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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (7 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¡Déjame marchar! —rogó ella comenzando a llorar—. ¡Deja que me lleve mi vergüenza y me arroje al mar!

Su llanto se volvió frenético. De nuevo intentó escapar de las manos de Achmed, y el joven se vio obligado a poner sus brazos alrededor de sus esbeltos hombros y sujetarla estrechamente contra sí, tranquilizándola. Poco a poco, Meryem se fue calmando y levantó sus ojos azules, centelleantes de lágrimas, para mirar en los de él.

—Gracias por tu amabilidad —dijo apartándolo de sí con suavidad—. Estoy mejor, ahora. Me marcharé y ya no te molestaré más…

—¿Marcharte? ¿Y adónde vas a ir, Meryem? —preguntó con tono severo Achmed, alarmado por su mención del mar.

—Volveré a la ciudad.

Meryem bajó los párpados, y él comprendió que estaba mintiendo.

—No —contestó Achmed sujetándola otra vez—. Al menos, no todavía. Descansa hasta que te sientas mejor de verdad. Entonces, yo te llevaré. No debes andar por ahí sola —continuó el joven con determinación, obrando, por el bien de ambos, como si no hubiese oído su manifiesta oferta anterior—. No tienes idea de qué clase de lugar es éste.

Meryem sonrió, con una sonrisa triste y lánguida que tocó a Achmed en el corazón. Una lágrima rodó por la suave mejilla, chisporroteando a la luz de las estrellas como un cristal precioso. Sin pensarlo, el joven levantó la mano para cogerla.

—Gracias por tratar de salvarme —dijo Meryem con dulce voz y dejó caer la cabeza cerca de él, pero sin llegar a tocar su pecho—. Pero

sé qué lugar es éste. Y tú sabes por qué estoy aquí…

—¡No lo puedo creer! —protestó con rotundidad Achmed—. ¡Tú no eres como… como ésas! —añadió con un ademán.

—¡Todavía no! —repuso Meryem escondiendo la cara entre las manos—. ¡Pero pronto lo habría sido de no ser por ti!

Y, levantando súbitamente la mirada, se agarró a la túnica del joven.

—¡Achmed! ¿No ves que Akhran te ha enviado? ¡Tú me has salvado del pecado! Ésta era mi primera noche aquí. Tú… habrías sido mi primer…, mi primer…

La piel de la mujer ardía; no pudo pronunciar la palabra. Achmed le puso la mano sobre los labios. Ella cogió sus dedos y los beso con fervor y, luego, se dejó caer de rodillas ante él.

—¡Alabado sea Akhran!

La belleza de la mujer deslumbraba al muchacho. La fragancia de su pelo y el perfume que flotaba en torno a su cuerpo lo embriagaban. Sus lágrimas, su inocencia, su dulzura, mezclados con el conocimiento de dónde estaban y lo que estaba sucediendo en torno a ellos inflamaba la sangre de Achmed. Éste se tambaleó como un borracho y fue la repentina debilidad de sus miembros lo que lo hizo caer de rodillas junto a ella.

—Meryem, ¿qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí? Tú estabas en Kich, es lo último que oí, viviendo con Badia, la madre de Khardan…

—¡Ah! ¡Pobre mujer! ¡No menciones su nombre! —exclamó Meryem apretando las manos contra su pecho y, agarrándose el vestido de seda, lo rasgó en su desesperación—. ¡No soy digna de oírlo siquiera!

Columpiándose adelante y atrás sobre sus talones, y gimiendo de dolor, dejó caer las manos, permitiendo que el rasgado tejido de su vestido se separase para revelar la lechosa y delicada piel de sus turgentes pechos.

Achmed tomó una temblorosa bocanada de aire. Cogiéndola de la barbilla, le hizo girar la cara hacia la suya y concentró su mirada en aquellos grandes ojos azules bañados de chispeantes lágrimas.

—Dime, ¿qué ha ocurrido? ¿Acaso Badia…, es que mi gente…? —El miedo lo helaba y sus dedos apretaron con más fuerza—. Algo terrible ha ocurrido, ¿verdad?

