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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (4 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Pero su cuerpo ya no ardía de deseo cuando pronunciaba su nombre. Sin su presencia física para avivar las llamas, el fuego de su pasión hacía tiempo que se había enfriado, lo mismo que su ambición. La única emoción que ahora sentía al pronunciar en voz baja su nombre, cuando miraba en el cuenco de agua encantada, era el miedo.

Y has de saber, hija mía, que si oigo tu nombre de boca de otro antes que de la tuya, haré que te arranquen la lengua
.

Así había hablado Feisal, el imán.

Con la mirada perdida en las aguas del
hauz
, Meryem volvió a oír aquellas palabras y se estremeció con tanta violencia que se propagaron ondas de agua desde su mano por la superficie del estanque. Ya era
aseur
, después de la puesta del sol, y estaba comenzando a anochecer. Desde allí podía oír los sonidos del bazar, que cerraba por aquel día; los comerciantes guardaban sus mercancías y procuraban apremiar tan cortésmente como podían a los últimos compradores antes de echar el cerrojo a sus puestos. Badia y las demás estarían esperándola; necesitaban el agua para cocinar la cena, tarea en la que también se esperaría que ella contribuyese. Con un amargo suspiro, Meryem levantó el resbaladizo pellejo de cabra y comenzó a transportarlo a través de las estrechas y concurridas calles de Kich hasta la choza donde se alojaban los nómadas por la gracia del amir.

Mientras caminaba, se miró las manos y se preguntó si sería verdad lo que había dicho el eunuco. ¿Lograría alguna vez quitarse la suciedad y la negrura de ellas? ¿Desaparecerían algún día las durezas de sus palmas y sus dedos? Si no era así, ¿qué hombre la iba a desear?

—¡Esta noche
tengo
que ver a Khardan! —murmuró para sí Meryem—. ¡Dejaré este lugar y, con la gracia de Feisal, volveré a palacio!

La choza estaba oscura y silenciosa. Las seis mujeres y numerosos niños que se albergaban apretadamente en la diminuta vivienda estaban envueltas en sus mantas, dormidas. Agachándose de cuclillas en el suelo, encorvada sobre un cuenco de agua que sostenía en su regazo, entre las piernas cruzadas, Meryem se sentó de espaldas a las otras ocultando con cuidado su trabajo bajo los pliegues de su atuendo. De vez en cuando, musitaba por lo bajo una oración a Akhran, el dios de aquellos miserables nómadas. Si alguna de las mujeres se despertaba, vería y oiría a Meryem inclinada en devota plegaria.

En realidad, estaba ejecutando su magia.

El agua del cuenco parecía negra con la sombra de la noche. Aunque la luna brillara, ni el más leve rayo de luz podía penetrar allí, ya que no había ventanas en aquellos edificios que se amontonaban unos sobre otros como juguetes arrojados por un niño en una rabieta. Sólo había una puerta, recortada en el muro de barro cocido por el sol, que permanecía abierta durante el día y, por la noche, se cubría con una tela. Pero Meryem no necesitaba luz.

Cerró los ojos y, entre las vacías oraciones a Akhran que iba dejando caer, susurró sus palabras arcanas intercaladas a intervalos apropiados con el nombre de Khardan. Después de recitar el conjuro tres veces, teniendo cuidado de pronunciar cada palabra con claridad y precisión, Meryem clavó la mirada en el cuenco, conteniendo la respiración para no causar la menor perturbación en el agua.

La visión vino otra vez hasta ella, la misma visión que aparecía todas las noches, y Meryem comenzó a maldecir dentro de su corazón cuando, de pronto, se detuvo. ¡La visión estaba cambiando!

Allí estaba el
kavir
, el desierto de sal, resplandeciendo con crueldad a la luz de un sol abrasador. Y allí estaba aquella increíblemente azul extensión de agua cuyas suaves olas lamían la blanca orilla arenosa. A menudo había tenido esta visión y había intentado ver más allá de ella, pues algo dentro de sí le decía que Khardan estaba allí, por alguna parte. Pero siempre, hasta aquella vez, en el preciso momento en que parecía que iba a lograr verlo, una nube oscura emborronaba su visión. Ahora, sin embargo, no había ninguna nube que le impidiese ver. Observando atentamente, con el corazón latiéndole de tal manera que llegó a temer que sus sordos martilleos pudieran despertar a las dormidas mujeres, Meryem vio una barca navegando sobre el agua azul a punto de tomar tierra en la salobre orilla. Vio a un hombre —¡el loco del pelo rojo, maldito sea!— apearse de la barca. Vio a tres djinn, un hombrecillo reseco como una comadreja y otro ataviado con una extraña armadura…

¡Sí! ¡Era él! ¡Khardan!

Meryem tembló de excitación. Él y el loco del pelo rojo estaban ayudando a levantar a alguien más del suelo de la embarcación. Era Zohra, la esposa de Khardan. Meryem rogó a Quar que fuese el cadáver de Zohra lo que manejaban con tanto cuidado, pero no perdió tiempo en averiguarlo. Con su mano temblando de ansioso deleite, se puso silenciosamente en pie, vertió el agua en el suelo de tierra y, envolviéndose estrechamente la cara con su velo, se deslizó con sigilo hasta la calle vacía. Mirando a su alrededor para asegurarse de que estaba sola, Meryem metió la mano en el seno de sus vestiduras y sacó un cristal de turmalina negra, tallado en forma de triángulo, que le colgaba en torno al cuello de una cadena de plata.

