mayores de piedra rota que había esparcidos por el suelo—. Pero él no puede acostarse sobre la piedra dura.

—Veré si encuentro algo para acostarlo —ofreció Auda ibn Jad y, silencioso como una sombra, abandonó la habitación.

La luz del sol se colaba a través de una grieta en el techo. Sus oblicuos rayos eran visibles en la bruma de polvo y arenilla que su llegada había levantado del pétreo suelo. La luz refulgía intensamente en el flamígero pelo de Mateo, exaltaba la palidez de su cara y brillaba en aquellos ojos vidriados que el muchacho tenía absortos en visiones que sólo él podía ver. Khardan lo sostenía con facilidad y firmeza. La cabeza del joven caía lánguidamente contra el fuerte pecho del nómada mientras una mano débilmente crispada colgaba por encima de su brazo.

Acercándose para retirar un mechón de cabello de la enfebrecida frente de Mateo, Zohra preguntó en un tono bajo y tenso:

—¿Por qué ha venido ese hombre?

—Agradece a Akhran que lo haya hecho —respondió Khardan sin mirarla.

—Yo no tenía miedo de morir —replicó Zohra con firmeza—, ni siquiera cuando sentí la punta de tu daga tocando mi piel.

La atónita mirada de Khardan se volvió hacia ella. ¡No estaba dormida! Había comprendido lo que él se proponía hacer y por qué tenía que hacerlo, y había preferido no hacérselo más difícil. Tendida, completamente inmóvil, fingiendo estar dormida, habría encontrado la muerte en manos de él sin inmutarse, sin protestar. ¡Sólo el propio Akhran sabía el valor que hacía falta para eso!

Sobrecogido, Khardan no pudo hacer otra cosa que mirarla sin pronunciar palabra. Mateo se agitaba y gemía en sus brazos. Zohra movió la mano para acariciar al muchacho en la mejilla. Sus ojos oscuros se elevaron para mirar a Khardan.

—Ese hombre —persistió en voz baja— ¡es malvado! ¿Por qué…?

—Una promesa —gruñó Khardan—. Yo hice un juramento…

Un ruido de pisadas los previno del regreso del Paladín Negro. Éste hizo su aparición por la puerta de la cámara, arrastrando consigo un colchón relleno de lana.

—Está asqueroso. Otros lo han usado antes para toda una variedad de fines —dijo Auda—. Pero es lo único que he podido encontrar. Lo he sacudido fuera, en la calle, para desalojar a diversos habitantes que no se mostraron demasiado complacidos de volver a encontrarse sin hogar. Pero, al menos, la Flor no verá añadirse picaduras de escorpión a sus demás problemas. ¿Dónde lo pongo?

Sin levantar los ojos, Zohra señaló en silencio hacia el rincón más fresco de la habitación. Auda tiró el colchón al suelo y lo corrió hasta su sitio con el pie. Zohra extendió una manta de fieltro de camello encima de él y, luego, indicó a Khardan con un gesto que tendiera a Mateo sobre ella. Con desmañada suavidad, el califa depositó al sufriente joven en el colchón. Este los miraba con ojos desorbitados; habló algo e hizo un débil intento de sentarse, pero apenas pudo levantar la cabeza.

—¿Se encontrará bien por la mañana? —preguntó Ibn Jad.

Arrodillándose junto a su paciente, Zohra sacudió la cabeza.

—Entonces, iré al grano —continuó el Paladín Negro—. ¿Estará muerto por la mañana?

Zohra volvió la cabeza; sus oscuros ojos miraron directamente a Auda por primera vez desde que se había unido a ellos. Durante largos momentos lo estuvo mirando en silencio; entonces sus ojos se fueron hacia Khardan.

—Traed agua —ordenó (una mujer estaba en su derecho de dar órdenes cuando luchaba contra la enfermedad), y se volvió hacia Mateo.

Los dos hombres abandonaron el edificio y atravesaron las silenciosas calles de Serinda en busca de los camellos que habían dejado amarrados justo nada más entrar por las puertas.

Auda tiró de su prenda facial hacia abajo y, alisándose la barba, sacudió gravemente la cabeza.

—Juro por Zhakrin, nómada, que he sentido el fuego de esa mirada chamuscando mi carne! Creo que me quedará la cicatriz toda la vida.

Khardan siguió caminando sin responder; el
haik
le cubría la cara ocultando también en sus sombras cualquier vislumbre de sus pensamientos. Auda alzó una ceja y sonrió, una sonrisa que se perdió absorbida por su barba negra. Con aire aún más grave, y de nuevo con aquella inexpresiva e impasible mirada en su pálido rostro, puso una mano esbelta y de largos dedos en el brazo de Khardan haciéndolo detenerse.

