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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran

BOOK: El profeta de Akhran
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
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Las tribus del desierto están vencidas y desesperadas, el emir Qannadi sostiene una guerra fría de poderes con el imán, Meryem sigue intrigando y seduce a Achmad, hermano del califa Kharman, y los dioses se reúnen, sin éxito, para dilucidar su propio conflicto. Así abandonados por los inmortales, Khardan, Zohra, Mateo y Auda ibn Jad, el Paladín Negro de Zhakrin que se ha unido al califa mediante un juramento de hermandad, hacen un largo y accidentado viaje hasta el Tel, lugar de asentamiento de las tribus nómadas. Mateo está a punto de morir en Serinda, la antigua Ciudad de la Muerte. A su llegada a los campamentos del desierto, Khardan logra reivindicarse ante su pueblo y es nombrado Profeta de Akhran; a partir de ese momento, las aventuras y situaciones comprometidas se suceden una tras otra, siendo la magia uno de los elementos fundamentales para la consecución de los propósitos de los protagonistas.

Finalmente, la Rosa del Profeta ha florecido y la Gran Guerra entre los dioses y los hombres toca a su fin. Con ella se ha demostrado que el destino de los humanos está en manos de las divinidades pero que también éstas sufren las consecuencias de las acciones de sus criaturas.

Margaret Weis y Tracy Hickman

El profeta de Akhran

La rosa del profeta - 3

ePUB v1.0

Ukyo
23.06.12

Título original:
The Prophet of Akhran (Rose of the Prophet, volume three)

Margaret Weis y Tracy Hickman, 1989.

Traducción: Ramón M. Castellote

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: Ukyo (v1.0)

ePub base v2.0

AGRADECIMIENTOS

Quisiéramos agradecer la ayuda y apoyo de nuestras familias: Laura, esposa de Tracy, y Elizabeth Baldwin, hija de Margaret.

Queremos expresar también nuestra gratitud a Larry Elmore, por sus maravillosos dibujos de cubierta y sus ilustraciones interiores.

Gracias a Steve Sullivan por proporcionarnos, una vez más, representaciones visuales de nuestro mundo con sus mapas.

Extendemos nuestro agradecimiento a nuestra editora, Amy Stout, por su dedicación y su amistad y… sí, Amy, ¡esta vez hay un final feliz!

Quisiéramos dar las gracias a Lloyd Holden, instructor de la Escuela de Artes Marciales A.K.F. de Janesvilley Wisconsin, y a Bruce Nesmith, 2.° dan, por el tiempo dedicado a ayudarnos con las escenas de lucha. Todavía tenemos cardenales. Queremos agradecer el trabajo de varios autores que hemos utilizado como referencia. En particular Arabian Nights, traducido por Richard Burton; Arabian Society in the Middle Ages, de Edward William Lañe; Seven Pillan of Wisdom, de T. E. Lawrence; Alone tbrough the Forbid-den Land, de Gustav Krist; In Barbary, de E. Alexander Poweíl; Land Without Laughter, de Ahmad Kamal, y In the Land of Mosques and Minareis, de Francis Miltoun y Blanche McManus.

Para terminar, un agradecimiento especial a Patrick Luden Price, a quien cariñosamente dedicamos el personaje de Mateo, el joven brujo que abandona un mundo para , ir a renacer en otro.

EL LIBRO DE QUAR
Capítulo 1

El desierto ardía bajo un sol de verano que resplandecía en el cielo como el ojo de un dios vengativo. Bajo aquella asoladora y arrasante mirada, pocas cosas podían sobrevivir. Aquellos que lo conseguían, se mantenían fuera de la abrasadora vista del dios, escondiéndose en sus agujeros o refugiándose en sus tiendas hasta que el ojo se cerraba para dormir el sueño nocturno.

Aunque aún era temprano por la mañana, el calor irradiaba ya del suelo del desierto con una intensidad que incluso a Fedj, el djinn, lo hacía sentirse como si lo hubieran ensartado en un espetón y lo estuvieran asando lentamente sobre las brasas de un fuego eterno.

Fedj vagaba desconsoladamente por el campamento, en las faldas del Tel…, si es que podía seguir llamándose campamento. Sabía que debía estar atendiendo a su amo, el jeque Jaafar al Widjar, pero, considerando el humor del jeque en aquellos días, el djinn antes habría preferido atender a un demonio de Sul. Durante los últimos meses, todas las mañanas era la misma canción. En el momento en que Fedj brotaba del anillo que su amo llevaba en el dedo, volvía a empezar.

Primero, los gimoteos. Cogiéndose y retorciéndose las manos, Jaafar se lamentaba.

—De todos los hijos de Akhran, ¿no soy yo acaso el más desgraciado? ¡Estoy maldito, maldito! ¡Mi gente está prisionera! ¡Nuestras casas en las colinas, destruidas! ¡Las ovejas, que son nuestro medio de vida, desperdigadas a los cuatro vientos y los lobos! ¡Mi hija mayor, la luz de mi vejez, desaparecida!

En este punto Fedj siempre pensaba que, en otro tiempo, la desaparición de aquella hija habría sido considerada una bendición y no una maldición, pero, no queriendo prolongar la tortura de su amo, el djinn se abstenía de mencionarlo.

Los lamentos y retorcijones de manos iban poco a poco degenerando en estridentes exhortaciones y golpes en el pecho, silenciosamente interrumpidos de vez en cuando por los comentarios introspectivos del paciente y sufrido djinn.

—¿Por qué me has hecho esto a mí,
hazrat
Akhran? ¡Yo, Jaafar al Widjar, he obedecido fielmente cada uno de tus mandatos sin rechistar!