Levantando la gema hacia los cielos, Meryem susurró:

—Kaug, sirviente de Quar, necesito tu servicio. Llévame, con la velocidad del viento, a la ciudad de Bastine. Debo hablar con el imán.

Capítulo 4

Achmed ascendió las interminables escaleras que conducían hasta el templo de Quar en la ciudad cautiva de Bastine. El centro de culto a Quar, antes templo del dios Uevin en la capital libre de la tierra de Bas, era extremadamente feo a los ojos del joven nómada. Inmenso, lleno de columnas, ángulos agudos y esquinas cuadrangulares, el templo carecía de la gracia y delicada elegancia de los pináculos y minaretes y del trabajo de celosía que adornaba el templo de Quar en Kich. También el imán detestaba el templo y habría ordenado que lo echaran abajo de no haber intervenido Qannadi.

—La gente de Bastine ya ha sido obligada a tragar bastante medicina amarga…

—Por el bien de sus almas —interpuso con acento piadoso Feisal.

—Desde luego —respondió el amir con un ligero rictus en la comisura de los labios que tuvo buen cuidado de que sólo viera Achmed—. Pero curemos al paciente, imán, no lo envenenemos. No tengo hombres suficientes para sofocar una rebelión. Cuando lleguen los refuerzos del embajador, dentro de un mes, entonces puedes derribar el templo.

Feisal lanzó una furiosa mirada; sus ojos negros ardieron de cólera en los hundidos huecos de su demacrado rostro, pero no pudo decir nada. Al hacer de la cuestión de la destrucción del templo un asunto militar, Qannadi se lo había arrebatado al imán limpiamente de las manos. Aunque hombre religioso, el emperador de Tara-kan era también un hombre muy práctico que estaba disfrutando de las riquezas del recién adquirido territorio de Bas. Y, lo que es más, el emperador sentía confianza y admiración por su general, Abul Qasim Qannadi. Si el imán hubiese decidido apelar la determinación del amir, no habría recibido el menor apoyo de su emperador, y éste era la máxima autoridad del sacerdote aquí en la tierra.

¿Y en cuanto a apelar a la Más Alta Autoridad? Si Feisal había estado rezando a Quar para que una flecha enemiga fuese a alojarse en el pecho del amir, nadie lo sabía más que el propio imán y el dios. Y, al parecer, también el dios estaba satisfecho con el trabajo que Qannadi estaba llevando a cabo en Su Sagrado Nombre, ya que en la única ocasión en que el amir se había encontrado en serio peligro durante toda la campaña, el joven Achmed había estado allí para rescatarlo. El imán había dado públicamente gracias a Quar por aquella heroica hazaña, pero tanto el sacerdote como el dios debieron de haber encontrado irónico que un seguidor de Akhran (un antiguo seguidor, bien es cierto) hubiese sido el instrumento del destino para salvar la vida de Qannadi.

Deteniéndose un momento en el quinto tramo de la larga fila de escaleras que conducían al templo, Achmed se volvió para mirar a la multitud que pacientemente esperaba bajo el calor de las horas tardías de la mañana a que el imán les concediese audiencia. El joven se maravilló ante la resolución del amir. No había señales de rebelión ninguna que él pudiera apreciar, como en las anteriores ciudades que habían conquistado. Ni había pintadas amenazadoras garabateadas en las paredes durante la noche, ni destrozos de los altares de Quar ni fuegos misteriosos encendidos en edificios abandonados. A pesar de que sus soldados habían librado una sangrienta batalla y la habían perdido, la ciudad de Bastine parecía sentirse demasiado complacida de hallarse bajo el mandato del emperador y de su dios. Sin duda, la inmediata reapertura de las rutas comerciales entre Tara-kan y Bastine y la subsiguiente afluencia de riqueza a la ciudad tenía algo que ver con ello, como lo tendrían las otras bendiciones de Quar que se estaban derramando sobre las cabezas de aquellos que se convertían a él.

Aquélla era la miel de la que la gente de Bastine se alimentaba ahora. La amarga hierba que se habían visto forzados a tragar era la matanza de cinco mil vecinos, amigos y parientes. El recuerdo de aquel espantoso día perseguiría a Achmed en sus pesadillas hasta el último día de su vida. Y él sabía que nadie de aquella ciudad lo olvidaría tampoco. Pero ¿estaba aquella gente gobernada por el terror? El joven capitán echó una mirada a las filas de suplicantes y sacudió la cabeza. Terminando de ascender los tres tramos de escaleras que le quedaban, intercambió saludos con los guardias del amir apostados allí y, atravesando una puerta lateral, penetró en los sombreados confines del templo.