—¡Oh, no tan malo! —se apresuró a decir Meryem, cogiendo al joven por la muñeca—. A Badia y a toda tu gente que vivía en Kich los han sacado de sus casas y los han metido en la Zindam. Pero, seguramente, tú ya lo sabías… Fue por orden de Qannadi.

—No, de Qannadi no —replicó con aire sombrío Achmed—. Del imán. ¿Y están bien? ¿Los están maltratando?

—No —respondió Meryem, pero sus ojos vacilaron ante la escrutadora mirada del joven.

Éste le apretó con más fuerza la mano.

—¡Dime la verdad!

—¡Es tan vergonzoso! —dijo Meryem echándose a llorar.

Sus lágrimas cayeron sobre la piel de Achmed quemando como cenizas calientes.

—Yo estaba en la misma celda con Badia y sus hijas. Una noche, vinieron los guardias y dijeron… que querían a una de nosotras… voluntariamente o… si no, se llevarían a todas por la fuerza…

La joven no pudo continuar.

Achmed cerró los ojos. El dolor, la ira y el deseo se agitaban dentro de él. Podía imaginarse el resto y, rodeando a Meryem con sus brazos, se la llevó hacia sí. Al principio ella se resistió pero, gradualmente, dejó que sus fuertes brazos la consolaran.

—Tú te sacrificaste por las otras… —murmuró él con un tono dulce y reverente.

—Cuando los guardias se cansaron de mí —continuó ella sollozando sobre el pecho de Achmed—, me vendieron a un mercader de esclavos. Él me trajo hasta aquí. Yo… me escapé, pero no tenía adónde ir, ni dinero ninguno. Que Akhran me perdone. Creí que aún podía caer más bajo pero, alabado sea su nombre. Él te puso en mi camino.

Achmed se movió incómodo; no le gustaba oír el nombre del dios y menos aún le gustaba la idea de que Akhran pudiese haberlo, utilizado para salvar a aquella pobre muchacha.

—Coincidencia —contestó con hosquedad.

Pero Meryem sacudió con firmeza la cabeza. El velo se había deslizado de su pelo plateado; los pálidos mechones realmente parecían plata bajo la luz de las estrellas. Achmed cogió uno de aquellos mechones que estaba humedecido por las lágrimas de la joven. Suave y sedoso, desprendía un olor a rosas. Las palabras que entonces pronunció se le estancaron en la garganta, pero tenía que decirlas.

—Khardan estará orgulloso de ti…

Meryem levantó asombrada los ojos hacia él.

—¿No lo sabes…? —y se detuvo, confusa—. ¿No te lo dijeron? Khardan está muerto. Majiid envió noticia a Badia. Encontraron su cuerpo. Las historias sobre su huida de la batalla eran falsas…, mentiras propagadas por el imán. Khardan recibió un funeral propio de un héroe.

Ahora fue Achmed el que bajó la cabeza y Meryem la que estiró su mano para enjugarle las lágrimas.

—Lo siento. Creí que ya lo sabías.

—No, ¡no estoy llorando de pena! —repuso Achmed con la voz entrecortada—. ¡Estoy agradecido, porque murió con honor!

—Los dos lo queríamos —dijo Meryem—. Eso será siempre un vínculo entre nosotros.

De forma completamente accidental, sus mejillas se tocaron. La dulce brisa nocturna refrescaba la piel mojada de lágrimas y enrojecida de pasión. Sus labios se encontraron; sus lenguas probaron sal mezclada con azúcar.

Meryem empujó a Achmed e intentó levantarse, pero estaba enredada en sus propias ropas. Achmed se la acercó a sí. Con la cabeza girada, ella luchó por liberarse de su abrazo.

—¡Déjame! ¡Estoy deshonrada! ¡Déjame marchar! Te juro que no voy a hacer lo que temes. Tú me has salvado. Rezaré a Akhran y él me guiará.

—Él te ha guiado. Te ha guiado hasta mí —afirmó Achmed—. Te llevaré a mi tienda. Allí estarás a salvo, y yo iré a ver a Qannadi y…

—¡Qannadi!