«¿Sin rechistar, amo? Sí… ¡Y yo soy hijo de una cabra!»

—¿Acaso no traje a mi hija, mi preciosa alhaja con ojos de gacela…?

«¡Y la disposición de un leopardo!»

—¿… a casarse con el hijo de mi antiguo enemigo (que los camellos pasen por encima de su cabeza), el jeque Majiid al Fakhar? ¿Y acaso no traje también a mi gente a residir aquí, al pie de este maldito Tel, por mandato tuyo? ¿Y no convivimos después en paz con nuestro enemigo como era tu voluntad,
hazrat
Akhran? ¿Y acaso no habríamos continuado viviendo en paz de no haber sido empujados más allá de toda provocación por esos rateros de los akares…?

«Quienes, por alguna razón, insistían en haber sido ultrajados por la “pacífica” rapiña de sus caballos por parte de los hranas».

—¿Y acaso no hemos sufrido también en manos de nuestros enemigos? ¡Nuestras esposas e hijos arrebatados de nuestros brazos por los soldados del amir y mantenidos cautivos en la ciudad! ¡Nuestro campamento destruido, mientras el agua del oasis se esfuma día a día ante nuestros ojos…!

Fedj elevó los ojos con un resignado suspiro y, sabiendo que no tenía otro remedio, entró en la tienda de su amo y lo sorprendió en mitad de la arenga.

—¿… y todavía insistes en que nos quedemos aquí, en este lugar donde ni el mismísimo Sul podría vivir por mucho tiempo, y esperemos a que a esa condenada planta, cuyos resecos y ennegrecidos apéndices están empezando a parecer tan consumidos como los míos, le dé por florecer?
¿Florecer?
¡Antes brotarán rosas de mi barbilla que de esos cactos chupadores de arena! —voceó Jaafar agitando un enclenque puño hacia el cielo.

La tentación de hacer brotar flores de verdad de la canosa barba del anciano fue tan aguda que Fedj se retorció de dolor. Pero ahora las lamentaciones y sacudidas de puño habían cesado, cosa que siempre iba seguida de lloriqueante contrición y humildes disculpas. Fedj se puso tenso: sabía lo que ahora venía.

—Perdóname,
hazrat
Akhran —dijo Jaafar postrándose de rodillas e inclinándose hasta tocar con la nariz el suelo de su tienda—. Es sólo que tu voluntad es muy dura y difícil de entender para nosotros, pobres mortales; y, dado que parece probable que todos perezcamos por el rigor y las dificultades, yo te ruego —añadió, espiando con sus ojillos al djinn desde los pliegues del
haik
— que nos libres de la promesa y nos dejes abandonar este maldito lugar y regresar con nuestros rebaños de las estribaciones…

Fedj sacudió la cabeza.

Los ojillos se tornaron suplicantes.

—Espero tu respuesta con la mayor humildad,
hazrat
Akhran —murmuró Jaafar al suelo de la tienda.

—El dios te ha dado su respuesta —dijo Fedj con un tono obstinado y severo—. Has de permanecer acampado al pie del Tel, en paz con tus primos, hasta que la Rosa del Profeta florezca.

—¡Florecerá sobre nuestras tumbas! —explotó Jaafar dando un puñetazo en el suelo.

—Si así ha de ser, que sea. Alabada sea la sabiduría de Akhran.

—¡Alabada sea la sabiduría de Akhran! —repitió con enojada burla Jaafar e, irguiéndose de un salto sobre sus esmirriadas piernas, se precipitó hacia el djinn—. ¡Quiero oírlo de boca del propio Akhran, y no de uno de sus mensajeros que tiene la barriga llena mientras yo me muero de hambre! ¡Ve a buscar al dios y tráelo hasta mí! ¡Y no vuelvas hasta que así lo hagas!

Con un manso
salaam
, Fedj se despidió. Al menos aquella orden constituía un cambio y le daba al djinn algo que hacer…, más el permiso para ausentarse por un buen tiempo mientras lo hacía. Desde fuera de los chamuscados y ajironados restos de lo que una vez había sido una vivienda espaciosa y confortable, Fedj pudo oír a Jaafar delirando y maldiciendo de un modo que habría hecho enorgullecerse a la fiera de su hija. El djinn lanzó una mirada a través del desierto, hacia el lado opuesto del Tel, donde se erguía la tienda de Majiid al Fakhar, el viejo enemigo de Jaafar. Los costados de la tienda de Jaafar se elevaban y agitaban con la cólera del anciano jefe como un ente que viviera y respirara. En contraste, la tienda de Majiid parecía una cascara seca a la que habían sorbido sus jugos vitales.

Fedj se acordó de la vez en que, tan sólo hacía unos meses, había sido el gigantesco Majiid, orgulloso de su pueblo y de su valiente hijo, quien había descargado su rabia atronadora contra las dunas. Ahora, la gente de Majiid se hallaba prisionera en Kich; su aguerrido hijo en el mejor de los casos estaba muerto y, en el peor, vagando furtivamente por el desierto como un miserable cobarde. El gigante era ahora un hombre acabado que rara vez salía de su tienda.

Más de una vez se lamentaba Fedj de haberse dado tanta prisa en comunicar a su amo que había visto a Khardan, el hijo mayor de Majiid y califa de los akares, escabullándose subrepticiamente de la batalla del Tel bajo la seda rosada de un
chador
de mujer. En efecto, si hubiese podido prever el naufragio general de ánimos y de valor que iba a sobrevenir, mucho más desastroso que todo el daño perpetrado por los soldados del amir, el djinn se habría dejado picar la lengua por las hormigas rojas y se la habría tragado antes de hablar.

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