—Haz que ella se retire con un pretexto u otro. No hace falta que sea por mucho rato.

—No —respondió secamente Khardan, y reanudó su marcha apartando la cara de Ibn Jad y clavando su mirada en el frente.

—Existen maneras que no dejan ninguna marca. El muchacho habrá sucumbido a la fiebre. Ella nunca lo sabrá. Amigo mío —dijo Auda elevando su tono de voz para alcanzar el oído de Khardan, quien continuaba caminando y alejándose de él—, o la Flor muere ahora o todos moriremos en unos pocos días, cuando el agua se termine.

Khardan hizo un rápido y enojado gesto negativo con su mano, cortando con ella el tórrido y temblequeante aire como si fuera un cuchillo…

—¡Mi dios no permitirá que se entorpezca mi empresa! —le gritó Ibn Jad.

Khardan alcanzó las puertas, donde los camellos esperaban con la paciencia propia de su especie.

Auda permaneció donde estaba, de pie, con los brazos cruzados por delante del pecho.

—A menos que quieras encontrarte con
dos
muertos por la mañana, nómada, sacarás a esa mujer de la habitación y la mantendrás fuera un rato.

Khardan se detuvo, con la mano apoyada sobre la astillada madera de la semienterrada puerta. Sus dedos se crisparon, pero no se volvió.

—¿Cuánto tiempo necesitas? —preguntó con brusquedad.

—La cuenta de mil latidos de corazón —respondió Auda ibn Jad.

Capítulo 11

Con pasos amortiguados, Khardan entró en la casa donde se habían instalado, moviéndose en silencio entre las sombras de los corredores del abandonado edificio. Siempre incómodo entre paredes, el nómada se sentía doblemente a disgusto recorriendo los aposentos de otro hombre sin su permiso ni conocimiento. Se tratase de un palacio de sultán o de la más harapienta tienda del más bajo miembro de la tribu, un hogar era siempre un lugar sagrado, inviolable, al que se entraba con ceremonia y del que se salía con ceremonia. Y, aunque aquella morada hubiese sido saqueada y despojada de sus valiosas posesiones cientos de años atrás, los objetos mundanos y cotidianos de aquella gente desconocida se habían preservado en el aire caliente del desierto de tal manera que a Khardan le parecía como si los dueños fueran a regresar en cualquier momento: las mujeres, lamentando la destrucción; los hombres, encolerizados y clamando venganza.

El nómada tiene poco sentido del tiempo. El cambio no significa nada para él, puesto que su vida cambia diariamente. El nómada es el centro de su propio universo; él
es
su propio universo. Y tiene que serlo, necesariamente, si quiere sobrevivir a la dureza de su mundo. La muerte de miles de personas en una ciudad cercana no significará nada para él. El robo de una oveja de su rebaño lo llevará a declarar la guerra. Estando dentro de aquellas paredes, Khardan tuvo una repentina vislumbre del tiempo, el universo y su propia parte en él. Ya no era él el centro, el hombre por quien el sol salía cada día, el hombre por quien brillaban las estrellas, el hombre al que los vientos abofeteaban y desafiaban a batirse en combate personal. Ahora era tan sólo un grano de arena entre millones de granos más. Las estrellas no lo reconocían. El sol se levantaría algún día sin él y los vientos lo arrojarían desconsideradamente a un lado para recoger alguna otra mota como él.

El hombre que caminaba sobre aquellas coloreadas baldosas hacía tantísimo tiempo también se había sentido en su día el centro del universo. La gente que había construido aquella ciudad se tenía a sí misma por el ápice de la civilización. Su dios había sido para ellos el Único y Verdadero Dios.

Y ahora aquel dios no tenía nombre; había sido olvidado, como los hombres que le rendían culto.

Todo cuanto quedaba era de la tierra, de Sul, de los elementos. Las piedras sobre las que Khardan caminaba estaban en el mundo antes de que el hombre viniera a él. Utilizadas por el hombre, colocadas donde ahora se hallaban por el hombre, allí permanecerían cuando el hombre hubiese desaparecido.

La idea era humillante, aterradora. Los dedos del califa se deslizaron sobre la superficie lisa de la roca tallada, sintiendo la textura, el frescor dentro de la piedra a pesar del creciente calor del día, las ligeras depresiones aquí y allá donde la mano que manejaba el cincel había resbalado.

Suspirando, y con expresión grave, avanzó a través de aquella casa donde las sombras parecían más bienvenidas que él y, en silencio, entró en la habitación donde yacía Mateo.

Arrodillada junto al colchón, de espaldas hacia la puerta, Zohra volvió la vista hacia Khardan cuando éste entró y luego la retiró de nuevo. Atenta a su paciente, restregó un paño húmedo en la calenturienta frente del muchacho.

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