La palabra brotó tan áspera y chillona que Achmed se retrajo.

—¿Lo has olvidado? —susurró Meryem apresuradamente—. ¡Yo soy la hija del sultán! ¡Tu amir mandó matar a mi padre y a mi madre! ¡Y también quiso darme muerte a mí! ¡No debe encontrarme!

Llena de pánico, se puso en pie como pudo y echó a correr a través de la oscuridad, tropezando con la larga falda de su vestido.

Achmed corrió tras ella y, agarrándola de la muñeca, tiró de ella hacia sí. El cuerpo de la mujer temblaba en sus brazos. Meryem lloraba y tiritaba de miedo. Él la estrechó fuertemente contra sí, acariciando su pelo dorado.

—Vamos, vamos. No quise decir eso. Lo olvidé por un instante. No se lo voy a decir a él; aunque estoy seguro de que, si lo hiciera, no te haría ningún daño…

—¡No! ¡No! —jadeó la muchacha, llena de terror—. ¡Debes prometérmelo! Júralo por Akhran, por Quar, por cualquiera que sea el dios que tú tengas por lo más sagrado!

Achmed guardó silencio durante unos momentos. Podía sentir su cálida y suave piel sobresalir del rasgado corpiño, elevarse con las rápidas y entrecortadas respiraciones contra su pecho desnudo. Sus brazos se estrecharon en torno a ella.

—Yo no juro por ningún dios —dijo Achmed con voz apagada—. No creo en ningún dios. Ya no. Pero lo juro por mi honor. Te mantendré a salvo, guardaré tu secreto. Te protegeré con mi vida.

Meryem cerró los ojos y apoyó la cabeza contra su pecho. Sus manos se deslizaron hacia arriba hasta rodearle el cuello y de su boca se elevó un suspiro que probablemente fuese de alivio pero que parecía un susurro de entrega.

Achmed interceptó el suspiro con sus labios, y esta vez Meryem no hizo esfuerzo por apartarlo de sí.

Capítulo 8

Promenthas convocó a los Uno y Veinte.

Su propósito: discutir la efervescente guerra que estaba teniendo lugar en el plano de los inmortales. Cuando los Uno y Veinte se reunieron esta vez, ya cada dios y diosa no miraba con satisfacción a los otros desde su faceta de la Gema que constituía el mundo. Ahora tan sólo unos pocos de los dioses más fuertes eran capaces de conservar sus moradas. Los demás se encontraban mansamente reunidos en el jardín de recreo de Quar, observados con curiosidad y reserva por las gacelas domésticas. Promenthas era fuerte todavía. Se erguía en su catedral, y no en el jardín, pero los ruidos de construcción de barcos resonaban a través de las cavernosas naves y perturbaban su descanso. Los seguidores de Promenthas, dios de las tierras y gentes de Aranthia, que se hallaban en el otro extremo del océano de Hurn, muy lejos de Tara-kan, se hallaban a salvo de la
jihad
que arrasaba las tierras de Sardish Jardan. Pero el martilleo de los clavos contra la madera pronto iba a terminar con su paz. El emperador de Tara-kan tenía suficientes riquezas y materiales procedentes del reino sureño de Bas para continuar con sus proyectos de construir una armada. En menos de un año, su flota estaría lista para cruzar el Hurn. Hordas de fanáticos seguidores de Quar lloverían sobre las amuralladas ciudades y castillos de Aranthia.

Aranthia, una tierra dispersamente poblada y dividida en pequeños estados, estaba gobernada por reyes y reinas que mantenían la paz casando a sus hijos e hijas con los hijos e hijas de los otros monarcas. La tierra estaba densamente cubierta de bosques, era difícil de atravesar de no ser por los ríos y afluentes que constituían el flujo sanguíneo del continente y podía resistir durante largo tiempo contra las tropas del emperador. Promenthas sabía, sin embargo, que al final su gente terminaría siendo derrotada, aunque sólo fuese abrumada por la ingente masa numérica de los invasores. La bulliciosa ciudad de Khandar, capital de Tara-kan, contenía ya por sí sola más población que toda la tierra de Aranthia.