Sentado en su trono de madera de
saksaul
labrada, que había sido acarreado por todo lo largo y ancho de la tierra de Bas, el imán sostenía en aquel momento su
divan
diaria. Montada sobre una tarima detrás de él, la cabeza de carnero dorada brillaba a la luz de una llama perpetua que ardía en su base. El humo se elevaba desde ella en perezosas espirales y, aunque el techo de la cámara, decorado con frescos, se encontraba muy alto por encima de sus cabezas, el olor a incienso dentro de los cerrados confines de la sala de audiencias del templo era abrumadoramente denso. Los recién formados sacerdotes-soldados de Feisal se hallaban estacionados en la entrada principal a la cámara de audiencias, ocupados en mantener el orden en la multitud de suplicantes y hacerlos avanzar de a uno cuando el imán daba la señal.

Aunque Achmed permanecía invisible entre las sombras, tenía la inquietante sensación de que Feisal sabía que estaba allí; incluso podría haber jurado que, cuando él apartó la mirada, aquél clavó sus negros, intensos y abrasadores ojos en él. Pero, cuando quiera que Achmed miraba al sacerdote, la atención de éste parecía centrada exclusivamente en el suplicante que se arrodillaba ante él.

«¿Qué extraña fascinación me atrae hasta aquí?» Achmed no podía decirlo, y cada día, cuando abandonaba el lugar, se juraba a sí mismo que no regresaría. Y, sin embargo, el día siguiente lo encontraba ascendiendo de nuevo las escaleras y deslizándose por la puerta lateral con tanta regularidad que los guardias se habían acostumbrado a sus visitas y ya no levantaban las cejas el uno al otro cuando Achmed había pasado.

El joven soldado ocupaba su posición habitual, apoyado contra un pilar agrietado junto a la puerta lateral, desde donde podía ver y oír sin ser visto ni oído, y donde solía estar a solas. Aquel día, sin embargo, Achmed se sorprendió al encontrar a alguien más de pie junto a su pilar. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad que los envolvía al dejar atrás el deslumbre del sol, el joven vio de quién se trataba y la sangre afluyó hasta su cara. Al instante inclinó la cabeza y se dispuso a retirarse, pero Qannadi le indicó con un gesto que se acercara.

—De modo que aquí es donde pasas las mañanas cuando deberías estar fuera haciendo pruebas con la caballería —dijo el amir en voz baja, aunque el parloteo, las plegarias y las periódicas discusiones entre los suplicantes a la espera levantaban un clamor tal que era del todo improbable que hubieran podido oírlo si hubiese querido gritar.

Achmed intentó responder, pero su lengua parecía hinchada e incapaz de producir sonidos coherentes. Notando el azoramiento del joven, Qannadi esbozó una irónica sonrisa que no era más que una leve profundización de las líneas de una de las comisuras de sus finos labios. Achmed se adelantó para erguirse delante del general.

—¿Estás enojado, señor? La caballería se está manejando bastante bien sin mi…

—No, no estoy enojado. Los hombres han aprendido todo cuanto les has enseñado. Yo sólo los pongo a prueba para mantenerlos alertas y preparados para… —el amir hizo una pausa y miró a Achmed con unos ojos astutos rodeados de arrugas—… para lo que pueda venir después.

Ahora fue Qannadi quien se sonrojó; el rubor dio un tono más vivo a su bronceada piel. El general sabía que la próxima batalla podría ser contra la gente del muchacho, la gente de Achmed. Su mirada se fue desde Achmed hasta el imán. Aquél era un tema del que ninguno de los dos hablaba pero que siempre estaba allí, siguiéndolos como las aves de carroña siguen a un ejército.

El amir pudo oír tintinear las hebillas que aseguraban la armadura de cuero del joven cuando éste se movió inquieto.

—¿Por qué no permites que el imán derribe este feo lugar, señor? —preguntó Achmed en una voz baja que quedó sofocada por las chillonas discusiones de dos hombres que se acusaban el uno al otro de estafarse en la venta de un asno—. No hay el menor indicio de rebelión en esta ciudad. ¡Mira eso!

El joven soldado señaló con la cabeza hacia los dos hombres. Sólo Quar sabía cómo, pensó Qannadi con reticente admiración, pero Feisal había dejado sentada la disputa para satisfacción de ambas partes, al parecer, según se desprendía de sus sonrisas mientras se retiraban de la presencia del sacerdote.

—¡Esta gente lo adora!

—Piensa en lo que has dicho, hijo mío, y comprenderás —respondió el amir mientras el imán, sentado en su trono, levantaba una frágil mano impartiendo la bendición de Quar.

—Desde luego, tienes razón —continuó Qannadi—. Feisal podría tirar abajo la ciudad, piedra por piedra, en torno a sus cabezas y los ciudadanos lo aclamarían agradecidos. Con sus palabras, él convirtió el asesinato en una bendición. Ellos lo ensalzaban mientras él masacraba a sus amigos, vecinos y parientes. ¡Lo ensalzaban por salvar las almas de los indignos! ¿Acaso hacen cola para someter sus problemas a mi juicio? ¿Y acaso no soy yo gobernador de esta miserable ciudad, así proclamado por el emperador? No; traen sus asuntos de asnos, sus peleas con sus esposas y sus disputas con sus vecinos ante él.

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