Sentado en un banco cerca del altar, Promenthas contemplaba con mirada sombría a Quar haciendo su entrada en la catedral. Tan grande se había hecho el dios que se vio obligado a agachar la cabeza y girar su cuerpo de lado para poder cruzar el umbral. Sus magníficos hábitos estaban hechos de los más raros y costosos tejidos. Con todas las piedras preciosas del mundo adornando su cuerpo, Quar brillaba con más resplandor que las vidrieras de la catedral que, últimamente, aparecían algo mugrientas y polvorientas por falta de cuidados. Caminando a rápidos y cortos pasitos detrás de Quar, charlando alegremente con él y calculando por dentro al mismo tiempo la valía del gran dios, venía Kharmani, dios de la Riqueza.

Sin importarle que otra cara de la Gema pudiera brillar con más luminosidad, la faceta de Kharmani resplandecía con su propia luz, una luz dorada. Ningún dios, ni el más maligno ni el más benigno de ellos, se habría atrevido a intentar apagar aquella luz. Todos y cada uno de los Uno y Veinte, aparte de él, podrían agacharse a los pies de Quar. Kharmani se sentaría a su mano derecha… siempre que dicha mano continuara arrojando monedas de oro en su dirección.

Detrás de Quar, Promenthas vio una sombría figura colarse en la catedral a cubierto tras los amplios hábitos del dios. Promenthas frunció el entrecejo y suspiró preocupado por el destino del cepillo de las limosnas, pues estaba completamente seguro de que no quedaría ni un ochavo tras la partida de aquel otro dios, Benario, dios de los Ladrones. Kharmani se sentaría a la diestra de Quar, pero Benario lo haría a su izquierda, si el dios no le robaba antes los dedos a Quar.

Promenthas sintió entonces un retumbar bajo sus pies y supo que Astafás, dios de la Oscuridad, estaba viendo a Quar entrar en el mundo subterráneo de la noche perpetua. «Todo ese deslumbramiento debe herir sin duda los ojos de Astafás», pensó con ironía Promenthas, y sintió cierta compasión por su eterno enemigo.

Al menos, Astafás no se había rebajado hasta el nivel de esos miserables. Arrastrándose detrás de Quar y con toda su luminosidad perdida en la sombra del refulgente dios, venían algunos otros de los Uno y Veinte. Uevin, encogido y marchito, llevaba mansamente la cola de los hábitos de Quar. Mimrim, con la cabeza gacha, caminaba detrás sosteniendo un cojín para el caso de que el dios decidiera que estaba cansado y deseara sentarse. Hammah, el dios de las Grandes Estepas, marchaba con su yelmo de cuernos en la comitiva de Quar. El dios guerrero llevaba su lanza, para tratar así de ofrecer un aspecto más digno; pero su mirada no se atrevía a encontrarse con la de Promenthas y el dios de la barba cana comprendió entonces, con un gran pesar en todo su ser inmortal, que los rumores que había oído eran ciertos: la gente de Hammah se había aliado con el emperador y marcharía hacia la batalla del lado de Quar.

Promenthas vio allí a otros dioses y diosas, pero ahora estaba más interesado por aquellos que se hacían notar por su ausencia. Los enojados retumbos que sacudían los cimientos de la catedral indicaban que Astafás antes se arrojaría al Pozo de Sul que servir a Quar. Evren y Zhakrin no estaban allí, aunque Promenthas había oído rumores de que habían regresado. Y, naturalmente, a Akhran, el dios Errante, no se lo veía por ninguna parte.

Los ojos almendrados de Quar buscaron a Promenthas. Lentamente y con gran dignidad, el dios de la barba cana se puso en pie y avanzó hasta erguirse delante del altar. No había ningún ángel guardando sus flancos. La guerra en el plano de los inmortales se había llevado a todos sus subalternos. Sólo un ángel permanecía, y estaba prudentemente escondido en la galería del coro.

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